Este curioso título corresponde a la novela de Ariel Dorfman que acabo de leer, publicada en 1999 por Seix Barral. Dorfman es un chileno que vive en Estados Unidos desde hace ya tanto tiempo que se le pegó el acento gringo al hablar español (como tuve ocasión de comprobar en un programa cultural de televisión, donde conocí al escritor y quedé medio hechizada por su locuacidad), y es conocido fundamentalmente por ser el autor de la obra teatral La muerte y la doncella, que el gran Polanski llevó al cine.
El chocante título alude, como comprendemos apenas empezado el libro, a la forzosa y siempre difícil unión integradora de los valores tradicionales de un país como Chile, donde las nanas siempre fueron una pieza básica en el modelo social, y el esfuerzo por caminar hacia la modernidad quitando lastres pero sin perder la identidad propia. El iceberg, en este caso, es el símbolo de la nueva imagen que el país quiere ofrecer al mundo con motivo de la Exposición Universal que tuvo lugar en Sevilla en 1992, en el quinto centenario del descubrimiento de América. Chile exhibe el monumento de hielo a modo de afirmación de una modernidad que quiere dejar atrás las bases y los valores tradicionales en pos del olvido de una dictadura recién acabada.
En medio del gran acontecimiento mundial se sitúan las vidas de los protagonistas, tres amigos que un día hicieron una apuesta y están dispuestos a todo con tal de ganarla: mentir, robar, sacar adelante el país desde la sombra o acostarse con una mujer distinta cada día durante veinticinco años. Los hijos de estos amigos, Amanda Camila y Gabriel, son los que sufrirán las consecuencias de un absurdo juego que todo el mundo se toma demasiado en serio, y sólo la nana podrá ayudarlos a encontrar un poco el sentido de lo que hacen o lo que quieren.
El argumento da mucho juego y se presta a situaciones extremadamente divertidas, pero que acaban cansando por su encadenamiento pretendidamente casual o fatídico. El destino o providencia al que se atribuyen los hechos para que todo acabe cuadrando resulta cargante a medida que avanza la trama. Es como si Dorfman se sintiera obligado a justificar explícitamente hasta el mínimo gesto o suceso que envuelve las vidas de los personajes; eso sí, dentro de una narración llena de humor, contada en primera persona por Gabriel, cuya obsesión a lo largo de la novela es perder la virginidad.
El libro muestra una sociedad chilena esforzándose por conciliar el pasado y el futuro mediante la apariencia y la mentira. Más o menos como en muchos otros países, pero quizá los chilenos lo hacen con un espíritu de contradicción especialmente agudo. Y es que La Nana y el iceberg presenta, a pesar de la absurdidad en que se mueven las vidas cotidianas de los personajes, un trasfondo crítico real y un gran conocimiento de la situación sociopolítica en los países latinoamericanos. Y es que Dorfman es un intelectual muy lúcido, por encima de todo.
5.10.2006
5.05.2006
El jugador
Por
blanca gago domínguez
La lectura de esta novela corta de Dostoievski resulta terrible porque se centra en torno a un eje temático bien duro, en donde se queda fija e inmóvil alrededor de sus poco más de cien páginas: el juego como pasión, emoción iracunda incapaz de ser dominada, que acabará echando a perder al alter ego del autor (que pasó grandes momentos de furia incontrolable en el casino de Montecarlo) y narrador de la novela, Alexei. A su alrededor van desfilando una serie de personajes que componen una suerte de "extraña familia", todos ellos mezquinos, mentirosos pero tan débiles e incapaces de disimular que acaban por resultar simpáticos. Nadie puede engañar a nadie, todos ellos se hallan vinculados de una forma u otra entre sí a raíz de numerosas deudas o préstamos, es decir, por dinero. En una sociedad como la del siglo XIX, en la cual se sitúa la novela, la posición y la suerte del individuo dependían sobre todo de su liquidez, por ello los personajes utilizarán todos los medios posibles a su alcance para obtener el bien codiciado. Sin embargo, la ambición desmedida y cegadora los acaba convirtiendo en seres ridículos, parodias de sí mismos, y ahí es donde reside, en mi opinión, la fuerza y la gracia de esta historia. El personaje de la abuela rica, a quien todos desean ver muerta para heredar su fortuna, jugando a la ruleta durante horas con los ojos brillantes y peleando con los sucesivos polacos que quieren timarla es magistral. También el personaje de Polina, que utiliza a Alexei para que juegue por ella, es fascinante. Tanta histeria y tanta pasión acaban provocando inevitablemente el distanciamiento del lector y su risa, la risa que llega del efecto paródico. Y es que algunos diálogos de El jugador son realmente cómicos, como los que mantiene un Alexei temporalmente enriquecido con la víbora cazafortunas Blanche de Cominges, donde ella dice cosas como:
"C'est un outchitel" - decía de mí Mlle. Blanche- Il a gagné deux cent mille francs y no sabría gastárselos sin mí. Más tarde volverá a ser tutor. ¿No sabe aquí nadie dónde colocarlo? Hay que hacer algo por él."
Tampoco tiene desperdicio el estudio que hacen los personajes de las idiosincrasias rusa, francesa e inglesa. El narrador intenta explicar en varias ocasiones por qué las ingenuas mocitas rusas caen rendidas a los pies de los franceses, que son educados y refinados sólo cuando toca, de un modo que obedece a razones puramente genéticas y por ello despreciable. El carácter ruso, por su parte, es terriblemente dado a la pasión, la desmesura y la perdición (los rusos son los únicos que juegan a algo tan peligroso como la ruleta), mientras que los ingleses son, en su mayoría, desaliñados y toscos. Todas estas observaciones aparecen debidamente razonadas en su contexto y realmente son tan divertidas como ilógicas. Pero por encima de todo se yergue la pasión arrolladora de Dostoievski, que es lo que da sentido a la novela y le confiere su fuerza narrativa. En mi opinión, esta fuerza se disfruta mucho más intensamente en una novela corta como El jugador, que en Los hermanos Karamazov, por ejemplo (que algún día conseguiré acabar), básicamente por una cuestión de extensión. Pero El jugador es, sobre todo, una metáfora sobre el papel del azar frente a la débil voluntad humana, otra perversión genial del maestro ruso.
"C'est un outchitel" - decía de mí Mlle. Blanche- Il a gagné deux cent mille francs y no sabría gastárselos sin mí. Más tarde volverá a ser tutor. ¿No sabe aquí nadie dónde colocarlo? Hay que hacer algo por él."
Tampoco tiene desperdicio el estudio que hacen los personajes de las idiosincrasias rusa, francesa e inglesa. El narrador intenta explicar en varias ocasiones por qué las ingenuas mocitas rusas caen rendidas a los pies de los franceses, que son educados y refinados sólo cuando toca, de un modo que obedece a razones puramente genéticas y por ello despreciable. El carácter ruso, por su parte, es terriblemente dado a la pasión, la desmesura y la perdición (los rusos son los únicos que juegan a algo tan peligroso como la ruleta), mientras que los ingleses son, en su mayoría, desaliñados y toscos. Todas estas observaciones aparecen debidamente razonadas en su contexto y realmente son tan divertidas como ilógicas. Pero por encima de todo se yergue la pasión arrolladora de Dostoievski, que es lo que da sentido a la novela y le confiere su fuerza narrativa. En mi opinión, esta fuerza se disfruta mucho más intensamente en una novela corta como El jugador, que en Los hermanos Karamazov, por ejemplo (que algún día conseguiré acabar), básicamente por una cuestión de extensión. Pero El jugador es, sobre todo, una metáfora sobre el papel del azar frente a la débil voluntad humana, otra perversión genial del maestro ruso.
5.02.2006
Abaddon el exterminador
Por
blanca gago domínguez
Esta es la última parte de la trilogía que Ernesto Sábato empezó con El túnel (1948)y siguió con Sobre héroes y tumbas (1961), y también la parte menos conocida y leída, quizá porque no tiene una estructura fácil y no se lee de un tirón como El túnel, y tampoco narra una historia tan intensa como la que desgarra Sobre héroes y tumbas. Al contrario, se trata de un libro que hay que leer con calma, reflexionando y, si es posible, volviendo atrás de vez en cuando para releer alguna escena. Porque, en mi opinión, la mejor manera de dividir Abbadon, el exterminador (1974) es en escenas cortas, muy profundas, desordenadas pero unidas por el hilo de los personajes que entran y salen para gritar y guardar silencio, como dentro de un círculo vertiginoso que sería, en este caso, el infierno. Porque de eso trata la novela en su fondo, de la victoria de las fuerzas del Mal sobre el Bien, y del papel que el ser humano, y sobre todo el artista, puede y debe desempeñar en medio de la angustia del que sabe. En este sentido, Abaddon, el exterminador no muestra nada nuevo: las mismas obsesiones de Sábato aparecen con tanta fuerza como siempre, o más, debido a la estructura que incrementa la impresión de caos y pesadilla. Pero no es originalidad lo que Sábato pretendía al escribir esta novela, como nos advierte desde el principio. De modo que sólo los lectores que quedaron tan impresionados por Castel, Bruno, Alejandra o el propio Sábato (que aparece aquí como uno de los personajes principales, junto al resto) que deseen indagar en el universo terrible en que éstos se mueven, sólo ellos podrán ahondar en la novela y temblar ante unas alucinaciones cuya lucidez queda siempre en cuestión. Aunque las manías persecutorias del Sábato personaje se convierten en cotidianas y pierden suspense, el horror y la intuición de que seres malignos pueden estar guiando nuestras vidas más de lo que nunca llegaríamos a sospechar se impone durante la novela. Y ése es el mérito de Sábato escritor: saber arrastrar al lector hacia sus obsesiones, convencerlo para luego dejarlo libre (la pesadilla cobre vida durante la lectura, no después), y no caer en refugios apocalípticos de mundos paralelos o realidades alternativas. Ya que todos estamos dispuestos a aceptar, al fin y al cabo, que "el mundo que para nosotros cuenta es éste de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego, este amor, esta espera de la muerte".
Y así, entre personajes que se persiguen y se espían hasta la exasperación, o quizá por puro aburrimiento, y mediante la continua presencia de la necesidad de crear del escritor (encarnada en el personaje de Sábato), la novela avanza entre la melancolía, el horror y el humor -que surge sobre todo en los diálogos: impecables, inteligentes y agudísimos- hacia ese territorio de sombras, el Mal que forma parte de la esencia del ser humano, y que cada uno lleva dentro de sí pero muy pocas veces se dispone siquiera a mirar de reojo. Ernesto Sábato sí se enfrenta de nuevo a este mundo nuestro de las tinieblas, subiendo el último peldaño en la trilogía de la novela, negando la casualidad para perseverar en la búsqueda entregada que confiere sentido a toda su obra.
Y así, entre personajes que se persiguen y se espían hasta la exasperación, o quizá por puro aburrimiento, y mediante la continua presencia de la necesidad de crear del escritor (encarnada en el personaje de Sábato), la novela avanza entre la melancolía, el horror y el humor -que surge sobre todo en los diálogos: impecables, inteligentes y agudísimos- hacia ese territorio de sombras, el Mal que forma parte de la esencia del ser humano, y que cada uno lleva dentro de sí pero muy pocas veces se dispone siquiera a mirar de reojo. Ernesto Sábato sí se enfrenta de nuevo a este mundo nuestro de las tinieblas, subiendo el último peldaño en la trilogía de la novela, negando la casualidad para perseverar en la búsqueda entregada que confiere sentido a toda su obra.
4.21.2006
Prosa completa de Alejandra Pizarnik
Por
blanca gago domínguez
La recopilación que la Editorial Lumen ha hecho de todo aquello catalogado como "prosa" de Alejandra Pizarnik resulta, desde bien al principio, bastante caótico, lo cual, unido a la ausencia de pistas o guías para el lector despistado, provoca una tendencia al aburrimiento, cuando menos, o al enojo, cuando más, a medida que pasan las páginas de este libro. No son muchas, apenas trescientas, pero se hacen largas porque cuesta acercarse a ellas de verdad y disfrutarlas. Es cierto que Alejandra Pizarnik no es una autora fácil de comprender (y menos mientras se mantenga en su pedestal de escritora re-bajón), pero también lo es que, en estos casos, la edición de algo tan general como una "prosa completa" debe cuidar mucho la aproximación del lector a la heterogeneidad de los textos para que éstos no resulten tan confusos . Y creo que, en esta edición, Ana Nuño, a cargo de la misma, no lo ha logrado.
Mediante una ordenación cronológica del material literario, la prosa de Alejandra Pizarnik ofrece textos poco conocidos y sumidos hasta ahora en un olvido casi absoluto. Bajo el título general de "relatos" se clasifican textos de muy distinta procedencia y naturaleza, la mayoría de ellos de cariz poético o cercanos a lo que podría ser un diario personal, como la serie que refleja las impresiones de Pizarnik en España. Los textos pertenecientes al apartado "humor" son tremendamente eróticos, cortos y despiertos, todo lo contrario que los agrupados como "teatro", que a través del cuestionamiento continuo del lenguaje como medio de comunicación, buscan una trascendencia a veces demasiado seria o cargante. Creo que no me llegan a gustar por el tono afectado, elevado y monocorde que en ningún momento baja a rescatar al lector perdido ni cómplice, al lector atascado en la absurdidad de las palabras. A veces el tormento de Pizarnik se arriesga a asfixiar el propio texto, deja de respirar y progresar para dar vueltas sobre sí mismo alrededor de una imagen, una palabra. Pero también es cierto que este tratamiento del texto en prosa es lo que proyecta una absoluta coherencia entre la poesía de Pizarnik y esta prosa recién recopilada. Ana Nuño habla de "correspondencias múltiples" entre ambos géneros, y en la prosa incluye la ensayística, fundada en los textos de crítica literaria que la autora argentina escribió para varias revistas y que fueron los más difíciles de rescatar. Estos textos críticos son, a mi juicio, lo más interesante de la recopilación prosística, por el tono nostálgico y poético con que se aproximan a las obras literarias de otros autores, en su mayoría argentinos. Pizarnik habla de Bustos Domecq o de Lautréamont (uruguayo, no se olvide) siempre desde su punto de vista de creadora; en este sentido, las críticas contienen un impresionismo subjetivo que nunca pretende ocultarse y en el cual, precisamente, reside su gran interés. La poesía es, en último término, la razón por la que Pizarnik escribe lo que sea, pero cuando aplica su visión del mundo a las obras literarias de otros, el texto resulta abierto y respira, hay una voluntad de diálogo e interacción que se niega en otros textos y que provoca algún que otro instante de lo que busca Alejandra Pizarnik continuamente, y que dejó tan bien sentenciado en el poema siguiente:
Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir.
Mediante una ordenación cronológica del material literario, la prosa de Alejandra Pizarnik ofrece textos poco conocidos y sumidos hasta ahora en un olvido casi absoluto. Bajo el título general de "relatos" se clasifican textos de muy distinta procedencia y naturaleza, la mayoría de ellos de cariz poético o cercanos a lo que podría ser un diario personal, como la serie que refleja las impresiones de Pizarnik en España. Los textos pertenecientes al apartado "humor" son tremendamente eróticos, cortos y despiertos, todo lo contrario que los agrupados como "teatro", que a través del cuestionamiento continuo del lenguaje como medio de comunicación, buscan una trascendencia a veces demasiado seria o cargante. Creo que no me llegan a gustar por el tono afectado, elevado y monocorde que en ningún momento baja a rescatar al lector perdido ni cómplice, al lector atascado en la absurdidad de las palabras. A veces el tormento de Pizarnik se arriesga a asfixiar el propio texto, deja de respirar y progresar para dar vueltas sobre sí mismo alrededor de una imagen, una palabra. Pero también es cierto que este tratamiento del texto en prosa es lo que proyecta una absoluta coherencia entre la poesía de Pizarnik y esta prosa recién recopilada. Ana Nuño habla de "correspondencias múltiples" entre ambos géneros, y en la prosa incluye la ensayística, fundada en los textos de crítica literaria que la autora argentina escribió para varias revistas y que fueron los más difíciles de rescatar. Estos textos críticos son, a mi juicio, lo más interesante de la recopilación prosística, por el tono nostálgico y poético con que se aproximan a las obras literarias de otros autores, en su mayoría argentinos. Pizarnik habla de Bustos Domecq o de Lautréamont (uruguayo, no se olvide) siempre desde su punto de vista de creadora; en este sentido, las críticas contienen un impresionismo subjetivo que nunca pretende ocultarse y en el cual, precisamente, reside su gran interés. La poesía es, en último término, la razón por la que Pizarnik escribe lo que sea, pero cuando aplica su visión del mundo a las obras literarias de otros, el texto resulta abierto y respira, hay una voluntad de diálogo e interacción que se niega en otros textos y que provoca algún que otro instante de lo que busca Alejandra Pizarnik continuamente, y que dejó tan bien sentenciado en el poema siguiente:
Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir.
3.24.2006
Desgracia
Por
blanca gago domínguez
Esta es la primera novela que leo de J.M Coetzee, segundo Premio Nobel sudafricano, a quien descubro más por circunstancias ajenas a mi voluntad (en la librería del barrio había poca oferta de libros en inglés) que por un real interés. Sin embargo, debo decir que me ha sorprendido, atrapado, y ya puedo dar la razón a todos los entusiastas seguidores de este escritor que tan buenas críticas escriben siempre de sus novelas. Es cierto que, en general, Coetzee está muy bien tratado y gusta a muchos tipos de lectores, y ahora deespués de leer Disgrace (Vintage, 1999) creo entender por qué.
En primer lugar, pienso que la novela tiene varios niveles de lectura. Es algo parecido a lo que pasa con El extranjero, de Camus. Está la historia de un tipo que asiste al entierro de su madre, y por encima de eso hay algo más o menos sutil pero de una fuerza tremenda que provoca una lectura, cuando menos, inquietante, y una reflexión posterior de la que pueden extraerse grandes o pequeñas conclusiones. En ese sentido, Disgrace es una novela aparentemente muy sencilla, pero de una profundidad terrible, que en ocasiones resulta más cómodo evitar. La crudeza con que está construida la historia, y que se mantiene presente en todo momento a través de los diálogos entre los personajes, es difícil de digerir sin más. Luego queda un poso, tras la lectura, que obliga a una reflexión sobre la naturaleza humana y las relaciones que creamos entre nosotros.
Es difícil aceptar que, aunque algunos se empeñen en sostener lo contrario, el ser humano es básicamente perverso y dañino. Ser una "buena persona" es algo verdaderamente difícil aunque uno tenga las mejores intenciones, y depende mucho más de circunstancias externas, o del mismo azar, que de nuestra voluntad. La vida, parece decirnos Coetzee, ya se encarga de destruir nuestras buenas intenciones de un modo u otro. O mostrar su inutilidad. O su ridiculez.
Y eso es básicamente lo que el lector se encuentra de frente, y traga poco a poco, y retiene con toda su amargura al leer Desgracia. Es, ciertamente, una novela dura y pesimista, pero al mismo tiempo, y ahí reside su grandeza y la razón de que Coetzee sea tan respetado por todos, la historia es subyugante, y atrapa desde el primer momento al lector más desconfiado. La fuerza de los diálogos y la sucesión de escenas, los personajes que muestran sólo lo justo e insinúan tan impecablemente el resto... todo crea una atmósfera muy especial desde las primeras páginas de la novela y se mantiene hasta el final sin altibajos.
Por eso, descubrir (¡por fin!) a Coetzee y quedar tan admirada me lleva a creer que esto es sólo el principio, y que seguro que pronto vuelvo a asomarme a su prosa, esta vez por decisión propia y verdadero interés.
En primer lugar, pienso que la novela tiene varios niveles de lectura. Es algo parecido a lo que pasa con El extranjero, de Camus. Está la historia de un tipo que asiste al entierro de su madre, y por encima de eso hay algo más o menos sutil pero de una fuerza tremenda que provoca una lectura, cuando menos, inquietante, y una reflexión posterior de la que pueden extraerse grandes o pequeñas conclusiones. En ese sentido, Disgrace es una novela aparentemente muy sencilla, pero de una profundidad terrible, que en ocasiones resulta más cómodo evitar. La crudeza con que está construida la historia, y que se mantiene presente en todo momento a través de los diálogos entre los personajes, es difícil de digerir sin más. Luego queda un poso, tras la lectura, que obliga a una reflexión sobre la naturaleza humana y las relaciones que creamos entre nosotros.
Es difícil aceptar que, aunque algunos se empeñen en sostener lo contrario, el ser humano es básicamente perverso y dañino. Ser una "buena persona" es algo verdaderamente difícil aunque uno tenga las mejores intenciones, y depende mucho más de circunstancias externas, o del mismo azar, que de nuestra voluntad. La vida, parece decirnos Coetzee, ya se encarga de destruir nuestras buenas intenciones de un modo u otro. O mostrar su inutilidad. O su ridiculez.
Y eso es básicamente lo que el lector se encuentra de frente, y traga poco a poco, y retiene con toda su amargura al leer Desgracia. Es, ciertamente, una novela dura y pesimista, pero al mismo tiempo, y ahí reside su grandeza y la razón de que Coetzee sea tan respetado por todos, la historia es subyugante, y atrapa desde el primer momento al lector más desconfiado. La fuerza de los diálogos y la sucesión de escenas, los personajes que muestran sólo lo justo e insinúan tan impecablemente el resto... todo crea una atmósfera muy especial desde las primeras páginas de la novela y se mantiene hasta el final sin altibajos.
Por eso, descubrir (¡por fin!) a Coetzee y quedar tan admirada me lleva a creer que esto es sólo el principio, y que seguro que pronto vuelvo a asomarme a su prosa, esta vez por decisión propia y verdadero interés.
3.15.2006
El año en que se escapó el león
Por
blanca gago domínguez
El título de esta novela del argentino Carlos Sampayo (Editorial Norma, 2000) no parece, a primera vista, muy acertado, en tanto que la escapada de un animal salvaje del circo para adentrarse en la ciudad y aterrorizar a sus habitantes -y éste es, precisamente, el asunto que abre la trama de la novela- no es demasiado original ni especialmente atractivo. Sin embargo, el motivo inicial del animal perdido y asustado en la, llamémosla así, jungla urbana, se va complicando a partir de un contrapunto: León Ferrara, elegante carterista y experto bailarín de tango, cuya pericia en el oficio lo llevará a participar en una complicada operación de espionaje internacional. El escenario es el gran Buenos Aires de 1957, una ciudad llena de policías corruptos a las órdenes de militares que prohíben nombrar a Perón, exiliados de guerra, espías que no pueden permitirse tener sentimientos a pesar de criticar a aquellos para quienes trabajan...
Así, el león vagando por la ciudad es como una animalización metafórica de todos esos personajes sin rumbo cuya única meta es sobrevivir. Y poco a poco, como no podía ser menos en Buenos Aires, Casimiro, que así se llama el felino, se convierte en un mito al que nadie ha visto pero del que todo el mundo habla como si lo conociera de toda la vida. Es difícil no engancharse a la nostalgia irónica con que Sampayo narra las vicisitudes de los personajes y descubre en pocos trazos sus anhelos más secretos. Con esa misma ironía, el autor capta con finura los ambientos de pensión barata y comisaría sucia donde todo puede describirse mediante una letra de tango, que es la esencia de la vida, al menos de la de Buenos Aires en 1957. Aun así, o precisamente a causa de ello, la novela no pierde nunca la base real del momento histórico en que se sitúa: una ciudad donde se juntaron, efectivamente, criminales de guerra recién huidos de Europa con espías enviados para localizarlos y matarlos o enviarlos vivos de vuelta al viejo continente. Sampayo construye a partir de estos hechos una trama perfecta, con un ritmo muy vivo, muy rápido, y unos personajes inolvidables, desde León Ferrara, que se enamora perdidamente de una espía de ojos transparentes mientras Martita, su compañera de pensión, lo apremia para que se case y cumpla su sueño de tener dos lindos niños y una heladera repleta; hasta los comisarios Casares y Margarida, rivales y opuestos desde el colegio y cumplidores, cada cual a su manera, de su función en la sociedad.
Todos estos componentes del "Buenos Aires, bajos fondos" son tan luminosos y desafiantes -las respuestas del comisario Casares son pequeñas joyas arrabalescas- que los diálogos, y el estilo indirecto libre que se utiliza en la novela alternando las voces -incluida la del león Casimiro-, construyen una novela verdaderamente destinada a hacer disfrutar y reír, reír mucho, al lector.
Así, el león vagando por la ciudad es como una animalización metafórica de todos esos personajes sin rumbo cuya única meta es sobrevivir. Y poco a poco, como no podía ser menos en Buenos Aires, Casimiro, que así se llama el felino, se convierte en un mito al que nadie ha visto pero del que todo el mundo habla como si lo conociera de toda la vida. Es difícil no engancharse a la nostalgia irónica con que Sampayo narra las vicisitudes de los personajes y descubre en pocos trazos sus anhelos más secretos. Con esa misma ironía, el autor capta con finura los ambientos de pensión barata y comisaría sucia donde todo puede describirse mediante una letra de tango, que es la esencia de la vida, al menos de la de Buenos Aires en 1957. Aun así, o precisamente a causa de ello, la novela no pierde nunca la base real del momento histórico en que se sitúa: una ciudad donde se juntaron, efectivamente, criminales de guerra recién huidos de Europa con espías enviados para localizarlos y matarlos o enviarlos vivos de vuelta al viejo continente. Sampayo construye a partir de estos hechos una trama perfecta, con un ritmo muy vivo, muy rápido, y unos personajes inolvidables, desde León Ferrara, que se enamora perdidamente de una espía de ojos transparentes mientras Martita, su compañera de pensión, lo apremia para que se case y cumpla su sueño de tener dos lindos niños y una heladera repleta; hasta los comisarios Casares y Margarida, rivales y opuestos desde el colegio y cumplidores, cada cual a su manera, de su función en la sociedad.
Todos estos componentes del "Buenos Aires, bajos fondos" son tan luminosos y desafiantes -las respuestas del comisario Casares son pequeñas joyas arrabalescas- que los diálogos, y el estilo indirecto libre que se utiliza en la novela alternando las voces -incluida la del león Casimiro-, construyen una novela verdaderamente destinada a hacer disfrutar y reír, reír mucho, al lector.
3.10.2006
Carta del padre
Por
blanca gago domínguez
Hace tiempo que tenía olvidado en una estantería el libro de cuentos Something out there (Penguin, 1984), de Nadine Gordimer, escritora sudafricana que ganó el Premio Nobel en 1991. A raíz de una entrevista en un suplemento dominical recordé el libro y lo rescaté de la estantería con poco entusiasmo. Hay algo dentro de mí que me provoca un inexplicable pero profundo hastío cuando se trata de abordar un Premio Nobel desconocido. Sin embargo, y quizá precisamente debido a la falta de expectativas con que empecé los cuentos de Gordimer, puedo decir que disfruté de sus pinceladas sutiles del paisaje sudafricano, y de un país que me queda ciertamente muy lejos.
Aun así, el relato que más me llamó la atención no está ambientado en la Sudáfrica que conoce, ama y lucha por mejorar la autora, sino que se trata de algo totalmente distinto: la carta que podría haber escrito Hermann Kafka en respuesta a la de su hijo. Este texto de Gordimer, titulado Letter from his father, resulta original e interesante porque yo misma, y muchísimos más seguramente, también nos hemos preguntado alguna vez cómo habría reaccionado el enérgico padre de Kafka a las acusaciones de su hijo en la carta que, como el resto de su obra, no llegó a quemar Max Brod.
En esa carta, Kafka hijo describe el abismo que separaba su propia personalidad, sus inquietudes, su naturaleza... de las de su padre, y cómo éste se esforzaba por corregirlas o enderezarlas para lograr convertirlo en un chico fuerte, seguro, emprendedor, es decir, alguien a su propia imagen y semejanza. Nada más lejos del débil, inseguro y sensible Franz, que se sintió constantemente humillado durante su infancia y toda su juventud, sobre todo durante las dos tentativas de matrimonio que acabaron fracasando por decisión suya.
La respuesta de Hermann Kafka que escribe Gordimer a todas las intrincadas acusaciones del hijo es, para empezar, bastante verosímil. Creo que la escritora consigue meterse en la piel del padre decepcionado que intenta defenderse de un hijo al que nunca comprendió a pesar de sus esfuerzos. En algunos momentos llega a ser divertida la simpleza con que narra varios momentos de la vida familiar y sus enfrentamientos con Franz, quien, según él, se describió a sí mismo mucho mejor de lo que nadie haría nunca mediante la figura del insecto en La Metamorfosis. Ese es el hijo inadaptado , que sufre constantemente, que se encierra y tiene miedo de no se sabe qué. Hermann Kafka se pregunta en más de una ocasión cómo es posible que a un hijo suyo no le guste inflarse de cerveza o comer hasta reventar, o que no se ría nunca de sus chistes.
Al final, una vez leída esta carta, se puede llegar a la conclusión de que a veces las personas, aunque compartan buena parte de sus genes, son sencillamente demasiado distintas como para siquiera esbozar un entendimiento mutuo, y mucho menos compartir los mismos placeres o angustias. Impresiona imaginar el sufrimiento que debieron de experimentar tanto el padre como el hijo a causa de esta incompatibilidad congénita que se convirtió en carencia a medida que pasaron los años. La carta del padre escrita por Gordimer es otra manera, bien original e interesante, de acercarnos de nuevo a Kafka, a quien, por supuesto, nunca hay que perder de vista.
Aun así, el relato que más me llamó la atención no está ambientado en la Sudáfrica que conoce, ama y lucha por mejorar la autora, sino que se trata de algo totalmente distinto: la carta que podría haber escrito Hermann Kafka en respuesta a la de su hijo. Este texto de Gordimer, titulado Letter from his father, resulta original e interesante porque yo misma, y muchísimos más seguramente, también nos hemos preguntado alguna vez cómo habría reaccionado el enérgico padre de Kafka a las acusaciones de su hijo en la carta que, como el resto de su obra, no llegó a quemar Max Brod.
En esa carta, Kafka hijo describe el abismo que separaba su propia personalidad, sus inquietudes, su naturaleza... de las de su padre, y cómo éste se esforzaba por corregirlas o enderezarlas para lograr convertirlo en un chico fuerte, seguro, emprendedor, es decir, alguien a su propia imagen y semejanza. Nada más lejos del débil, inseguro y sensible Franz, que se sintió constantemente humillado durante su infancia y toda su juventud, sobre todo durante las dos tentativas de matrimonio que acabaron fracasando por decisión suya.
La respuesta de Hermann Kafka que escribe Gordimer a todas las intrincadas acusaciones del hijo es, para empezar, bastante verosímil. Creo que la escritora consigue meterse en la piel del padre decepcionado que intenta defenderse de un hijo al que nunca comprendió a pesar de sus esfuerzos. En algunos momentos llega a ser divertida la simpleza con que narra varios momentos de la vida familiar y sus enfrentamientos con Franz, quien, según él, se describió a sí mismo mucho mejor de lo que nadie haría nunca mediante la figura del insecto en La Metamorfosis. Ese es el hijo inadaptado , que sufre constantemente, que se encierra y tiene miedo de no se sabe qué. Hermann Kafka se pregunta en más de una ocasión cómo es posible que a un hijo suyo no le guste inflarse de cerveza o comer hasta reventar, o que no se ría nunca de sus chistes.
Al final, una vez leída esta carta, se puede llegar a la conclusión de que a veces las personas, aunque compartan buena parte de sus genes, son sencillamente demasiado distintas como para siquiera esbozar un entendimiento mutuo, y mucho menos compartir los mismos placeres o angustias. Impresiona imaginar el sufrimiento que debieron de experimentar tanto el padre como el hijo a causa de esta incompatibilidad congénita que se convirtió en carencia a medida que pasaron los años. La carta del padre escrita por Gordimer es otra manera, bien original e interesante, de acercarnos de nuevo a Kafka, a quien, por supuesto, nunca hay que perder de vista.
3.02.2006
Rey Rosa y Bolaño, o el mito del buen salvaje
Por
blanca gago domínguez
Por puro azar he leído casi al tiempo dos textos que se desarrollan entorno a una misma base argumental: el hombre que, por diversos motivos, decide apartarse de sus semejantes, refugiarse en la naturaleza y vivir de ella... lo cual, en ambos casos, conduce a una creciente misantropía y una enorme necesidad de soledad y aislamiento. Estos dos textos son la novela corta Lo que soñó Sebastián, de Rodrigo Rey Rosa, y el relato largo El gaucho insufrible, de Roberto Bolaño; ambos escritores latinoamericanos de la misma generación que cultivaron una amistad truncada por la muerte del segundo.
Los textos presentan, como es de esperar, grandes diferencias dentro del paralelismo básico argumental que he señalado. Lo que soñó Sebastián está situado en las tierras mayas de Guatemala, y El gaucho insufrible es uno de los pocos relatos de Bolaño sobre Argentina, y tal vez el mejor de los que he leído. En ambos casos la situación geográfica, política y social está muy presente a través de la tensión individuo-sociedad. Sebastián Sosa vive en medio de la selva tropical, entre animales que acechan por todas partes, sudores cálidos y mosquiteras... el ambiente es perfectamente comparable al que aparece en los cuentos de Horacio Quiroga, pero sin sus lentas descripciones. También los personajes, policías corruptos, sirvientes, cazadores sin ley, son claramente centroamericanos. El sol parece quemar cada página de Lo que soñó Sebastián, y el sopor de la siesta confunde sueño y realidad, vida y muerte, humillación y venganza... todo es como brumoso, sugerido, incierto.
Por su parte, El gaucho insufrible utiliza la situación de la última gran crisis económica argentina, a partir de la cual Héctor Pereda, prestigioso abogado porteño, decide irse a vivir a la Pampa. Pronto se acostumbra a cazar conejos para sobrevivir y contar con los silenciosos gauchos lugareños como única compañía en las llanuras inmensas. Ni Pereda ni Sosa extrañan la civilización, muy al contrario, la rehúyen cuando se ven obligados, muy a su pesar, a tomar con ella el mínimo contacto, y ya no reconocen como suyas las leyes humanas escritas o tácitas, necesarias para la convivencia en sociedad. Ambos son felices en su retiro, ya no piden ni esperan nada, sólo inmovilidad y quietud.
Es interesante reparar en el papel de las mujeres, que cumplen una doble función: por un lado, introducen una inesperada y breve relación sexual en la que ellas son la parte activa (es decir, tanto la india de El gaucho insufrible como María en Lo que soñó Sebastián aparecen, se ofrecen y luego se van tan tranquilas). Por otro lado, constituyen el antagonista de los personajes principales y masculinos: son los seres civilizados que acceden al mundo inmóvil y solitario para rechazarlo casi al momento. La joven y atractiva Véronique aguanta pocos días en casa de Sebastián, y la mirada asilvestrada de éste le produce un gran temor, y la criada de Pereda suelta un rotundo: "Cuando salgo de Buenos Aires noto que no soy la misma, y yo ya estoy muy mayor para cambiar".
En mi opinión, lo más llamativo e interesante de estos textos, ambos de una gran calidad narrativa, es el trazo de ese hombre solo que encuentra su lugar en el mundo en medio de la naturaleza, un falso locus amoenus cuya hostilidad es lo que le permite medir sus propias fuerzas, su integridad, y salir digno y orgulloso de su victoria.
Los textos presentan, como es de esperar, grandes diferencias dentro del paralelismo básico argumental que he señalado. Lo que soñó Sebastián está situado en las tierras mayas de Guatemala, y El gaucho insufrible es uno de los pocos relatos de Bolaño sobre Argentina, y tal vez el mejor de los que he leído. En ambos casos la situación geográfica, política y social está muy presente a través de la tensión individuo-sociedad. Sebastián Sosa vive en medio de la selva tropical, entre animales que acechan por todas partes, sudores cálidos y mosquiteras... el ambiente es perfectamente comparable al que aparece en los cuentos de Horacio Quiroga, pero sin sus lentas descripciones. También los personajes, policías corruptos, sirvientes, cazadores sin ley, son claramente centroamericanos. El sol parece quemar cada página de Lo que soñó Sebastián, y el sopor de la siesta confunde sueño y realidad, vida y muerte, humillación y venganza... todo es como brumoso, sugerido, incierto.
Por su parte, El gaucho insufrible utiliza la situación de la última gran crisis económica argentina, a partir de la cual Héctor Pereda, prestigioso abogado porteño, decide irse a vivir a la Pampa. Pronto se acostumbra a cazar conejos para sobrevivir y contar con los silenciosos gauchos lugareños como única compañía en las llanuras inmensas. Ni Pereda ni Sosa extrañan la civilización, muy al contrario, la rehúyen cuando se ven obligados, muy a su pesar, a tomar con ella el mínimo contacto, y ya no reconocen como suyas las leyes humanas escritas o tácitas, necesarias para la convivencia en sociedad. Ambos son felices en su retiro, ya no piden ni esperan nada, sólo inmovilidad y quietud.
Es interesante reparar en el papel de las mujeres, que cumplen una doble función: por un lado, introducen una inesperada y breve relación sexual en la que ellas son la parte activa (es decir, tanto la india de El gaucho insufrible como María en Lo que soñó Sebastián aparecen, se ofrecen y luego se van tan tranquilas). Por otro lado, constituyen el antagonista de los personajes principales y masculinos: son los seres civilizados que acceden al mundo inmóvil y solitario para rechazarlo casi al momento. La joven y atractiva Véronique aguanta pocos días en casa de Sebastián, y la mirada asilvestrada de éste le produce un gran temor, y la criada de Pereda suelta un rotundo: "Cuando salgo de Buenos Aires noto que no soy la misma, y yo ya estoy muy mayor para cambiar".
En mi opinión, lo más llamativo e interesante de estos textos, ambos de una gran calidad narrativa, es el trazo de ese hombre solo que encuentra su lugar en el mundo en medio de la naturaleza, un falso locus amoenus cuya hostilidad es lo que le permite medir sus propias fuerzas, su integridad, y salir digno y orgulloso de su victoria.
2.23.2006
Mrs. Dalloway
Por
blanca gago domínguez
He leído muchos libros de Virginia Woolf. Lo he ido haciendo escalonadamente, a lo largo de varios años. Empecé con Orlando, quizás su novela más madura (o eso suele afirmar la crítica, y creo que estoy de acuerdo, si tomamos el adjetivo como sinónimo de "complejo" o "profundo" o "matizado"), luego vinieron Las olas y Al faro, sus artículos de Escenas de Londres, sus cartas (en la edición tan completa de Lumen, Cartas a mujeres) y sus diarios, publicados por Siruela. Recién decidí acercarme a Mrs. Dalloway en su lengua original, con un cierto temor debido, en primer lugar, a que no podía quitarme de la cabeza a Meryl Streep como Clarissa Dalloway en Las horas, y eso es siempre muy molesto a la hora de leer un libro a pesar de que, en este caso, la película ofrece una adaptación muy, muy libre del personaje. La segunda y principal razón de mi temor era que, al haber leído las novelas de Virginia Woolf siempre en traducciones al español, no estaba segura de poder reconocer y disfrutar la voz original de la autora. Pensaba que quizá había dado con traducciones tan buenas que eran precisamente las causantes de esa exquisitez que tanto he admirado, ese tono con el punto exato entre la ironía, el entusiasmo y la pulcritud, esa distancia calculada pero calurosa... es difícil describir la escritura de Virginia Woolf, porque es única, no se parece a ninguna otra, y ni siquiera he sabido nunca de ningún epígono que aspirara a emularla.
Debo decir que, aunque Meryl Streep se empeñaba en asomarse de vez en cuando mientras leía Mrs. Dalloway, lo cierto es que he disfrutado muchísimo leyendo la novela, y he podido acomodarme desde el principio a la voz original, tan profunda, tan perfecta, de una autora que ya me parece como de la familia. Cada libro es un reencuentro, y las primeras páginas de Mrs. Dalloway ya derrumbaron ese miedo o cautela con que me acerqué al libro.
La historia que se narra es simple: Clarissa Dalloway es una mujer madura, bien situada, bien casada, bien admirada por la sociedad en que vive. Una mujer bien. Un día recibe la visita sorpresa de Peter Walsh, el hombre con quien estuvo a punto de casarse, a quien amó locamente, pero finalmente rechazó. Prefirió a Richard Dalloway, mucho más sensato, más responsable, más bien. La novela trancurre en un día, durante el cual el lector comparte la frustración de Clarissa Dalloway en tensión ante el anhelo de Peter Walsh, y la historia paralela del matrimonio de Rezia y Septimus. Ningún elemento estridente o fuera de tono, como es habitual: Virginia Woolf nos guía acompasando los sentidos al pensamiento de los personajes. Y el correr fluido del tiempo que se escapa inevitablemente, se desliza en silencio, y al final deja paso a la cruel pero firme sensación de que todos ellos han sido incapaces de nadar, ni siquiera un poquito, a contracorriente. Magistral lección de esta escritora irrepetible.
Debo decir que, aunque Meryl Streep se empeñaba en asomarse de vez en cuando mientras leía Mrs. Dalloway, lo cierto es que he disfrutado muchísimo leyendo la novela, y he podido acomodarme desde el principio a la voz original, tan profunda, tan perfecta, de una autora que ya me parece como de la familia. Cada libro es un reencuentro, y las primeras páginas de Mrs. Dalloway ya derrumbaron ese miedo o cautela con que me acerqué al libro.
La historia que se narra es simple: Clarissa Dalloway es una mujer madura, bien situada, bien casada, bien admirada por la sociedad en que vive. Una mujer bien. Un día recibe la visita sorpresa de Peter Walsh, el hombre con quien estuvo a punto de casarse, a quien amó locamente, pero finalmente rechazó. Prefirió a Richard Dalloway, mucho más sensato, más responsable, más bien. La novela trancurre en un día, durante el cual el lector comparte la frustración de Clarissa Dalloway en tensión ante el anhelo de Peter Walsh, y la historia paralela del matrimonio de Rezia y Septimus. Ningún elemento estridente o fuera de tono, como es habitual: Virginia Woolf nos guía acompasando los sentidos al pensamiento de los personajes. Y el correr fluido del tiempo que se escapa inevitablemente, se desliza en silencio, y al final deja paso a la cruel pero firme sensación de que todos ellos han sido incapaces de nadar, ni siquiera un poquito, a contracorriente. Magistral lección de esta escritora irrepetible.
2.12.2006
Jardines de Kensington
Por
blanca gago domínguez
Al acabar la lectura de esta novela del argentino Rodrigo Fresán (Mondadori, 2003), quedé firmemente convencida de lo siniestra y fascinante que puede resultar a la vez la literatura infantil. En sus mundos poblados de monstruos siempre existe la posibilidad de vencer al dragón, sus personajes no crecen y no se corrompen con el paso del tiempo y las decepciones... el refugio de locura de los libros infantiles -¿para niños adultos? ¿para adultos que no quieren dejar de ser niños?- no distingue sueño de pesadilla, y en él la muerte puede ser simplemente una formidable aventura.
Este es el tema entorno al cual gira el argumento de Jardines de Kensington, cuya estructura se basa en la oposición de dos historias constantemente entrecruzadas. Por un lado, la que narra la creación del personaje de Peter Pan por el escritor James Matthew Barry, contada de forma tanto más impactante cuanto que resulta estar bien ceñida a los hechos reales que tejieron la vida del autor inglés. Peter Pan nació como un regalo a los hermanos Llewelyn Davies, a los que Barry adoró porque le permitieron crear un mundo a su medida, vivir como en un cuento, negarse a crecer. Muy rápidamente, el personaje se convirtió en un clásico en el que se refugian o reflejan tantos niños como adultos, fieles a una Neverland que nunca pierden de vista. Es preciso aclarar que todo esto está muy por encima de la utilización que la psicología de aficionados ha hecho del personaje, convirtiéndolo en un simple mito de la inmadurez. Peter Pan es mucho más que eso, como se encarga de descubrirnos a través de las páginas de la novela el narrador y protagonista de la segunda historia que teje el argumento, un escritor londinense, nacido en los años sesenta, víctima de la psicodelia alucinógena de sus padres y la culpa creativa de la muerte de su hermano. Como resultado de esta infancia experimental y a raíz de la lectura de Peter Pan, el narrador decide que él tampoco crecerá nunca, y se acaba convirtiendo en un escritor superventas de literatura infantil. Las aventuras de su personaje, Jim Yang, y la cronocicleta con la que viaja en el tiempo, mantienen en vilo al mundo entero.
La manera en que se mezclan ambas historias es lo que da a la novela la fuerza orgullosa que exhibe, una fuerza que me dejó exhausta en Mantra (Mondadori, 2000) y que aquí resulta mucho más contenida y, por ello, placentera. Fresán ya no se desborda, Jardines de Kensington no es una pesadilla sino una reflexión lúcida que no tiene miedo de ahondar en lo peor, lo más vergonzoso del ser humano, ya sea en el amor, la muerte, las relaciones entre padres e hijos, el miedo a nosotros mismos... y la culpa, "la culpa todopoderosa como motor de la maquinaria que impulsa la mayoría de nuestras acciones".
Leer a Fresán no es un acto ni agradable ni agradecido porque, si somos lectores activos y honestos, implica un enfrentamiento a lo que no nos gusta y nos empeñamos en esconder. Aun así, creo que la lectura de Jardines de Kensington es altamente recomendable para la estimulación de la inteligencia y la conciencia de la realidad.
Este es el tema entorno al cual gira el argumento de Jardines de Kensington, cuya estructura se basa en la oposición de dos historias constantemente entrecruzadas. Por un lado, la que narra la creación del personaje de Peter Pan por el escritor James Matthew Barry, contada de forma tanto más impactante cuanto que resulta estar bien ceñida a los hechos reales que tejieron la vida del autor inglés. Peter Pan nació como un regalo a los hermanos Llewelyn Davies, a los que Barry adoró porque le permitieron crear un mundo a su medida, vivir como en un cuento, negarse a crecer. Muy rápidamente, el personaje se convirtió en un clásico en el que se refugian o reflejan tantos niños como adultos, fieles a una Neverland que nunca pierden de vista. Es preciso aclarar que todo esto está muy por encima de la utilización que la psicología de aficionados ha hecho del personaje, convirtiéndolo en un simple mito de la inmadurez. Peter Pan es mucho más que eso, como se encarga de descubrirnos a través de las páginas de la novela el narrador y protagonista de la segunda historia que teje el argumento, un escritor londinense, nacido en los años sesenta, víctima de la psicodelia alucinógena de sus padres y la culpa creativa de la muerte de su hermano. Como resultado de esta infancia experimental y a raíz de la lectura de Peter Pan, el narrador decide que él tampoco crecerá nunca, y se acaba convirtiendo en un escritor superventas de literatura infantil. Las aventuras de su personaje, Jim Yang, y la cronocicleta con la que viaja en el tiempo, mantienen en vilo al mundo entero.
La manera en que se mezclan ambas historias es lo que da a la novela la fuerza orgullosa que exhibe, una fuerza que me dejó exhausta en Mantra (Mondadori, 2000) y que aquí resulta mucho más contenida y, por ello, placentera. Fresán ya no se desborda, Jardines de Kensington no es una pesadilla sino una reflexión lúcida que no tiene miedo de ahondar en lo peor, lo más vergonzoso del ser humano, ya sea en el amor, la muerte, las relaciones entre padres e hijos, el miedo a nosotros mismos... y la culpa, "la culpa todopoderosa como motor de la maquinaria que impulsa la mayoría de nuestras acciones".
Leer a Fresán no es un acto ni agradable ni agradecido porque, si somos lectores activos y honestos, implica un enfrentamiento a lo que no nos gusta y nos empeñamos en esconder. Aun así, creo que la lectura de Jardines de Kensington es altamente recomendable para la estimulación de la inteligencia y la conciencia de la realidad.
2.04.2006
Ferdydurke
Por
blanca gago domínguez
Empecé esta novela de Witold Gombrowicz (en la edición de Seix Barral, 2001) convencida, en primer lugar, del papel fundamental que, según el común acuerdo de la crítica, juega el libro en la literatura argentina del siglo XX. En segundo lugar, sentía una gran curiosidad por acercarme a un texto que, en realidad, es fruto del empeño delirante de una panda de locos ajedrecistas del café Rex, en la calle Corrientes, a finales de los años 40. Gombrowicz había escrito Ferdydurke en polaco, su lengua materna, antes de llegar a Argentina, país en el que permanecería hasta su muerte, no por casualidad. Arrastrado por este grupo de entusiastas admiradores, emprendió junto a ellos la traducción a una lengua que no dominaba, y el resultado fue una re-escritura, una re-creación, una novela distinta que en realidad poco tiene que ver con el original. Con los años, Ferdydurke se convierte en una obra conocida y respetada por la crítica, y Gombrowicz, en un autor cuya importancia en la literatura argentina ya no se discute.
Ricardo Piglia y Ernesto Sábato, entre otros, afirman que esta proyección o trasvase entre las literaturas polaca y argentina es posible gracias a que ambas viven situaciones parecidas en condiciones sociohistóricas equivalentes, y adolecen así de lo que constituye la principal razón por la que Gombrowicz escribió Ferdydurke: la Inmadurez. En el prólogo a la primera edición en castellano, publicada en 1947, el autor desarrolla esta idea de la manera siguiente:
"Es un hecho que los hombres están obligados a ocultar su inmadurez, pues a la exteriorización sólo se presta lo que ya está maduro en nosotros. Ferdydurke plantea esta pregunta: ¿no veis que vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que podéis expresar no corresponde a vuestra realidad íntima? Mientras fingís ser maduros vivís, en realidad, en un mundo bien distinto. Si no lográis juntar de algún modo más estrecho esos dos mundos, la cultura será siempre para vosotros un instrumento de engaño" (página 16)
Así, pues, Ferdydurke es una novela en que se acepta esa inmadurez inherente al ser humano y se utiliza como punto de partida de una búsqueda formal y existencial que supera con desdén las formas literarias clásicas: la retórica fosilizada, las convenciones lingüísticas, las reglas escritas y tácitas que empantanan una literatura y le impiden avanzar. Es decir, la inmadurez es un motor de fuerza, no un defecto del que debamos avergonzarnos, y ahí se basa su crítica a las literaturas con complejo de inferioridad, como la polaca o la argentina.
Esta búsqueda constante, que rechaza las fórmulas establecidas del lenguaje, crea una dinámica de progresión de la novela que poco tiene que ver con las disposiciones tradicionales del argumento, las coordenadas fijas espacio-temporales, el desarrollo de los personajes... Ferdydurke es una novela inesperada en la que las palabras ya no significan lo de siempre. Cada frase es un golpe, una sacudida al código lingüístico establecido en la que se ve el delirio vocacional del grupito del café Rex que, entre partida y partida de ajedrez, escribió y discutió con Gombrowicz cada línea de la novela. El resultado es un libro vertiginoso, lleno de sorpresas y difícil, muy difícil, porque el cuestionamiento de la forma está constantemente presente, y exhibe una lucidez apabullante plantando cara al absurdo. En ese sentido, el autor apunta lo siguiente:
"En vez de esconder mi insuficiencia cultural, mi dependencia de la esfera interior y los móviles personales de mi trabajo, como lo hacen otros autores, los desnudé con toda crudeza y además demostré mi propia inconformidad con la forma de la obra: el lector puede ver cómo me enloquece la tiranía de las formas idiomáticas, el mecanismo del estilo, la construcción y la armonización de las partes, etc..." (página 20)
Ante una novela así, el lector sólo puede agachar la cabeza ante la valentía del autor y, como en toda novela existencialista, darse el gusto de extraer sus conclusiones, aplicables a una conducta propia, una decisión original, unos principios vitales.
Ricardo Piglia y Ernesto Sábato, entre otros, afirman que esta proyección o trasvase entre las literaturas polaca y argentina es posible gracias a que ambas viven situaciones parecidas en condiciones sociohistóricas equivalentes, y adolecen así de lo que constituye la principal razón por la que Gombrowicz escribió Ferdydurke: la Inmadurez. En el prólogo a la primera edición en castellano, publicada en 1947, el autor desarrolla esta idea de la manera siguiente:
"Es un hecho que los hombres están obligados a ocultar su inmadurez, pues a la exteriorización sólo se presta lo que ya está maduro en nosotros. Ferdydurke plantea esta pregunta: ¿no veis que vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que podéis expresar no corresponde a vuestra realidad íntima? Mientras fingís ser maduros vivís, en realidad, en un mundo bien distinto. Si no lográis juntar de algún modo más estrecho esos dos mundos, la cultura será siempre para vosotros un instrumento de engaño" (página 16)
Así, pues, Ferdydurke es una novela en que se acepta esa inmadurez inherente al ser humano y se utiliza como punto de partida de una búsqueda formal y existencial que supera con desdén las formas literarias clásicas: la retórica fosilizada, las convenciones lingüísticas, las reglas escritas y tácitas que empantanan una literatura y le impiden avanzar. Es decir, la inmadurez es un motor de fuerza, no un defecto del que debamos avergonzarnos, y ahí se basa su crítica a las literaturas con complejo de inferioridad, como la polaca o la argentina.
Esta búsqueda constante, que rechaza las fórmulas establecidas del lenguaje, crea una dinámica de progresión de la novela que poco tiene que ver con las disposiciones tradicionales del argumento, las coordenadas fijas espacio-temporales, el desarrollo de los personajes... Ferdydurke es una novela inesperada en la que las palabras ya no significan lo de siempre. Cada frase es un golpe, una sacudida al código lingüístico establecido en la que se ve el delirio vocacional del grupito del café Rex que, entre partida y partida de ajedrez, escribió y discutió con Gombrowicz cada línea de la novela. El resultado es un libro vertiginoso, lleno de sorpresas y difícil, muy difícil, porque el cuestionamiento de la forma está constantemente presente, y exhibe una lucidez apabullante plantando cara al absurdo. En ese sentido, el autor apunta lo siguiente:
"En vez de esconder mi insuficiencia cultural, mi dependencia de la esfera interior y los móviles personales de mi trabajo, como lo hacen otros autores, los desnudé con toda crudeza y además demostré mi propia inconformidad con la forma de la obra: el lector puede ver cómo me enloquece la tiranía de las formas idiomáticas, el mecanismo del estilo, la construcción y la armonización de las partes, etc..." (página 20)
Ante una novela así, el lector sólo puede agachar la cabeza ante la valentía del autor y, como en toda novela existencialista, darse el gusto de extraer sus conclusiones, aplicables a una conducta propia, una decisión original, unos principios vitales.
1.22.2006
Estrella distante
Por
blanca gago domínguez
Sigo con Bolaño, en este caso con el Bolaño precursor de sus dos grandes novelas, Los detectives salvajes y 2666. En su afán por interrelacionar obras y personajes, lo cual llega a entusiasmar a muchos de sus lectores, aunque sólo sea por el placer de descubrir paralelismos y conexiones ya secretas, ya evidentes, a medida que leemos las diferentes novelas que componen la obra de Bolaño, Estrella distante (Anagrama, 1996) enlaza con el último capítulo de La literatura nazi en América mediante un nexo que queda establecido desde el principio con estas líneas:
"En el último capítulo de mi novela La literatura nazi en América se narraba tal vez demasiado esquemáticamente (no pasaba de las veinte páginas) la historia del teniente Ramírez Hoffman, de la FACH. Esta historia me la contó mi compatriota Arturo B, veterano de las guerras floridas y suicida en África, quien no quedó satisfecho del resultado final. El último capítulo de La literatura nazi servía como contrapunto, acaso como anticlímax del grotesco literario que lo precedía, y Arturo deseaba una historia más larga, no espejo ni explosión de otras historias sino espejo y explosión en sí misma. Así pues, nos encerramos durante un mes y medio en mi casa de Blanes y con el último capítulo en mano y al dictado de sus sueños y pesadillas compusimos la novela que el lector tiene ahora ante sí. Mi función se redujo a preparar bebidas, consultar algunos libros, y discutir, con él y con el fantasma cada día más vivo de Pierre Menard, la validez de muchos párrafos repetidos."
Arturo B, Arturo Belano, el protagonista de Los detectives salvajes es, pues, el narrador de esta historia, compuesta según lo dicho aquí arriba al dictado de sus propios sueños y pesadillas. No al dictado literal, en todo caso, cuyo resultado, creo, sería formalmente más parecido a Amberes que a la novela que nos ocupa aquí. No es éste un texto onírico o irreal, enrevesado o ilógico. Muy al contrario, la estructura de Estrella distante se nos aparece espléndida, y revela una historia en la mejor línea del Bolaño más conocido, más celebrado, que presta su voz a este alterónimo Arturo Belano, escritor chileno que malvive en Barcelona y se ve forzado a recordar a un hombre que conoció en 1972, antes del golpe militar, cuando acudía a los talleres literarios de la Universidad con otros poetas jóvenes. El hombre que recuerda era frío y brillante, de ojos como prestados, y estaba siempre por encima del resto de jóvenes que escribían poemas y soñaban con un futuro en clave marxista. Este hombre, Alberto Ruiz-Tagle o Carlos Wieder, es el centro alrededor del cual se desarrolla la novela: todos lo buscan, lo recuerdan de uno u otro modo, se preguntan quién fue, qué quiso, dónde está. Por qué hizo lo que hizo. Bolaño describe la historia de una estética que quiso revolucionar la poesía, más allá de toda moral, y para ello recurre (sí, también) al género clásico de la novela negra: hay un misterio y debe resolverse cuanto antes. Ésa es la base del ritmo, que crece o decrece según su voluntad. En medio, cabe de todo: cartas que no se contestan, personajes que dejan su profunda mirada un instante y luego desaparecen, muerte, horror, y por encima de todo, arte concebido como una forma de vida más allá de cualquier otra cosa.
En este sentido, Estrella distante es un reencuentro con el Bolaño de siempre, el más fácilmente reconocible, el dueño de esa voz que atrapa y agita porque está viva y tiene tanta fuerza que es imposible escapar a su influjo. Pero no más que eso. No hay que buscar otras voces, otras sorpresas, otros caminos... sólo la cadencia que ya nos es tan familiar (¿por eso los "párrafos repetidos" del texto introductorio?), porque ya no es posible olvidarse de Los detectives salvajes ni de 2666.
"En el último capítulo de mi novela La literatura nazi en América se narraba tal vez demasiado esquemáticamente (no pasaba de las veinte páginas) la historia del teniente Ramírez Hoffman, de la FACH. Esta historia me la contó mi compatriota Arturo B, veterano de las guerras floridas y suicida en África, quien no quedó satisfecho del resultado final. El último capítulo de La literatura nazi servía como contrapunto, acaso como anticlímax del grotesco literario que lo precedía, y Arturo deseaba una historia más larga, no espejo ni explosión de otras historias sino espejo y explosión en sí misma. Así pues, nos encerramos durante un mes y medio en mi casa de Blanes y con el último capítulo en mano y al dictado de sus sueños y pesadillas compusimos la novela que el lector tiene ahora ante sí. Mi función se redujo a preparar bebidas, consultar algunos libros, y discutir, con él y con el fantasma cada día más vivo de Pierre Menard, la validez de muchos párrafos repetidos."
Arturo B, Arturo Belano, el protagonista de Los detectives salvajes es, pues, el narrador de esta historia, compuesta según lo dicho aquí arriba al dictado de sus propios sueños y pesadillas. No al dictado literal, en todo caso, cuyo resultado, creo, sería formalmente más parecido a Amberes que a la novela que nos ocupa aquí. No es éste un texto onírico o irreal, enrevesado o ilógico. Muy al contrario, la estructura de Estrella distante se nos aparece espléndida, y revela una historia en la mejor línea del Bolaño más conocido, más celebrado, que presta su voz a este alterónimo Arturo Belano, escritor chileno que malvive en Barcelona y se ve forzado a recordar a un hombre que conoció en 1972, antes del golpe militar, cuando acudía a los talleres literarios de la Universidad con otros poetas jóvenes. El hombre que recuerda era frío y brillante, de ojos como prestados, y estaba siempre por encima del resto de jóvenes que escribían poemas y soñaban con un futuro en clave marxista. Este hombre, Alberto Ruiz-Tagle o Carlos Wieder, es el centro alrededor del cual se desarrolla la novela: todos lo buscan, lo recuerdan de uno u otro modo, se preguntan quién fue, qué quiso, dónde está. Por qué hizo lo que hizo. Bolaño describe la historia de una estética que quiso revolucionar la poesía, más allá de toda moral, y para ello recurre (sí, también) al género clásico de la novela negra: hay un misterio y debe resolverse cuanto antes. Ésa es la base del ritmo, que crece o decrece según su voluntad. En medio, cabe de todo: cartas que no se contestan, personajes que dejan su profunda mirada un instante y luego desaparecen, muerte, horror, y por encima de todo, arte concebido como una forma de vida más allá de cualquier otra cosa.
En este sentido, Estrella distante es un reencuentro con el Bolaño de siempre, el más fácilmente reconocible, el dueño de esa voz que atrapa y agita porque está viva y tiene tanta fuerza que es imposible escapar a su influjo. Pero no más que eso. No hay que buscar otras voces, otras sorpresas, otros caminos... sólo la cadencia que ya nos es tan familiar (¿por eso los "párrafos repetidos" del texto introductorio?), porque ya no es posible olvidarse de Los detectives salvajes ni de 2666.
1.10.2006
Amberes
Por
blanca gago domínguez
"Escribí este libro para mí mismo, y ni de eso estoy muy seguro. Durante mucho tiempo sólo fueron páginas sueltas que releía y tal vez corregía convencido de que no tenía tiempo. ¿Pero tiempo para qué? Era incapaz de explicarlo con precisión. Escribí este libro para los fantasmas, que son los únicos que tienen tiempo porque están fuera del tiempo (...)"
Bajo el título "Anarquía total: veintidós años después", así empieza Roberto Bolaño el prefacio a Amberes (Anagrama, 2002). De este modo, el lector queda avisado desde el principio de que éste no es un libro del tipo al que nos tiene acostumbrados Bolaño, y a medida que pasan las páginas, se da cuenta efectivamente de que no lo es. Amberes resulta al final una sucesión de fragmentos enloquecidos, imágenes oníricas con un fuerte contenido emocional y sexual, obsesiones situadas en la carretera que va de Castelldefels a Barcelona. Las escenas no siguen ningún hilo lógico o narrativo, son breves como destellos y sólo ahí reside su fuerza, la posibilidad de transmitir tantas emociones en tan pocas líneas. De otro modo, con la presencia de un hilo lineal impuesto por el desarrollo de las escenas hacia textos más largos y estructurados, la carga emocional tendría que disminuir su intensidad en función de la sostenibilidad de la obra. Así, Amberes debe leerse como una demostración de fuerza muy íntima en realidad, una voluntad de echar afuera los miedos y ascos y recuerdos envenenados mediante una prosa casi poética pero bien contundente. En este sentido, se trata de un libro para el lector curioso, atrapado por la figura tan atractiva de Bolaño y que, cautivado por las historias que se cuentan en Los detectives salvajes o 2666, desee hurgar un poco, ir más allá pero de otra manera.
Todo escritor tiene sus fantasmas, que siempre lo acompañan, a veces lo aterran y otras le dan una fuerza que nunca encontraría en otro lado, y los de Bolaño se pasean a sus anchas por Amberes. Qué distintas son estas voces de aquellas que ganaban concursos en Llamadas telefónicas, por ejemplo. Éstas son apenas susurros o aullidos, lamentos sórdidos y miserables de un policía, una chica siempre demasiado joven, un jorobadito mexicano, un escritor extranjero (¿el propio Bolaño?). Las voces de estas figuras que aparecen y desaparecen sin avisar a lo largo de los fragmentos son lo único que da unidad al texto. Y poco más: el escenario, la atmósfera onírica y marginal...el Bolaño más oscuro está aquí, congelado fuera del tiempo, como señala en su prefacio. Contemplarlo, y sobre todo sumergirse en su pesadilla no es tarea fácil ni agradable. Quedan avisados.
Bajo el título "Anarquía total: veintidós años después", así empieza Roberto Bolaño el prefacio a Amberes (Anagrama, 2002). De este modo, el lector queda avisado desde el principio de que éste no es un libro del tipo al que nos tiene acostumbrados Bolaño, y a medida que pasan las páginas, se da cuenta efectivamente de que no lo es. Amberes resulta al final una sucesión de fragmentos enloquecidos, imágenes oníricas con un fuerte contenido emocional y sexual, obsesiones situadas en la carretera que va de Castelldefels a Barcelona. Las escenas no siguen ningún hilo lógico o narrativo, son breves como destellos y sólo ahí reside su fuerza, la posibilidad de transmitir tantas emociones en tan pocas líneas. De otro modo, con la presencia de un hilo lineal impuesto por el desarrollo de las escenas hacia textos más largos y estructurados, la carga emocional tendría que disminuir su intensidad en función de la sostenibilidad de la obra. Así, Amberes debe leerse como una demostración de fuerza muy íntima en realidad, una voluntad de echar afuera los miedos y ascos y recuerdos envenenados mediante una prosa casi poética pero bien contundente. En este sentido, se trata de un libro para el lector curioso, atrapado por la figura tan atractiva de Bolaño y que, cautivado por las historias que se cuentan en Los detectives salvajes o 2666, desee hurgar un poco, ir más allá pero de otra manera.
Todo escritor tiene sus fantasmas, que siempre lo acompañan, a veces lo aterran y otras le dan una fuerza que nunca encontraría en otro lado, y los de Bolaño se pasean a sus anchas por Amberes. Qué distintas son estas voces de aquellas que ganaban concursos en Llamadas telefónicas, por ejemplo. Éstas son apenas susurros o aullidos, lamentos sórdidos y miserables de un policía, una chica siempre demasiado joven, un jorobadito mexicano, un escritor extranjero (¿el propio Bolaño?). Las voces de estas figuras que aparecen y desaparecen sin avisar a lo largo de los fragmentos son lo único que da unidad al texto. Y poco más: el escenario, la atmósfera onírica y marginal...el Bolaño más oscuro está aquí, congelado fuera del tiempo, como señala en su prefacio. Contemplarlo, y sobre todo sumergirse en su pesadilla no es tarea fácil ni agradable. Quedan avisados.
1.06.2006
Sobre héroes y tumbas
Por
blanca gago domínguez
No es fácil escribir acerca de esta novela aquí, porque cualquier trabajo de síntesis objetiva por mi parte resultará, francamente, incompleto e inexacto. Así, pues, voy a tratar de ceñirme al relato de mis impresiones tras la lectura de esta segunda parte de la trilogía novelística de Ernesto Sábato -que empieza con El túnel y acaba con Abbadón, el exterminador-. Sobre héroes y tumbas se publicó en 1961 en Buenos Aires, ciudad que asoma latiendo en cada página, en cada escena, y se impone en nuestra visión de lectores, se yergue desafiante por mucho que nunca hayamos estado allí. La ciudad profunda aparece en todas sus dimensiones, desde los miradores al alcantarillado, como pieza clave donde se desenvuelven las ansias de los personajes. La ciudad en un aquí y ahora, coordenadas con que estos personajes se sitúan en el mundo en circunstancias determinadas. Sábato no elude el peronismo, las diferencias sociales, el subte, los viejos de los parques... muy al contrario, utiliza todos estos elementos y los absorbe para lograr un testimonio integral: la realidad de Buenos Aires en los años 60 fundida con un espacio de sueño, delirio, pesadillas universales y atemporales que acechan cada noche en una piecita, en un caserón abandonado. En esa fusión reside uno de los aspectos de la grandeza de esta novela.
A partir de la ciudad, Sábato habla de la argentinidad como sentimiento, esa nostalgia permanente de haber perdido lo que nunca se llegó a tener, una sensación que cada personaje desarrolla a su manera para mostrar o intentar ocultar sus carencias, sus miedos, sus frustraciones. De ahí el sarcasmo, la violencia, el doble juego que nos lleva a uno de los motivos de la novela: la máscara.
"siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo de trágico, quizá hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso"
Sábato se pregunta qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, ante nuestra conciencia, enfrentados a un yo que, como en el caso de Fernando Vidal, uno de los personajes clave de la novela y artífice del "Informe sobre ciegos" (parte III de Sobre héroes y tumbas), puede deformarse y metamorfosearse continuamente. O como Alejandra, la otra gran protagonista, atormentada por fuerzas extrañas, oscuras, destructivas contra las que a veces no es posible ni siquiera luchar. Fernando y Alejandra desarrollan a lo largo de la novela una relación cuya evolución y complejidad el lector no puede más que intuir, y ahí residen su fuerza y su tragedia, su atracción. Un padre y una hija con un pasado oscuro, que se odian hasta la muerte, se aman hasta el incesto, se destruyem mediante un fuego purificador... y todo ello narrado por la velada emoción de Bruno, las impresiones entrecortadas de Martín, las palabras desgarradoras de Alejandra y la obsesión por los ciegos de Fernando, que es la esencia de la novela y que se condensa en frase como ésta:
"La noche, la infancia, las tinieblas, el terror y la sangre, sangre, carne y sangre, los sueños, abismos, abismos insondables, soledad soledad soledad, tocamos pero estamos a distancias inconmesurables, tocamos pero estamos solos".
Sobre héroes y tumbas es una novela conmovedora y trágica. Lo que se propone Sábato, y lo consigue con creces, es sacudir y despertar al lector, de modo que éste, al acabar la lectura, ya no sea el mismo, igual que el escritor no lo fue al acabar de escribir. Pero lo más emocionante y admirable de la narración es que logra superar la maldición latente de la resignación, y aunque la felicidad absoluta no existe, como nos hacían creer de chicos, sí es posible apreciar y disfrutar las pequeñas felicidades, las que narra Hortensia Paz, esos frágiles y fugaces momentos de amor o de éxtasis que el arte es capaz de eternizar. Y ésta es la única felicidad que existe en medio del perpetuo desencuentro que es la vida. Así, Ernesto Sábato cumple lo que él mismo definió como "novela profunda":
"Una novela profunda surge frente a situaciones límite de la existencia, dolorosas encrucijadas en que intuimos la insoslayable presencia de la muerte. En medio de un temblor existencial, la obra es nuestro intento, jamás del todo logrado, por reconquistar la unidad inefable de la vida"
(de Antes del Fin)
A partir de la ciudad, Sábato habla de la argentinidad como sentimiento, esa nostalgia permanente de haber perdido lo que nunca se llegó a tener, una sensación que cada personaje desarrolla a su manera para mostrar o intentar ocultar sus carencias, sus miedos, sus frustraciones. De ahí el sarcasmo, la violencia, el doble juego que nos lleva a uno de los motivos de la novela: la máscara.
"siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo de trágico, quizá hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso"
Sábato se pregunta qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, ante nuestra conciencia, enfrentados a un yo que, como en el caso de Fernando Vidal, uno de los personajes clave de la novela y artífice del "Informe sobre ciegos" (parte III de Sobre héroes y tumbas), puede deformarse y metamorfosearse continuamente. O como Alejandra, la otra gran protagonista, atormentada por fuerzas extrañas, oscuras, destructivas contra las que a veces no es posible ni siquiera luchar. Fernando y Alejandra desarrollan a lo largo de la novela una relación cuya evolución y complejidad el lector no puede más que intuir, y ahí residen su fuerza y su tragedia, su atracción. Un padre y una hija con un pasado oscuro, que se odian hasta la muerte, se aman hasta el incesto, se destruyem mediante un fuego purificador... y todo ello narrado por la velada emoción de Bruno, las impresiones entrecortadas de Martín, las palabras desgarradoras de Alejandra y la obsesión por los ciegos de Fernando, que es la esencia de la novela y que se condensa en frase como ésta:
"La noche, la infancia, las tinieblas, el terror y la sangre, sangre, carne y sangre, los sueños, abismos, abismos insondables, soledad soledad soledad, tocamos pero estamos a distancias inconmesurables, tocamos pero estamos solos".
Sobre héroes y tumbas es una novela conmovedora y trágica. Lo que se propone Sábato, y lo consigue con creces, es sacudir y despertar al lector, de modo que éste, al acabar la lectura, ya no sea el mismo, igual que el escritor no lo fue al acabar de escribir. Pero lo más emocionante y admirable de la narración es que logra superar la maldición latente de la resignación, y aunque la felicidad absoluta no existe, como nos hacían creer de chicos, sí es posible apreciar y disfrutar las pequeñas felicidades, las que narra Hortensia Paz, esos frágiles y fugaces momentos de amor o de éxtasis que el arte es capaz de eternizar. Y ésta es la única felicidad que existe en medio del perpetuo desencuentro que es la vida. Así, Ernesto Sábato cumple lo que él mismo definió como "novela profunda":
"Una novela profunda surge frente a situaciones límite de la existencia, dolorosas encrucijadas en que intuimos la insoslayable presencia de la muerte. En medio de un temblor existencial, la obra es nuestro intento, jamás del todo logrado, por reconquistar la unidad inefable de la vida"
(de Antes del Fin)
12.28.2005
Segundos afuera
Por
blanca gago domínguez
Definitivamente, la literatura argentina está pasando por una etapa de excelente salud que todos, en todos los sentidos, deberíamos aprovechar más. Además de los consagrados e indiscutibles Piglia o Aira, los más recientes, como Pauls o Fresán, me resultan mucho más apetecibles que la mayoría de propuestas peninsulares. Una vez más, la literatura española debería mirar mejor al otro lado del océano porque allí está otra vez la salvación. El último cable llega de la mano de Martín Kohan con su novela Segundos afuera (Editorial Sudamericana, 2005), cuya lectura me ha impedido realizar cualquier otra actividad desde que abrí la primera página hasta que cerré la última. Estructuralmente, es una novela trepidante, construida en torno a un motivo central: el combate de boxeo que tuvo lugar el 4 de septiembre de 1923 en Nueva York entre el estadounidense Jack Dempsey y el argentino Luis Ángel Firpo, con injusta vistoria del primero y consecuente derrota nacional para Argentina, que ya Cortázar abordó en La vuelta al día en ochenta mundos.
Por esas mismas fechas, la Filarmónica de Viena, dirigida por Richard Strauss, aterrizaba en Buenos Aires para realizar una gira interpretando las sinfonías de Gustav Mahler. Cincuenta años después, con motivo del aniversario de un triste periódico de provincias, dos periodistas conversan acerca del combate y la gira de la orquesta, y de la posible conexión que pudieron tener a partir de la muerte de uno de los músicos la misma noche del combate. En diecisiete segundos (tantos como capítulos tiene la novela), Demsey fue proyectado fuera del cuadrilátero para volver por su propio pie y acabar ganando el combate. En esos segundos, narrados con una desbordante intensidad en la novela, varias voces se encuentran y se proyectan años más tarde, en las conversaciones de los periodistas, antagónicos y representantes de la oposición del arte frente a la cultura de masas, y aún más allá, en el cierre final de la novela, que ata los cabos recogidos de forma impecable.
Lo mejor de Segundos afuera es el contraste entre los hechos y los tiempos que se enfrentan, que marcan un ritmo de vértigo, con las pausas justas establecidas por los diálogos entre los dos perdiodistas, que son una cuidada mezcla entre ironía y pesimismo (es decir, las dos caras de una misma moneda, brillando por igual). La música de Mahler, la determinación inexcusable que lleva a la victoria frente a la debilidad, el papel del azar que al final siempre es menor de lo que pensábamos...todas las voces construyen una sinfonía perfecta acerca del ser humano, tocada sin concesiones, con un arrojo y un empeño que lo arrastran todo, incluida la pasividad del lector voluble: Kohan sienta, clava y deja exhausto a todo aquel que preste el oído.
Por esas mismas fechas, la Filarmónica de Viena, dirigida por Richard Strauss, aterrizaba en Buenos Aires para realizar una gira interpretando las sinfonías de Gustav Mahler. Cincuenta años después, con motivo del aniversario de un triste periódico de provincias, dos periodistas conversan acerca del combate y la gira de la orquesta, y de la posible conexión que pudieron tener a partir de la muerte de uno de los músicos la misma noche del combate. En diecisiete segundos (tantos como capítulos tiene la novela), Demsey fue proyectado fuera del cuadrilátero para volver por su propio pie y acabar ganando el combate. En esos segundos, narrados con una desbordante intensidad en la novela, varias voces se encuentran y se proyectan años más tarde, en las conversaciones de los periodistas, antagónicos y representantes de la oposición del arte frente a la cultura de masas, y aún más allá, en el cierre final de la novela, que ata los cabos recogidos de forma impecable.
Lo mejor de Segundos afuera es el contraste entre los hechos y los tiempos que se enfrentan, que marcan un ritmo de vértigo, con las pausas justas establecidas por los diálogos entre los dos perdiodistas, que son una cuidada mezcla entre ironía y pesimismo (es decir, las dos caras de una misma moneda, brillando por igual). La música de Mahler, la determinación inexcusable que lleva a la victoria frente a la debilidad, el papel del azar que al final siempre es menor de lo que pensábamos...todas las voces construyen una sinfonía perfecta acerca del ser humano, tocada sin concesiones, con un arrojo y un empeño que lo arrastran todo, incluida la pasividad del lector voluble: Kohan sienta, clava y deja exhausto a todo aquel que preste el oído.
12.25.2005
El Pasado
Por
blanca gago domínguez
Esta novela de Alan Pauls, ganadora del Premio Herralde 2003, no es tanto un tratado sobre el amor a la manera de Stendhal, como sus primeros capítulos parecen esforzarse en demostrar mediante el uso de fórmulas de abstracción y extrapolación a veces un tanto pretenciosas, como una fabulación enrevesada que resulta de la mezcla a partes iguales del amor y la locura. Siguiendo una tendencia propia, Pauls crea personajes monstruosos, complejos y de una personalidad y coherencia muy fuertes, y en El pasado la protagonista femenina, Sofía, es la representación suprema de esta tendencia. Sofía es una Mujer que Ama Demasiado y que, tras separarse de Rímini, con el que ha convivido durante doce años, está dispuesta a lo-que-sea para que él vuelva a su lado.
La diferencia entre los personajes de El pasado y los de Wasabi, la anterior novela del autor, es que en ésta última resultan inquietantes en todo momento, son sublimes y mantienen un halo de misterio y elevación desdeñosa totalmente admirable. Exacto, son personajes para admirar. En cambio, en El pasado, y quizá debido simplemente a la extensión de la novela (551 páginas dan para desvelar mucha miseria y sacar mucho trapo sucio), la tensión es irregular y en ocasiones sufre altibajos bastante bruscos, con lo cual la reputación de los personajes protagonistas se acaba resintiendo. Sofía se vuelve pesada por momentos, y pasa de visionaria irreprochable a neurótica amargada con demasiado poca dificultad. Sus cartas, las cartas que escribe a Rímini a lo largo de los años (porque la historia de amor dura mucho, pero la lucha por recuperarlo para demostrar que nunca se extinguió dura tanto o más) siempre expresan una voz firme y original: es evidente que a Sofía le gusta escribir y lo hace bien. Sin embargo, su comportamiento a lo largo de la novela, sus apariciones intermitentes en la vida de Rímini, que es el hilo conductor, advirtiéndole constantemente que nadie va a conocerlo nunca como ella, recordándole un pasado común que él se empeña en dejar atrás sin éxito, adolecen de una tendencia a la repetición y acaban resultando casi monótonos en ocasiones, lo cual es una lástima porque la novela es muy buena, y sería excelente si no mostrara precisamente estas irregularidades. Es como si Pauls no hubiera ajustado bien la progresión temporal, y así nos mantiene en compás de espera demasiado tiempo, el interés decae y el ceño se me acaba frunciendo. O quizá es que no he sabido sumergirme en las lagunas del estancamiento argumental de las que otros quizá sepan disfrutar con placer. Es posible. En todo caso, para mí es una lástima que Pauls no haya conseguido esta vez mantener una tensión ambiental que en Wasabi resultaba de una perfección intachable. Quizá se acabó enredando entre tanto despecho y tanto desplante, y luego le costaba mucho salir ileso. Estos temas resultan siempre tan delicados... sobre todo cuando pretender ser exhaustivos.
La diferencia entre los personajes de El pasado y los de Wasabi, la anterior novela del autor, es que en ésta última resultan inquietantes en todo momento, son sublimes y mantienen un halo de misterio y elevación desdeñosa totalmente admirable. Exacto, son personajes para admirar. En cambio, en El pasado, y quizá debido simplemente a la extensión de la novela (551 páginas dan para desvelar mucha miseria y sacar mucho trapo sucio), la tensión es irregular y en ocasiones sufre altibajos bastante bruscos, con lo cual la reputación de los personajes protagonistas se acaba resintiendo. Sofía se vuelve pesada por momentos, y pasa de visionaria irreprochable a neurótica amargada con demasiado poca dificultad. Sus cartas, las cartas que escribe a Rímini a lo largo de los años (porque la historia de amor dura mucho, pero la lucha por recuperarlo para demostrar que nunca se extinguió dura tanto o más) siempre expresan una voz firme y original: es evidente que a Sofía le gusta escribir y lo hace bien. Sin embargo, su comportamiento a lo largo de la novela, sus apariciones intermitentes en la vida de Rímini, que es el hilo conductor, advirtiéndole constantemente que nadie va a conocerlo nunca como ella, recordándole un pasado común que él se empeña en dejar atrás sin éxito, adolecen de una tendencia a la repetición y acaban resultando casi monótonos en ocasiones, lo cual es una lástima porque la novela es muy buena, y sería excelente si no mostrara precisamente estas irregularidades. Es como si Pauls no hubiera ajustado bien la progresión temporal, y así nos mantiene en compás de espera demasiado tiempo, el interés decae y el ceño se me acaba frunciendo. O quizá es que no he sabido sumergirme en las lagunas del estancamiento argumental de las que otros quizá sepan disfrutar con placer. Es posible. En todo caso, para mí es una lástima que Pauls no haya conseguido esta vez mantener una tensión ambiental que en Wasabi resultaba de una perfección intachable. Quizá se acabó enredando entre tanto despecho y tanto desplante, y luego le costaba mucho salir ileso. Estos temas resultan siempre tan delicados... sobre todo cuando pretender ser exhaustivos.
12.16.2005
Textos de Macedonio Fernández
Por
blanca gago domínguez
Este argentino discreto y silencioso, al que los grandes veneran pero nunca reconocen lo suficiente, escribió a lo largo de su vida una serie de textos muy heterogéneos, algunos tan difíciles de abordar como de encontrar en las librerías españolas. Hace poco me topé por casualidad con una antología que la Editorial Corregidor publicó en 2004 de la obra de Macedonio Fernández, que lleva por título Textos selectos y comprende varios relatos cortos, dos novelas, cuentos y poemas, además de una buena selección de textos que a veces recuerdan a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna (contemporáneo y gran amigo de Macedonio):
"Pobrecito el cosmos, ¡me da una lástima!; se le cae todo. Habría que aconsejarle que cambie de mucamo."
"Chica extraviada que pregunta a un transeúnte:¿No vio pasar a una señora que no iba con una chica como yo?"
o
"Habiendo tantísimas personas interesantes ¿por qué preferimos admirarnos a nosotros mismos?"
Después de una atenta lectura de esta antología (Macedonio es exigente y requiere tiempo y tranquilidad), me asaltan dos convicciones complementarias: por una parte, la de haber estado implicada directamente en la construcción del texto en tanto que lectora. El autor piensa constantemente en su lector y se dirige a él con familiaridad, lo llama, lo invoca, le hace guiños, siente una empatía con él que le hace escribir cosas cómo ésta:
"Ningún autor tuvo la visión de la tortura del lector después de la palabra FIN. Nadie se cuidó de ese momento. Por primera vez lo hago yo, que sé que en obras que enamoran el lector quiso siempre dos páginas más que desacaten la palabra FIN. E, ido el libro, se queden junto al lector."
(Cuánta razón tiene...¡Con qué determinación me negué a aceptar que había llegado al final de Rayuela o de Los detectives salvajes!)
La segunda certeza que tengo tras haber leído estos textos es que Macedonio Fernández es uno de los escritores que mejor emplean el humor de todos los que conozco. Un humor que es una ética personal, una forma de indagación, una metafísica. Mediante el disparate y la subversión de las convicciones establecidas, el autor argentino construye una visión congruente del mundo y del papel que desempeña en él la literatura, visión que toma prestadas bases de las Vanguardias pero siempre se mantiene en una perspectiva totalmente personal. Y así consigue rasgar, arañar en la lucidez y alcanzarnos un poco con que poder indagar en las situaciones cotidianas, el amor, el sufrimiento, la muerte... porque Macedonio es, básicamente, un escritor metafísico, y sus novelas o cuentos no presentan el desarrollo básico introducción-nudo-desenlace, sino que evolucionan en torno a una idea y se arman siempre a partir de la colaboración imprescindible entre autor y lector (en este sentido, Adriana Buenos Aires Y Museo de la Novela de la Eterna son un claro ejemplo).
Estos Textos selectos son, pues, una invitación al placer de la lectura inteligente, sosegada y agradecida, donde la pieza más importante es uno mismo. Eso sí, el placer aparece siempre y cuando uno sea capaz de asumir el riesgo que todo esto conlleva.
"Pobrecito el cosmos, ¡me da una lástima!; se le cae todo. Habría que aconsejarle que cambie de mucamo."
"Chica extraviada que pregunta a un transeúnte:¿No vio pasar a una señora que no iba con una chica como yo?"
o
"Habiendo tantísimas personas interesantes ¿por qué preferimos admirarnos a nosotros mismos?"
Después de una atenta lectura de esta antología (Macedonio es exigente y requiere tiempo y tranquilidad), me asaltan dos convicciones complementarias: por una parte, la de haber estado implicada directamente en la construcción del texto en tanto que lectora. El autor piensa constantemente en su lector y se dirige a él con familiaridad, lo llama, lo invoca, le hace guiños, siente una empatía con él que le hace escribir cosas cómo ésta:
"Ningún autor tuvo la visión de la tortura del lector después de la palabra FIN. Nadie se cuidó de ese momento. Por primera vez lo hago yo, que sé que en obras que enamoran el lector quiso siempre dos páginas más que desacaten la palabra FIN. E, ido el libro, se queden junto al lector."
(Cuánta razón tiene...¡Con qué determinación me negué a aceptar que había llegado al final de Rayuela o de Los detectives salvajes!)
La segunda certeza que tengo tras haber leído estos textos es que Macedonio Fernández es uno de los escritores que mejor emplean el humor de todos los que conozco. Un humor que es una ética personal, una forma de indagación, una metafísica. Mediante el disparate y la subversión de las convicciones establecidas, el autor argentino construye una visión congruente del mundo y del papel que desempeña en él la literatura, visión que toma prestadas bases de las Vanguardias pero siempre se mantiene en una perspectiva totalmente personal. Y así consigue rasgar, arañar en la lucidez y alcanzarnos un poco con que poder indagar en las situaciones cotidianas, el amor, el sufrimiento, la muerte... porque Macedonio es, básicamente, un escritor metafísico, y sus novelas o cuentos no presentan el desarrollo básico introducción-nudo-desenlace, sino que evolucionan en torno a una idea y se arman siempre a partir de la colaboración imprescindible entre autor y lector (en este sentido, Adriana Buenos Aires Y Museo de la Novela de la Eterna son un claro ejemplo).
Estos Textos selectos son, pues, una invitación al placer de la lectura inteligente, sosegada y agradecida, donde la pieza más importante es uno mismo. Eso sí, el placer aparece siempre y cuando uno sea capaz de asumir el riesgo que todo esto conlleva.
12.11.2005
Bartleby
Por
blanca gago domínguez
En el aeropuerto de Barcelona, esperando un avión que nunca llega, leo Bartleby en una edición de Penguin de 1986 que reúne varios relatos cortos de Herman Melville, Benito Cereno o Billy Budd, sailor entre ellos. La única vez que me acerqué a Melville fue en un intento de asomo a Moby Dick, cuando debía de tener unos diez años. Fue una mala elección (provocada seguramente por algún adulto que no había leído la novela pero estaba convencido de que a los niños nos encantaba): me aburrí enseguida y abandoné el libro; desde entonces, Melville había permanecido muy lejano. Sin embargo, la lectura de Bartleby ha sido como un proceso de rencuentro con algo desconocido pero muy familiar, como si la huella del escritor hubiera estado medio escondida, agazapada en otras lecturas, otros cuentos, otras historias que ahora me es imposible recordar. Pero todo me suena desde que empiezo a leer: la voz del abogado pragmático que se alza en narrador, la angustiosa relación que mantiene con el escribiente que contrata, Bartleby (el cual se irá revelando como su lado oscuro, su opuesto, su reverso); incluso me resultan familiares las palabras que éste repite como una cantinela: "I would prefer not to...". Dejando a un lado el rastro que Melville haya podido dejar en la literatura contemporánea, que seguro es importante pero no me propongo siquiera vislumbrar aquí, lo que me resulta terriblemente cercano es, sobre todo, ese miedo y su consecuente rechazo a una vida demasiado intolerable. Bartleby encarna la inacción, el estacionamiento que no le obliga a tomar partido: siempre se queda quieto donde está pero no por decisión propia, sino por falta de alternativas. Es aterrador ver cómo un hombre escoge voluntariamente mirar hacia las paredes muertas y dar la espalda a cualquier signo de vida.
Al leer el cuento de Melville he tenido una sensación parecida a la que recuerdo, sobre todo, con la lectura de los cuentos de Kafka: esa angustia impotente que llega a confundir realidad y ficción. La empatía que en este caso se establece entre narrador y lector y el sufrimiento casi agónico que acompaña la lectura del relato son la mayor prueba de la validez universal de Melville, que al escribir Bartleby estaba mostrando crudamente el miedo y la atracción que supone enfrentarse a la negación de la vida humana.
Al leer el cuento de Melville he tenido una sensación parecida a la que recuerdo, sobre todo, con la lectura de los cuentos de Kafka: esa angustia impotente que llega a confundir realidad y ficción. La empatía que en este caso se establece entre narrador y lector y el sufrimiento casi agónico que acompaña la lectura del relato son la mayor prueba de la validez universal de Melville, que al escribir Bartleby estaba mostrando crudamente el miedo y la atracción que supone enfrentarse a la negación de la vida humana.
La geografía literaria de Marsé
Por
blanca gago domínguez
Recién llegada a Barcelona me decidí a visitar el Kosmópolis, subtitulado Fiesta Internacional de la Literatura, con ocasión de la charla que Juan Marsé y el catedrático Lluís Izquierdo aportan a la serie "Geografías literarias del Raval" (antes Barrio Chino). Siempre he sido reacia a encontrarme cara a cara a los escritores que me gustan mucho por temor a la decepción. No olvido la profunda antipatía que me causó Juan Goytisolo en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona hace ya muchos años. Seguro que el pobre tenía un mal día, estaba cansado y harto de preguntas estúpidas, pero desde entonces una extraña desidia se apodera de mí cuando intento leer sus artículos, ya no digamos sus libros, que devoraba hasta el fatídico encuentro. Por tanto, después de comprobar que a los escritores hay que conocerlos y tratarlos por escrito, soy profundamente escrupulosa y selectiva con las conferencias y charlas a las que acudo.
En este caso, la apuesta era difícil porque Juan Marsé es para mí un escritor muy cercano, del que he leído prácticamente todo, hasta las novelas más flojas como El amante bilingüe. Me queda muy próximo su mundo imaginario mezclado con la realidad de barrio pobre barcelonés, así como sus ideas acerca de la prosa transparente como ideal de escritura -aquélla en la que no repara el lector, porque queda invisibilizada en favor de la historia, pero al mismo tiempo le permite ver lo que lee. Así que mi temor era justificado ante lo que podía encontrarme, pero enseguida respiré tranquila: Marsé parece, más que un escritor, el tipo simpático que uno puede encontrarse en cualquier bar de la esquina, y no tardó en meter en cintura a Lluís Izquierdo, empeñado en ejercer de catedrático en todo momento. El escritor se dedicó a echar por tierra sin contemplaciones las intrincadas simbologías que Izquierdo proponía para sus novelas; incluso amenazó con adoptar la actitud de Juan Rulfo, quien tras una larga disertación de su interlocutor sobre la ausencia de rasgos físicos en sus personajes, declaró escuetamente: "Claro que no tienen rostro. Son muertitos".
Marsé ha sido siempre un escritor de la vida más que de la literatura, uno de los que escogen a Dickens antes que a Joyce. Durante la charla, una vez que Izquierdo optó por callarse, en el público pudimos recrear las figuras del Pijoaparte y de Teresa, y la relación que fraguaron en la Barcelona franquista, en un Raval al que los señoritos acudían atraídos por los bajos fondos, como los Barrales y Giles de Biedma amigos de Marsé. Hoy ya no hay charnegos en la ciudad, sino inmigrantes, y las Teresas no guardan la virginidad como algo fundamental... Hoy Barcelona se ve tan "maca" que a veces no es capaz de mirarse al espejo. Por eso es importante que gente como Marsé sigan vivos y en activo, para recordar qué había antes y de dónde viene tanta modernidad.
En este caso, la apuesta era difícil porque Juan Marsé es para mí un escritor muy cercano, del que he leído prácticamente todo, hasta las novelas más flojas como El amante bilingüe. Me queda muy próximo su mundo imaginario mezclado con la realidad de barrio pobre barcelonés, así como sus ideas acerca de la prosa transparente como ideal de escritura -aquélla en la que no repara el lector, porque queda invisibilizada en favor de la historia, pero al mismo tiempo le permite ver lo que lee. Así que mi temor era justificado ante lo que podía encontrarme, pero enseguida respiré tranquila: Marsé parece, más que un escritor, el tipo simpático que uno puede encontrarse en cualquier bar de la esquina, y no tardó en meter en cintura a Lluís Izquierdo, empeñado en ejercer de catedrático en todo momento. El escritor se dedicó a echar por tierra sin contemplaciones las intrincadas simbologías que Izquierdo proponía para sus novelas; incluso amenazó con adoptar la actitud de Juan Rulfo, quien tras una larga disertación de su interlocutor sobre la ausencia de rasgos físicos en sus personajes, declaró escuetamente: "Claro que no tienen rostro. Son muertitos".
Marsé ha sido siempre un escritor de la vida más que de la literatura, uno de los que escogen a Dickens antes que a Joyce. Durante la charla, una vez que Izquierdo optó por callarse, en el público pudimos recrear las figuras del Pijoaparte y de Teresa, y la relación que fraguaron en la Barcelona franquista, en un Raval al que los señoritos acudían atraídos por los bajos fondos, como los Barrales y Giles de Biedma amigos de Marsé. Hoy ya no hay charnegos en la ciudad, sino inmigrantes, y las Teresas no guardan la virginidad como algo fundamental... Hoy Barcelona se ve tan "maca" que a veces no es capaz de mirarse al espejo. Por eso es importante que gente como Marsé sigan vivos y en activo, para recordar qué había antes y de dónde viene tanta modernidad.
12.03.2005
Última hornada de literatura francesa
Por
blanca gago domínguez
Después de Franckfurt me llegan cuatro novelas francesas como propuestas de traducción, y lo que leo me preocupa. Hace tiempo que había comprobado que la literatura en Francia pasaba por un período mediocre, insulso y terriblemente gris, pero con estas últimas novedades advierto que la situación es más grave de lo que creía. Salvo Houellebecq y Pennac, que son dos casos excepcionales sobre los que habría que discutir largamente en otra parte, no hay un solo novelista que pueda considerarse realmente bueno, y mucho menos exportable. Hay cositas por aquí y por allá, como las que tengo sobre mi mesa, pero nada que impresione, conmueva, exprese o indague en serio, se arriesgue, sufra...un panorama desolador que incita al bostezo, lo cual es triste porque la literatura francesa no puede apoyarse sólo en sus coetáneas francófonas (a las que, encima de todo, se atreve aún a despreciar) para contribuir a la necesaria contrapartida frente a la literatura anglófona, con el fin de que la tradición novelística europea se mantenga equilibrada. Recién leo el último Premio Goncourt, Trois jours chez ma mère (Grasset, 2005), de Francois Weyergans; una novela entretenida sobre un escritor que se siente culpable por diversos motivos. Lo mejor son las descripciones de los encuentros con sus numerosas amantes. Ya está.
La joya de Gallimard en la feria fue Waltenberg, de Hédi Kaddour, de la cual ni siquiera he podido llegar al capítulo segundo. Trincheras de 1914 y un hombre que busca desesperadamente a una mujer. No ha sido capaz de suscitarme la más mínima emoción. Fuera.
También han llegado a mis manos Le tiroir à cheveux (P.O.L, 2005) de Emmanuelle Pagano, a quien no conocía; otra novelita gris sobre una madre adolescente y su hijo con parálisis cerebral, y, por último, L'apprentissage, de Raphaël Majan (P.O.L, 2005), que cuenta en clave de humor la historia de un comisario empeñado en hacer justicia por su cuenta. El humor francés de los últimos años me parece altamente peligroso. Alguien debería impedir que Alexandre Jardin escribiera un solo chiste más. Los de Majan son sólo un poco más elaborados, lo cual no quiere decir que lleguen a ser graciosos en ningún momento. ¿Dónde quedó Queneau? ¿Qué hicieron con él? ¿Qué pasó con Céline? ¿Y con Boris Vian y el Instituto de la Patafísica (pero ¿por qué tenemos que remontarnos tan atrás?). Creo firmemente que la literatura francesa necesita una buena sacudida, una rebelión desde la base a partir de, entre otras cosas, la ironía y la mejor tradición novelística del siglo pasado. Ya que Kaddour rescata en Waltenberg la figura de Alain Fournier y su obra maestra El Gran Meaulnes, ¿por qué no lo lee detenidamente y aprende algo? Y así con todas las figuras, y fueron muchas, que dieron un nuevo sentido a la literatura e introdujeron la novela en la modernidad. No quiero seguir leyendo a Gide ni a Camus por más tiempo...Alguien tiene que hacer algo.
La joya de Gallimard en la feria fue Waltenberg, de Hédi Kaddour, de la cual ni siquiera he podido llegar al capítulo segundo. Trincheras de 1914 y un hombre que busca desesperadamente a una mujer. No ha sido capaz de suscitarme la más mínima emoción. Fuera.
También han llegado a mis manos Le tiroir à cheveux (P.O.L, 2005) de Emmanuelle Pagano, a quien no conocía; otra novelita gris sobre una madre adolescente y su hijo con parálisis cerebral, y, por último, L'apprentissage, de Raphaël Majan (P.O.L, 2005), que cuenta en clave de humor la historia de un comisario empeñado en hacer justicia por su cuenta. El humor francés de los últimos años me parece altamente peligroso. Alguien debería impedir que Alexandre Jardin escribiera un solo chiste más. Los de Majan son sólo un poco más elaborados, lo cual no quiere decir que lleguen a ser graciosos en ningún momento. ¿Dónde quedó Queneau? ¿Qué hicieron con él? ¿Qué pasó con Céline? ¿Y con Boris Vian y el Instituto de la Patafísica (pero ¿por qué tenemos que remontarnos tan atrás?). Creo firmemente que la literatura francesa necesita una buena sacudida, una rebelión desde la base a partir de, entre otras cosas, la ironía y la mejor tradición novelística del siglo pasado. Ya que Kaddour rescata en Waltenberg la figura de Alain Fournier y su obra maestra El Gran Meaulnes, ¿por qué no lo lee detenidamente y aprende algo? Y así con todas las figuras, y fueron muchas, que dieron un nuevo sentido a la literatura e introdujeron la novela en la modernidad. No quiero seguir leyendo a Gide ni a Camus por más tiempo...Alguien tiene que hacer algo.
12.02.2005
Amantes y reinas
Por
blanca gago domínguez
La historia de Francia desde el siglo XVI hasta el XVIII, con la Revolución Francesa y el guillotinamiento de María Antonieta como guinda, está enfocada de manera original en este ensayo de Benedetta Craveri (subtitulado El poder de las mujeres), que está teniendo un inesperado éxito en Italia y muy pronto aparecerá en español en Siruela y en el Fondo de Cultura Económica.
Merece la pena sumergirse en la historia con ensayos como éste, riguroso pero con un punto de chisme y picante, un lenguaje divertido pero de lo más cuidado...y es que el tema da para mucho. A pesar de que los libros "sobre mujeres de..." suelen ser peligrosos y hay que andarse con cuidado, aseguro que éste es una excepción: salvo en el capítulo primero, que hace las veces de prólogo y es en realidad prescindible, el discurso feministo-rencoroso-reivindicativo tan latoso y destructor de la buena literatura está bien ausente. Por tanto, el ensayo de Craveri es altamente recomendable para todos aquellos que deseen considerar por un rato que la historia no tiene por qué ser pesada y aburrida; muy al contrario, buceando apenas podemos encontrar joyas increíbles pero atestiguadas. De hecho, todo depende de la perspectiva de aproximación, y la que utiliza la autora en Amantes y reinas es sumamente interesante, impúdica y en ocasiones incluso morbosa, sin llegar a perder nunca el rigor. Cada capítulo del ensayo está dedicado a una mujer de la historia, desde Diane de Poitiers (amante de Enrique IV) hasta la reina María Antonieta (mujer de Luis XVI), ya sea por su condición de "favorita" del rey de turno o bien por tratarse de la reina consorte o regente. Así pasamos por Catalina de Medicis, a quien, en medio de terribles luchas entre católicos y protestantes, todos los hijos se le morían pese a recurrir con fervor a la magia negra, o precisamente por eso; también nos acercamos a la bella y tierna Ana de Austria, famosa por ser la reina de D'Artagnan y los Tres Mosqueteros (aunque, por cierto, Dumas no fue nada verídico en su novela); nos enteramos de los secretos eróticos de Madame de Montespan o Madame du Barry, una prostituta que acabó convertida en amante del insaciable Luis XV y que terminó guillotinada por culpa de su afición a las joyas, que la traicionó...
Normalmente, las amantes con sangre fría, apasionadas pero calculadoras y ambiciosas, como la célebre Madame Pompadour, podían permanecer veinte años al lado del rey y ejercer una notable influencia en las decisiones socio-políticas desde la sombra o a plena luz...Otras, las enamoradas e ingenuas como Louise de la Valliére, acababan encerradas en un convento. Los retratos literarios de estos personajes históricos, bien trazados y ensamblados en el marco político correspondiente y encadenados por escrupuloso orden cronológico, son un raro hallazgo al que resulta interesante asomar, aunque sólo sea para percibir la sensación de vacuidad e injusticia que puede producir el relato de los entresijos del poder en la Corte francesa. Ponen punto final al libro las últimas palabras de María Antonieta, que ante la muerte mostró un coraje grave y sereno del que nunca había dado prueba en vida:
"He sido condenada, no a una muerte vergonzosa, porque esta muerte es vergonzosa sólo para los criminales, simplemente a morir; inocente como soy, espero mostrar en el momento extremo la necesaria firmeza. Estoy tranquila como cuando la conciencia no lamenta nada; me disgusta profundamente abandonar a mis pobres hijos, que espero tomen ejemplo de nosotros ¡cuánto consuelo nos ha dado la amistad en las desgracias! (...) Que mi hijo no olvide nunca las últimas palabras de su padre: "No intentes nunca vengar mi muerte". (p.375)
Merece la pena sumergirse en la historia con ensayos como éste, riguroso pero con un punto de chisme y picante, un lenguaje divertido pero de lo más cuidado...y es que el tema da para mucho. A pesar de que los libros "sobre mujeres de..." suelen ser peligrosos y hay que andarse con cuidado, aseguro que éste es una excepción: salvo en el capítulo primero, que hace las veces de prólogo y es en realidad prescindible, el discurso feministo-rencoroso-reivindicativo tan latoso y destructor de la buena literatura está bien ausente. Por tanto, el ensayo de Craveri es altamente recomendable para todos aquellos que deseen considerar por un rato que la historia no tiene por qué ser pesada y aburrida; muy al contrario, buceando apenas podemos encontrar joyas increíbles pero atestiguadas. De hecho, todo depende de la perspectiva de aproximación, y la que utiliza la autora en Amantes y reinas es sumamente interesante, impúdica y en ocasiones incluso morbosa, sin llegar a perder nunca el rigor. Cada capítulo del ensayo está dedicado a una mujer de la historia, desde Diane de Poitiers (amante de Enrique IV) hasta la reina María Antonieta (mujer de Luis XVI), ya sea por su condición de "favorita" del rey de turno o bien por tratarse de la reina consorte o regente. Así pasamos por Catalina de Medicis, a quien, en medio de terribles luchas entre católicos y protestantes, todos los hijos se le morían pese a recurrir con fervor a la magia negra, o precisamente por eso; también nos acercamos a la bella y tierna Ana de Austria, famosa por ser la reina de D'Artagnan y los Tres Mosqueteros (aunque, por cierto, Dumas no fue nada verídico en su novela); nos enteramos de los secretos eróticos de Madame de Montespan o Madame du Barry, una prostituta que acabó convertida en amante del insaciable Luis XV y que terminó guillotinada por culpa de su afición a las joyas, que la traicionó...
Normalmente, las amantes con sangre fría, apasionadas pero calculadoras y ambiciosas, como la célebre Madame Pompadour, podían permanecer veinte años al lado del rey y ejercer una notable influencia en las decisiones socio-políticas desde la sombra o a plena luz...Otras, las enamoradas e ingenuas como Louise de la Valliére, acababan encerradas en un convento. Los retratos literarios de estos personajes históricos, bien trazados y ensamblados en el marco político correspondiente y encadenados por escrupuloso orden cronológico, son un raro hallazgo al que resulta interesante asomar, aunque sólo sea para percibir la sensación de vacuidad e injusticia que puede producir el relato de los entresijos del poder en la Corte francesa. Ponen punto final al libro las últimas palabras de María Antonieta, que ante la muerte mostró un coraje grave y sereno del que nunca había dado prueba en vida:
"He sido condenada, no a una muerte vergonzosa, porque esta muerte es vergonzosa sólo para los criminales, simplemente a morir; inocente como soy, espero mostrar en el momento extremo la necesaria firmeza. Estoy tranquila como cuando la conciencia no lamenta nada; me disgusta profundamente abandonar a mis pobres hijos, que espero tomen ejemplo de nosotros ¡cuánto consuelo nos ha dado la amistad en las desgracias! (...) Que mi hijo no olvide nunca las últimas palabras de su padre: "No intentes nunca vengar mi muerte". (p.375)
11.25.2005
El último lector
Por
blanca gago domínguez
Piglia escribe en el epílogo de este proyecto de autobiografía ficticia (también describe así el conjunto de textos que componen Formas breves, reseñado aquí):
"Mi propia vida de lector está presente y por eso este libro es, acaso, el más personal y el más íntimo de todos los que he escrito"
(p.190 en la edición de Anagrama, 2005)
Más que una historia de la lectura o del papel del lector en la literatura, lo cual seguiría el camino trazado hace ya muchos años por las escuelas de la Estética de la Recepción, El último lector repasa algunos momentos del acto de leer dentro mismo de la literatura. Así, por ejemplo, vemos a Anna Karenina con su linterna y su manta, acomodada en el tren y sumergida en una novela inglesa (es verdad que los trenes, más que cualquier otro medio de transporte, incitan a la lectura), o nos adentramos en la escena de la despedida de Bloom y Molly en el Ulysses, cuando ella lee tras haber sido infiel a su marido. Piglia también recurre a una figura asidua en sus divagaciones, Franz Kafka, y otra mítica, Ernesto "Che" Guevara, para retratar dos vidas tan distintas y sin embargo tan paralelas en algo fundamental: ambos entienden el sentido posible de sus vidas a través del texto, uno al escribir, otro al leer. Lo mismo que muchos personajes literarios, cuyo extremo caricaturesco estaría representado por Don Quijote y Emma Bovary en lo referente a la lectura de novelas. Estos dos personajes representarían el punto en que la lectura se convierte en algo peligroso:
"el que lee ha quedado marcado, (...) quiere alcanzar la intensidad que encuentra en la ficción" (p.143)
Dejando a un lado esta confusión extrema entre realidad y ficción y contemplada en ambos casos como una forma de demencia, lo que Piglia intenta defender en este libro, y de ahí quizá su afirmación de que se trata de su texto más íntimo, es lo que ya dejó trazado Alberto Manguel de forma bien sencilla en su "ensayo sobre las palabras y el mundo" titulado En el bosque del espejo (Alianza, 2001). Manguel enfocaba ahí la lectura como posibilidad de formarse una coherencia del mundo (por muy difícil que sea de alcanzar, o vislumbrar siquiera en ocasiones), es decir, cree en la existencia de una ética de la lectura, una responsabilidad que debemos poner cada uno de nosotros como receptores cada vez que extraemos una conclusión, un aprendizaje, un placer, de un libro. Un compromiso, como diría Sartre.
Es cierto que Piglia no aporta prácticamente ninguna idea nueva, y tampoco lo pretende. Lo que resulta interesante, y él lo sabe y lo explora, es su facilidad para acercarse a las figuras sagradas de la ficción literaria para dialogar y experimentar con ellas, en una especie de ejercicio de ensalzamiento y desmitificación a la vez que da mucho juego, y es sano, es estimulante y divertido. Siempre es bueno leer a Piglia, aunque sea simplemente por tener un rato de conversación amena.
"Mi propia vida de lector está presente y por eso este libro es, acaso, el más personal y el más íntimo de todos los que he escrito"
(p.190 en la edición de Anagrama, 2005)
Más que una historia de la lectura o del papel del lector en la literatura, lo cual seguiría el camino trazado hace ya muchos años por las escuelas de la Estética de la Recepción, El último lector repasa algunos momentos del acto de leer dentro mismo de la literatura. Así, por ejemplo, vemos a Anna Karenina con su linterna y su manta, acomodada en el tren y sumergida en una novela inglesa (es verdad que los trenes, más que cualquier otro medio de transporte, incitan a la lectura), o nos adentramos en la escena de la despedida de Bloom y Molly en el Ulysses, cuando ella lee tras haber sido infiel a su marido. Piglia también recurre a una figura asidua en sus divagaciones, Franz Kafka, y otra mítica, Ernesto "Che" Guevara, para retratar dos vidas tan distintas y sin embargo tan paralelas en algo fundamental: ambos entienden el sentido posible de sus vidas a través del texto, uno al escribir, otro al leer. Lo mismo que muchos personajes literarios, cuyo extremo caricaturesco estaría representado por Don Quijote y Emma Bovary en lo referente a la lectura de novelas. Estos dos personajes representarían el punto en que la lectura se convierte en algo peligroso:
"el que lee ha quedado marcado, (...) quiere alcanzar la intensidad que encuentra en la ficción" (p.143)
Dejando a un lado esta confusión extrema entre realidad y ficción y contemplada en ambos casos como una forma de demencia, lo que Piglia intenta defender en este libro, y de ahí quizá su afirmación de que se trata de su texto más íntimo, es lo que ya dejó trazado Alberto Manguel de forma bien sencilla en su "ensayo sobre las palabras y el mundo" titulado En el bosque del espejo (Alianza, 2001). Manguel enfocaba ahí la lectura como posibilidad de formarse una coherencia del mundo (por muy difícil que sea de alcanzar, o vislumbrar siquiera en ocasiones), es decir, cree en la existencia de una ética de la lectura, una responsabilidad que debemos poner cada uno de nosotros como receptores cada vez que extraemos una conclusión, un aprendizaje, un placer, de un libro. Un compromiso, como diría Sartre.
Es cierto que Piglia no aporta prácticamente ninguna idea nueva, y tampoco lo pretende. Lo que resulta interesante, y él lo sabe y lo explora, es su facilidad para acercarse a las figuras sagradas de la ficción literaria para dialogar y experimentar con ellas, en una especie de ejercicio de ensalzamiento y desmitificación a la vez que da mucho juego, y es sano, es estimulante y divertido. Siempre es bueno leer a Piglia, aunque sea simplemente por tener un rato de conversación amena.
11.24.2005
Puras mentiras
Por
blanca gago domínguez
Me acerqué a esta novela con el recuerdo de la buenísima impresión que me dejó un cuento que leí hace poco del mismo autor, el argentino Juan Forn. El cuento se llamaba "El karma de ciertas chicas" y puede leerse en www.literatura.org/Forn/Karma.html
Me gustó por la frescura (en todos los sentidos)de la voz del narrador; el estilo indirecto libre está tan bien construido que no pude sino reconocer que el tipo protagonista resultaba encantador a pesar de que, objetivamente, se acercaba más a la categoría de chulo asqueroso. En fin, dejo a un lado este aspecto tan peliagudo y paso a hablar de la novela Puras mentiras (Alfaguara, 2001) que, simplemente, me ha decepcionado por varias razones que expongo a continuación. Así como el cuento está perfectamente estructurado y el discurso narrativo permanece en tensión continua, lo cual mantiene el interés y la sonrisa del lector a lo largo de todo el texto, esta novela es descaradamente irregular: contiene fragmentos buenos o quizá medio interesantes, pero hay otros muchos que sobran, se desparraman, se diluyen y acaban aburriendo sobremanera. Da la impresión de que Forn se pierde por momentos y algunas veces le cuesta mucho volver al camino, abrir de nuevo la marcha. La relación entre los protagonistas de la novela, una lolita llamada Nieves y el deprimente Zavala, no acaba de funcionar. No se sabe bien qué es lo que los une tan irremediablemente, por qué no dejan de pronunciar esas frases cursis de tan magníficas que aspiran a ser.
En este libro nadie es feliz y debe demostrarlo continuamente, así que los diálogos e interacciones entre los personajes, que viven en un pueblo olvidado de la costa argentina llamado Pampa del Mar, acaban perdiendo interés. Y el final sorprende por lo ingenuo: la niña acaba convertida en una estrella de teleseries. En fin, me he llevado una gran decepción con Juan Forn como novelista, y eso que la sinopsis de la contraportada prometía:
"Existen muchos modos de curarse de la desgracia y del amor. Los personajes de este libro han elegido dos: el viaje y la mentira".
Me gustó por la frescura (en todos los sentidos)de la voz del narrador; el estilo indirecto libre está tan bien construido que no pude sino reconocer que el tipo protagonista resultaba encantador a pesar de que, objetivamente, se acercaba más a la categoría de chulo asqueroso. En fin, dejo a un lado este aspecto tan peliagudo y paso a hablar de la novela Puras mentiras (Alfaguara, 2001) que, simplemente, me ha decepcionado por varias razones que expongo a continuación. Así como el cuento está perfectamente estructurado y el discurso narrativo permanece en tensión continua, lo cual mantiene el interés y la sonrisa del lector a lo largo de todo el texto, esta novela es descaradamente irregular: contiene fragmentos buenos o quizá medio interesantes, pero hay otros muchos que sobran, se desparraman, se diluyen y acaban aburriendo sobremanera. Da la impresión de que Forn se pierde por momentos y algunas veces le cuesta mucho volver al camino, abrir de nuevo la marcha. La relación entre los protagonistas de la novela, una lolita llamada Nieves y el deprimente Zavala, no acaba de funcionar. No se sabe bien qué es lo que los une tan irremediablemente, por qué no dejan de pronunciar esas frases cursis de tan magníficas que aspiran a ser.
En este libro nadie es feliz y debe demostrarlo continuamente, así que los diálogos e interacciones entre los personajes, que viven en un pueblo olvidado de la costa argentina llamado Pampa del Mar, acaban perdiendo interés. Y el final sorprende por lo ingenuo: la niña acaba convertida en una estrella de teleseries. En fin, me he llevado una gran decepción con Juan Forn como novelista, y eso que la sinopsis de la contraportada prometía:
"Existen muchos modos de curarse de la desgracia y del amor. Los personajes de este libro han elegido dos: el viaje y la mentira".
10.22.2005
Una vida francesa
Por
blanca gago domínguez
Esta novela de Jean-Paul Dubois (Tropismos, 2005) es la ganadora del Prix Fémina 2004 y, desde luego, un libro que merece haberse publicado en español y no simplemente otra novela ganadora de uno de los muchos premios con que los franceses pretenden muchas veces dar un prestigio injustificado a su narrativa (el mismo problema, pero de mayor gravedad, ocurre en España).
Jean-Paul Dubois nació en Toulouse en 1950 y ha publicado numerosas novelas, de las cuales sólo ésta se ha traducido al español. Es un escritor muy francés, en el mejor sentido de la palabra. Con esto quiero decir que escoge lo que mejor caracteriza la tradición narrativa contemporánea del país vecino y lo utiliza a su gusto, con un toque personal de simplicidad, ironía y autocrítica que relaja y divierte al lector desde el principio. La pomposidad, la suficiencia y la ciega tendencia a hacer de cualquier cosa algo muy serio y aburrido afectan, desgraciadamente, a muchos compatriotas de Dubois, algunos de un prestigio muy reconocido. Aunque ha habido excepciones de mayor o menor calidad, como Houellebecq, Pennac o Beigbeder, en general la narrativa francesa de los últimos años es bastante gris, y pienso que no ha sabido aprovechar la fuerza y las enseñanzas de la extraordinaria tradición novelística del siglo XX para desarrollarse. Está bien que todos hayan leído a Proust entero, pero quizá deberían acordarse más de Boris Vian y de Queneau, y, por encima de todo, ser más permeables a las influencias de otras literaturas extranjeras y de otras literaturas francófonas, desde la belga a la magrebí. Pero vuelvo a Una vida francesa, que es lo que nos ocupa aquí.
Jean-Paul Dubois retrata la vida de un hijo de la Vª República, en una novela donde cada capítulo corresponde a un mandato presidencial, desde Charles de Gaulle a Jacques Chirac. La sociedad francesa, con sus anhelos y contradicciones políticas, se refleja en la vida de Paul Blick, un niño triste que pasa a ser un joven comprometido con la izquierda para acabar casándose con una ambiciosa muchacha de familia burguesa, y criando a dos hijos de los que acaba distanciándose sin remedio para ponerse a fotografiar árboles con un éxito tremendo. Un día se da cuenta de que ya ha cumplido los cincuenta y se encuentra totalmente solo. En ese momento se descubre como un hombre extraño a sí mismo, por el que los años han ido pasando apenas rozándolo, un hombre que no ha hecho más que dejarse llevar por la vida y sus circunstancias. La novela traiciona al lector porque el tono festivo e irónico del principio, de los años de infancia y juventud, se va agravando con el paso del tiempo hasta dejarnos, al final, con un nudo en la garganta de lo más incómodo. Ahí reside la mayor cualidad de esta novela bien narrada, bien estructurada, con las sorpresas justas y un hilo conductor preciso y firme, que es un placer seguir hasta el final.
Jean-Paul Dubois nació en Toulouse en 1950 y ha publicado numerosas novelas, de las cuales sólo ésta se ha traducido al español. Es un escritor muy francés, en el mejor sentido de la palabra. Con esto quiero decir que escoge lo que mejor caracteriza la tradición narrativa contemporánea del país vecino y lo utiliza a su gusto, con un toque personal de simplicidad, ironía y autocrítica que relaja y divierte al lector desde el principio. La pomposidad, la suficiencia y la ciega tendencia a hacer de cualquier cosa algo muy serio y aburrido afectan, desgraciadamente, a muchos compatriotas de Dubois, algunos de un prestigio muy reconocido. Aunque ha habido excepciones de mayor o menor calidad, como Houellebecq, Pennac o Beigbeder, en general la narrativa francesa de los últimos años es bastante gris, y pienso que no ha sabido aprovechar la fuerza y las enseñanzas de la extraordinaria tradición novelística del siglo XX para desarrollarse. Está bien que todos hayan leído a Proust entero, pero quizá deberían acordarse más de Boris Vian y de Queneau, y, por encima de todo, ser más permeables a las influencias de otras literaturas extranjeras y de otras literaturas francófonas, desde la belga a la magrebí. Pero vuelvo a Una vida francesa, que es lo que nos ocupa aquí.
Jean-Paul Dubois retrata la vida de un hijo de la Vª República, en una novela donde cada capítulo corresponde a un mandato presidencial, desde Charles de Gaulle a Jacques Chirac. La sociedad francesa, con sus anhelos y contradicciones políticas, se refleja en la vida de Paul Blick, un niño triste que pasa a ser un joven comprometido con la izquierda para acabar casándose con una ambiciosa muchacha de familia burguesa, y criando a dos hijos de los que acaba distanciándose sin remedio para ponerse a fotografiar árboles con un éxito tremendo. Un día se da cuenta de que ya ha cumplido los cincuenta y se encuentra totalmente solo. En ese momento se descubre como un hombre extraño a sí mismo, por el que los años han ido pasando apenas rozándolo, un hombre que no ha hecho más que dejarse llevar por la vida y sus circunstancias. La novela traiciona al lector porque el tono festivo e irónico del principio, de los años de infancia y juventud, se va agravando con el paso del tiempo hasta dejarnos, al final, con un nudo en la garganta de lo más incómodo. Ahí reside la mayor cualidad de esta novela bien narrada, bien estructurada, con las sorpresas justas y un hilo conductor preciso y firme, que es un placer seguir hasta el final.
10.12.2005
Canto castrato
Por
blanca gago domínguez
Es un hecho aceptado por la mayoría que César Aira es uno de los mejores escritores argentinos vivos. También que se trata de un autor excéntrico, escurridizo, que vive en una ciudad llamada Coronel Pringles, donde nació en 1949. Su obra es extensísima pero a veces difícil de encontrar en España, donde quizá el libro más conocido sea Cómo me hice monja, publicado por Mondadori en 1998. Pero ha sido Canto castrato (Mondadori, 2003) la novela que ha caído en mis manos de un estante en una librería de Amsterdam, que de vez en cuando ofrece sorpresas cómo ésta. En ella se relata la historia de un castrado en 1738, cuya voz era la más perfecta que se había escuchado en los palcos de ópera de la Europa frívola y absolutista del siglo XVIII.
La prosa de César Aira recrea exquisitamente la figura frustrada pero sublime del Micchino, el castrado, en medio de una lucha de naciones donde el espionaje está dando sus primeros pasos gracias a las arias operísticas en clave. Sin embargo, el personaje triste pero lúcido del castrado está acompañado por una cohorte de individuos tan marginales como él: una mujer que sólo cosa vestidos con motivos de animales, un jorobado papista con un gran sentido de la orientación, un conde obsesionado con el té que simula mil maneras distintas de cojera... La originalidad de estos personajes, tan coherentes en sí mismos frente a la sociedad, produce fascinación porque ellos son lo único real y sólido en medio de una Europa vacía de sentido, construida a base de máscaras, juegos de espejos y equívocos en constante lucha. En la novela de Aira sólo lo raro es auténtico; sólo en los excéntricos, los distintos, los locos, podemos confiar. Y todo ello en una prosa totalmente desprovista de vulgaridad y tópicos, lo cual es un descanso en medio de tanta mediocridad. Incluso se atreve con un final feliz, concedido por el mismísimo Clemente XII, un hombre que sufre de la próstata y odia la música.
Aira cuida el detalle, perfecciona, modela, cambia de estilo, conjuga voces...todo para que nosotros, lectores, disfrutemos asistiendo a un proceso de narración increíble, pero real.
La prosa de César Aira recrea exquisitamente la figura frustrada pero sublime del Micchino, el castrado, en medio de una lucha de naciones donde el espionaje está dando sus primeros pasos gracias a las arias operísticas en clave. Sin embargo, el personaje triste pero lúcido del castrado está acompañado por una cohorte de individuos tan marginales como él: una mujer que sólo cosa vestidos con motivos de animales, un jorobado papista con un gran sentido de la orientación, un conde obsesionado con el té que simula mil maneras distintas de cojera... La originalidad de estos personajes, tan coherentes en sí mismos frente a la sociedad, produce fascinación porque ellos son lo único real y sólido en medio de una Europa vacía de sentido, construida a base de máscaras, juegos de espejos y equívocos en constante lucha. En la novela de Aira sólo lo raro es auténtico; sólo en los excéntricos, los distintos, los locos, podemos confiar. Y todo ello en una prosa totalmente desprovista de vulgaridad y tópicos, lo cual es un descanso en medio de tanta mediocridad. Incluso se atreve con un final feliz, concedido por el mismísimo Clemente XII, un hombre que sufre de la próstata y odia la música.
Aira cuida el detalle, perfecciona, modela, cambia de estilo, conjuga voces...todo para que nosotros, lectores, disfrutemos asistiendo a un proceso de narración increíble, pero real.
10.09.2005
La mujer de mi vida
Por
blanca gago domínguez
Esta es la segunda novela de Carla Guelfenbein, publicada por Alfaguara el mes pasado, y que ya se ha convertido en un enorme éxito de ventas en Chile y va camino de serlo también en España y en Europa, después de las traducciones que se contratarán seguramente en la próxima feria de Francfort, el 19 de octubre. ¿Un nuevo best-seller en lengua española? Es posible, sobre todo porque la novela es muy exportable, contiene elementos narrativos (personajes, situaciones, etc) fácilmente reconocibles por cualquier lector y utiliza un lenguaje de lo más accesible, por no decir facilón. Y todo esto, bien conjugado y aderezado, puede vender mucho.
Sin embargo, la exportabilidad en este caso actúa en detrimento de la propia historia, de la originalidad tan profunda que podría tener. Así, la primera impresión al acabar el libro es que resulta previsible, a ratos ñoño y a ratos excesivo o inverosímil o tergiversado. La superficialidad hace mella en la historia, que cuenta la relación que protagonizan dos hombres y una mujer en Londres en 1986 y se reencuentran en Chile quince años después. Los personajes están bien trazados y son fuertes, tienen personalidad pero a veces hablan y piensan de un modo demasiado cargado, como sobreactuado. Antonio es un chileno obsesionado por la lucha contra Pinochet; Theo es inglés, el mejor amigo de Antonio; Clara es otra exiliada chilena. Entre ellos se establece una relación compleja que desencadena una serie de acontecimientos dramáticos. En el clímax del reencuentro, quince años después de ser jóvenes y hacerse daño, es cuando de veras flojea la estructura, la tensión se escurre y el libro se echa a perder. En la relación de Antonio, Theo y Clara hay amor, odio, lealtades y traiciones, sacrificios, ideales... muchos sentimientos a flor de piel, y todos quieren asomar y jugar un papel, así que acabamos ligeramente mareados de tanta intensidad y tanta trascendencia. Suerte que el narrador es Theo, el más sereno del trío. Aun así, a Guelfenbein le falta pulir mucho su discurso narrativo, aprender a insinuar (debería consultar la teoría del iceberg de Hemingway) y a repartir la fuerza de la historia para que ésta permanezca equilibrada sin llegar a desbordarse. Pero en fin, la novela es salvable si nos encontramos en uno de esos momentos en que lo único que pedimos es una lectura fácil, evasora y terriblemente romántica.
Sin embargo, la exportabilidad en este caso actúa en detrimento de la propia historia, de la originalidad tan profunda que podría tener. Así, la primera impresión al acabar el libro es que resulta previsible, a ratos ñoño y a ratos excesivo o inverosímil o tergiversado. La superficialidad hace mella en la historia, que cuenta la relación que protagonizan dos hombres y una mujer en Londres en 1986 y se reencuentran en Chile quince años después. Los personajes están bien trazados y son fuertes, tienen personalidad pero a veces hablan y piensan de un modo demasiado cargado, como sobreactuado. Antonio es un chileno obsesionado por la lucha contra Pinochet; Theo es inglés, el mejor amigo de Antonio; Clara es otra exiliada chilena. Entre ellos se establece una relación compleja que desencadena una serie de acontecimientos dramáticos. En el clímax del reencuentro, quince años después de ser jóvenes y hacerse daño, es cuando de veras flojea la estructura, la tensión se escurre y el libro se echa a perder. En la relación de Antonio, Theo y Clara hay amor, odio, lealtades y traiciones, sacrificios, ideales... muchos sentimientos a flor de piel, y todos quieren asomar y jugar un papel, así que acabamos ligeramente mareados de tanta intensidad y tanta trascendencia. Suerte que el narrador es Theo, el más sereno del trío. Aun así, a Guelfenbein le falta pulir mucho su discurso narrativo, aprender a insinuar (debería consultar la teoría del iceberg de Hemingway) y a repartir la fuerza de la historia para que ésta permanezca equilibrada sin llegar a desbordarse. Pero en fin, la novela es salvable si nos encontramos en uno de esos momentos en que lo único que pedimos es una lectura fácil, evasora y terriblemente romántica.
10.03.2005
La velocidad de la luz
Por
blanca gago domínguez
Lo que más me gusta y más admiro de la escritura de Javier Cercas es lo que constituye, quizá, la base fundamental de sus libros o, en todo caso, de sus dos últimas novelas, Soldados de Salamina (Tusquets, 2000) y La velocidad de la luz (Tusquets, 2005): la perfecta estructura con la que están dotadas las historias. El modo en que se ensamblan los elementos de la novela; las dosis exactas de suspense, ternura, ética, nostalgia; los personajes y objetos que siempre están ahí por una razón importante... todo ello aparece extraordinariamente cuidado y desarrollado en esta última novela de Javier Cercas, con cuya voz me vuelvo a encontrar como si fuera una vieja conocida. En este sentido, el autor arriesga muy poco y vuelve a otorgar la función de narrador en primera persona a un tipo tan parecido a él mismo que no podemos dejar de preguntarnos qué detalles de su vida cotidiana y son entorno son reales y cuáles no. Cercas juega con este equívoco y lo explota, y así el lector lo siente más cercano y se identifica muy bien con él.
Así, pues, la identificación que se produce desde las primeras páginas es fácil, muy fácil, casi instantánea, natural. Cuando intento indagar en las razones de este hecho, sólo a primera vista sencillo, llego a la conclusión de que el narrador, un escritor y profesor universitario, es un tipo contradictorio, humilde, lúcido, orgulloso, con un punto sarcástico y grandes reservas de ironía que saca cuando le hace falta, es decir, se trata de un tipo que cualquiera de nosotros, los lectores, podríamos conocer y querer. También es muy importante el uso del lenguaje que hace Cercas: las páginas pasan sin apenas reparar en las palabras como elementos independientes... nada destaca, no hay frases ante las que sea apetecible o casi obligatorio detenerse y disfrutar, paladear y digerir. Se trata de un lenguaje escondido, agazapado, perfecto para leer a toda velocidad. Incluso las “frases bonitas” de las que habla el libro, ésas que están construidas para provocar un descanso en la lectura, una reflexión, también son llanas, simples, y ahí radica su inteligencia.
La historia de La velocidad de la luz es larga y compleja y no creo que valga la pena resumirla aquí. En realidad, la sucesión de acontecimientos queda relegada a un segundo plano por, como ya he dicho antes, la perfección estructural. La historia es una excusa para reflexionar sobre lo importante que es la influencia que pueden ejercer sobre nosotros algunas personas, por poco que hayamos hablado o compartido con ellas. Aparecen, nos dejan su poso, su germen, y se van sin hacer ruido. Entonces el germen comienza a crecer y acabamos debiéndoles una gran parte de lo que somos, quizá la mejor, y de alguna manera hemos de rendirles tributo. En La velocidad de la luz, el tributo es el propio libro, que cuenta la historia del hombre que hizo que el narrador se convirtiera en escritor.
Por todo ello es bueno leer a Javier Cercas, porque siempre nos ayuda a reconciliarnos un poco con nosotros mismos, y a recordarnos que por encima de las miserias humanas suele haber grandes gestos.
Así, pues, la identificación que se produce desde las primeras páginas es fácil, muy fácil, casi instantánea, natural. Cuando intento indagar en las razones de este hecho, sólo a primera vista sencillo, llego a la conclusión de que el narrador, un escritor y profesor universitario, es un tipo contradictorio, humilde, lúcido, orgulloso, con un punto sarcástico y grandes reservas de ironía que saca cuando le hace falta, es decir, se trata de un tipo que cualquiera de nosotros, los lectores, podríamos conocer y querer. También es muy importante el uso del lenguaje que hace Cercas: las páginas pasan sin apenas reparar en las palabras como elementos independientes... nada destaca, no hay frases ante las que sea apetecible o casi obligatorio detenerse y disfrutar, paladear y digerir. Se trata de un lenguaje escondido, agazapado, perfecto para leer a toda velocidad. Incluso las “frases bonitas” de las que habla el libro, ésas que están construidas para provocar un descanso en la lectura, una reflexión, también son llanas, simples, y ahí radica su inteligencia.
La historia de La velocidad de la luz es larga y compleja y no creo que valga la pena resumirla aquí. En realidad, la sucesión de acontecimientos queda relegada a un segundo plano por, como ya he dicho antes, la perfección estructural. La historia es una excusa para reflexionar sobre lo importante que es la influencia que pueden ejercer sobre nosotros algunas personas, por poco que hayamos hablado o compartido con ellas. Aparecen, nos dejan su poso, su germen, y se van sin hacer ruido. Entonces el germen comienza a crecer y acabamos debiéndoles una gran parte de lo que somos, quizá la mejor, y de alguna manera hemos de rendirles tributo. En La velocidad de la luz, el tributo es el propio libro, que cuenta la historia del hombre que hizo que el narrador se convirtiera en escritor.
Por todo ello es bueno leer a Javier Cercas, porque siempre nos ayuda a reconciliarnos un poco con nosotros mismos, y a recordarnos que por encima de las miserias humanas suele haber grandes gestos.
9.27.2005
Último inventario antes de liquidación
Por
blanca gago domínguez
En la librería Tropismes, una de las mejores de Bruselas (aunque esta ciudad puede presumir de muchas y muy buenas librerías, la mayoría de ellas en la Rue de Midi y con una extensa sección de libros de segunda mano) compré Dernier inventaire avant liquidation (Grasset, 2001), un ensayo fácil y ameno, que después he descubierto traducido en Anagrama con el título Último inventario antes de liquidación. Beigbeder, francés nacido en 1965, es conocido sobre todo por sus novelas (algunas traducidas al español, también por Anagrama), y publica sus críticas literarias asiduamente en varios medios. En este libro, el autor se dedica a comentar los cincuenta libros del siglo XX más votados por los lectores franceses con ocasión del cambio de milenio (de ahí el título), como un deseo de pasar página una vez hecho un breve balance de la literatura universal del siglo anterior.
No soy muy aficionada a las listas y clasificaciones, pero empecé el libro con curiosidad, con interés por saber qué habían decidido los lectores franceses al respecto. Lo primero que observé es que había demasiada literatura francófona (aunque, por otra parte, estoy segura de que muchos países habrían barrido para casa en la misma situación). Es verdad que la lengua francesa ha sido decisiva en el desarrollo de la literatura contemporánea. Ya a finales del siglo XIX, con la poesía simbolista, Francia inició un período de innovación y liderazgo que habría de durar hasta el asentamiento de las vanguardias, y resurgir más tarde mediante las corrientes existencialistas aplicadas a la literatura.
Así, pues, en primer lugar se sitúa El extranjero, de Camus; en segundo, En busca del tiempo perdido, de Proust; le sigue El proceso, de Kafka... y luego ya aparecen las grandes dudas... El Principito, de Saint-Exupéry (a todos nos ha hecho llorar, pero...¿tanto se merece?), La Condición humana, de André Malraux, y Viaje al fin de la noche, de Céline (es éste un libro poco presente en el entorno literario hispano, lo cual es una lástima. Céline ha sido despreciado por sus ideas radicales y su antisemitismo, y quizá debido a ello la novela, extraordinaria, ha envejecido mal). Descendiendo posiciones encontramos autores consagrados, muchos de ellos Premio Nobel, que cultivan sobre todo la novela (Hemingway, Steinbeck, Boris Vian, Orwell, Yourcenar, Mauriac, Gide, etc..), pero también el teatro (Beckett, Ionesco), la poesía (Apollinaire, Éluard) el ensayo (Sartre, Simone de Beauvoir), incluso el cómic (Uderzo/Goscinny, RG). Inexplicablemente, Lo que el viento se llevó se cuela en el puesto 38, y Nadja, de Breton, cierra la lista en el 50. Como detalle, hay que señalar que el único libro escrito en español es Cien años de soledad, de García Márquez.
Beigbeder comenta brevemente cada libro en un tono que se empeña en resultar jocoso y ligero, con lo cual a veces provoca una sonrisa (por ejemplo, al explicar que nunca ha podido entender una palabra de El Ser y La Nada, y aconseja la lectura de La Náusea porque dice lo mismo pero con frases más simples y cortas), y otras veces la sensación de que se pasa de gracioso (por ejemplo, en su ataque sin piedad a Paroles, de Jacques Prévert, y al concepto de “poesía para el pueblo”, o en sus nada originales comentarios al feminismo de Simone de Beauvoir).
En realidad, lo que más me ha gustado de este inventario es el prólogo, donde se habla del misterio de la literatura desde el punto de vista del lector. Y es que, pensándolo fríamente, la lectura es a veces como una enfermedad sin sentido. ¿Qué nos impulsa a encerrarnos con un libro entre las manos durante horas en lugar de salir a tomar el sol o estar con los amigos? ¿Qué buscamos en los libros? ¿Es tal vez por alguna carencia indefinida? ¿Porque no nos aman lo suficiente? ¿Qué nos da la literatura que no hallamos en ningún otro lugar? Es posible que muchos hayan encontrado su propia respuesta, y muchos aún se pierdan entre libros esperando saber algún día. Pero, en el fondo, da lo mismo. Está claro que algunos necesitamos leer como respirar, y que no podríamos concebir una vida sin libros. Y ojalá el misterio perdure por muchos milenios más.
No soy muy aficionada a las listas y clasificaciones, pero empecé el libro con curiosidad, con interés por saber qué habían decidido los lectores franceses al respecto. Lo primero que observé es que había demasiada literatura francófona (aunque, por otra parte, estoy segura de que muchos países habrían barrido para casa en la misma situación). Es verdad que la lengua francesa ha sido decisiva en el desarrollo de la literatura contemporánea. Ya a finales del siglo XIX, con la poesía simbolista, Francia inició un período de innovación y liderazgo que habría de durar hasta el asentamiento de las vanguardias, y resurgir más tarde mediante las corrientes existencialistas aplicadas a la literatura.
Así, pues, en primer lugar se sitúa El extranjero, de Camus; en segundo, En busca del tiempo perdido, de Proust; le sigue El proceso, de Kafka... y luego ya aparecen las grandes dudas... El Principito, de Saint-Exupéry (a todos nos ha hecho llorar, pero...¿tanto se merece?), La Condición humana, de André Malraux, y Viaje al fin de la noche, de Céline (es éste un libro poco presente en el entorno literario hispano, lo cual es una lástima. Céline ha sido despreciado por sus ideas radicales y su antisemitismo, y quizá debido a ello la novela, extraordinaria, ha envejecido mal). Descendiendo posiciones encontramos autores consagrados, muchos de ellos Premio Nobel, que cultivan sobre todo la novela (Hemingway, Steinbeck, Boris Vian, Orwell, Yourcenar, Mauriac, Gide, etc..), pero también el teatro (Beckett, Ionesco), la poesía (Apollinaire, Éluard) el ensayo (Sartre, Simone de Beauvoir), incluso el cómic (Uderzo/Goscinny, RG). Inexplicablemente, Lo que el viento se llevó se cuela en el puesto 38, y Nadja, de Breton, cierra la lista en el 50. Como detalle, hay que señalar que el único libro escrito en español es Cien años de soledad, de García Márquez.
Beigbeder comenta brevemente cada libro en un tono que se empeña en resultar jocoso y ligero, con lo cual a veces provoca una sonrisa (por ejemplo, al explicar que nunca ha podido entender una palabra de El Ser y La Nada, y aconseja la lectura de La Náusea porque dice lo mismo pero con frases más simples y cortas), y otras veces la sensación de que se pasa de gracioso (por ejemplo, en su ataque sin piedad a Paroles, de Jacques Prévert, y al concepto de “poesía para el pueblo”, o en sus nada originales comentarios al feminismo de Simone de Beauvoir).
En realidad, lo que más me ha gustado de este inventario es el prólogo, donde se habla del misterio de la literatura desde el punto de vista del lector. Y es que, pensándolo fríamente, la lectura es a veces como una enfermedad sin sentido. ¿Qué nos impulsa a encerrarnos con un libro entre las manos durante horas en lugar de salir a tomar el sol o estar con los amigos? ¿Qué buscamos en los libros? ¿Es tal vez por alguna carencia indefinida? ¿Porque no nos aman lo suficiente? ¿Qué nos da la literatura que no hallamos en ningún otro lugar? Es posible que muchos hayan encontrado su propia respuesta, y muchos aún se pierdan entre libros esperando saber algún día. Pero, en el fondo, da lo mismo. Está claro que algunos necesitamos leer como respirar, y que no podríamos concebir una vida sin libros. Y ojalá el misterio perdure por muchos milenios más.
9.23.2005
Estar de la poesía
Por
blanca gago domínguez
He conocido este libro de poemas y canciones de Mauricio Redolés (cuyo título completo es Estar de la poesía o el estilo de mis matemáticas, Editorial Beta Píctoris, 2000) por puro azar, porque llegó a mis manos y sólo tuve que abrirlo y empezar a leer. Del autor apenas sé que nació en Santiago de Chile en 1953, estuvo diez años exiliado en Londres y volvió a su país, y ahora, acompañado de su banda “Los Ex-Animales Domésticos”, se presenta casi todos los week-ends en diversos locales nocturnos santiaguinos (datos extraídos del texto de presentación del libro, cuya edición, por desgracia, deja mucho que desear). El resto son únicamente sus poesías, desordenadas, irregulares, a veces hostiles y otras algo ingenuas, pero tan llenas de fuerza y emociones que son capaces de entablar un diálogo íntimo, a veces desgarrado y siempre firme, con el lector más extrañado y lejano sólo con que este disponga de una pizca de atención. Quiero decir con eso que Redolés escribe y atrapa, consigue que nos quedemos con él sólo un instante después de haberlo conocido.
Estar de la poesía cuenta sobre las torturas, el miedo como una pesadilla que nunca se aleja completamente, el exilio, los recuerdos de una juventud y un país perdidos que no se recuperaron con el regreso muchos años después. En el poema “Un muerto”, Redolés escribe:
la frase más trágica que uno puede oírle a alguien es: “la última vez que lo vi vivo”, (ya de ahí le di la espalda y lo dejé solo). Y cuando a uno le dan la espalda y queda solo si no hay mucho dolor físico en el fondo debe ser divertido estar un poco muerto originando una frase trágica. Dar la vida por un lugar común.
Y versiona el famoso cuento de Monterroso de este modo:
... y cuando
desperté
1973
aún
estaba
allí.
Así se van mezclando la tragedia y la irreverencia con total desfachatez, como un camino de indagación y superación (del horror mediante el humor, por ejemplo) que debe conducir a la poesía. También se mezclan el lenguaje más poético y el argot chileno barriobajero: voces que hablan y cantan, que pelean, preguntan y se responden, lloran, ríen... Por las páginas de este libro pasean Rodrigo Lira y, claro, Nicanor Parra, que para mí siempre será mucho mejor que Neruda (en eso estoy de parte de Bolaño). Parra fue el que dio a la poesía chilena la lucidez a partir del juego, y eso se nota en los poemas de Mauricio Redolés, que muchas veces juega por jugar nomás, pero de vez en cuando atrapa destellos fulgurantes, y con ésos hay que quedarse.
Estar de la poesía cuenta sobre las torturas, el miedo como una pesadilla que nunca se aleja completamente, el exilio, los recuerdos de una juventud y un país perdidos que no se recuperaron con el regreso muchos años después. En el poema “Un muerto”, Redolés escribe:
la frase más trágica que uno puede oírle a alguien es: “la última vez que lo vi vivo”, (ya de ahí le di la espalda y lo dejé solo). Y cuando a uno le dan la espalda y queda solo si no hay mucho dolor físico en el fondo debe ser divertido estar un poco muerto originando una frase trágica. Dar la vida por un lugar común.
Y versiona el famoso cuento de Monterroso de este modo:
... y cuando
desperté
1973
aún
estaba
allí.
Así se van mezclando la tragedia y la irreverencia con total desfachatez, como un camino de indagación y superación (del horror mediante el humor, por ejemplo) que debe conducir a la poesía. También se mezclan el lenguaje más poético y el argot chileno barriobajero: voces que hablan y cantan, que pelean, preguntan y se responden, lloran, ríen... Por las páginas de este libro pasean Rodrigo Lira y, claro, Nicanor Parra, que para mí siempre será mucho mejor que Neruda (en eso estoy de parte de Bolaño). Parra fue el que dio a la poesía chilena la lucidez a partir del juego, y eso se nota en los poemas de Mauricio Redolés, que muchas veces juega por jugar nomás, pero de vez en cuando atrapa destellos fulgurantes, y con ésos hay que quedarse.
9.18.2005
Pandora al Congo
Por
blanca gago domínguez
El éxito fulminante la anterior novela de Albert Sánchez Piñol, La pell freda (La piel fría en castellano), así como las expectativas que el mundo literario ha puesto en este siguiente trabajo, cuando el otro recién se publica en Alemania y Holanda, me obligan a acercarme cautelosamente a Pandora al Congo (La Campana, 2005).
A primera vista, puedo decir que la extensión de la novela, casi 600 páginas, indica que la concisión de La piel fría ha sido abandonada, para bien o para mal. Sin embargo, una vez me adentro en el libro, desde las primeras páginas compruebo fácilmente que el planteamiento, la receta básica se repite. Eso significa que Sánchez Piñol vuelve a usar con sabiduría los ingredientes de la fórmula que tantos éxitos lleva cosechados (por algo ésta es la segunda parte de una trilogía): mucha intriga, que deriva en ocasiones contadas y controladas en terror, sorpresas paulatinas, personajes-monstruo que representan ideas o concepciones que atañen al género humano (a la manera de alegorías contemporáneas)... Sánchez Piñol sabe sacar partido de la historia con doble clave: una aventura que utiliza técnicas y recursos clásicos, reconocidos y agradecidos por el lector, y una segunda lectura en clave simbólica que, a medida que se va desentrañando, plantea preguntas y reflexiones sobre el ser humano.
Pandora al Congo sigue, pues, esta fórmula al pie de la letra. Por una parte, la historia que escribe un joven sobre la muerte de dos hermanos para salvar a un preso, contratado por el abogado de éste, contiene dosis bien mezcladas de acción, intriga y suspense. Los monstruos, en este caso, proceden del interior de la tierra y se enfrentan a dos hermanos ingleses poseídos por la fiebre del oro en plena época colonial. Por otra parte encontramos la lectura que el narrador (el joven autor que escribe por encargo) va construyendo acerca de su relato. Es la voz que actúa de guía para el lector, la que va proporcionando y disponiendo las posibles interpretaciones de la historia que escribe. Sánchez Piñol, en este sentido, es claro y didáctico, y creo que ahí reside un aspecto fundamental de su éxito: tanto en La piel fría como en Pandora al Congo ofrece filosofía cotidiana, de andar por casa, que el gran público aprecia y consume porque está bien mezclada con los géneros más populares de la novela de toda la vida. Así, uno puede hacer unas cuantas reflexiones sobre las grandezas y miserias del ser humano sin privarse de un final sorprendente en el que, por fin, todos los elementos encajan.
Ése es, por tanto, uno de los grandes méritos de Albert Sánchez Piñol. El otro es haber tomado el catalán literario y haberlo flexibilizado, adaptado a las exigencias de la narración de una forma natural, cuidada pero sin anquilosamientos (de otro modo, un libro de esa extensión se habría hecho insoportable), desde una tradición que no disponía de recursos demasiado abundantes para las necesidades del autor. Así, el catalán aquí es tan fresco y cercano que no suena, no chirría nunca, y ésa es la mayor garantía para que la novela pueda ser traducida, de nuevo, a un montón de lenguas.
A primera vista, puedo decir que la extensión de la novela, casi 600 páginas, indica que la concisión de La piel fría ha sido abandonada, para bien o para mal. Sin embargo, una vez me adentro en el libro, desde las primeras páginas compruebo fácilmente que el planteamiento, la receta básica se repite. Eso significa que Sánchez Piñol vuelve a usar con sabiduría los ingredientes de la fórmula que tantos éxitos lleva cosechados (por algo ésta es la segunda parte de una trilogía): mucha intriga, que deriva en ocasiones contadas y controladas en terror, sorpresas paulatinas, personajes-monstruo que representan ideas o concepciones que atañen al género humano (a la manera de alegorías contemporáneas)... Sánchez Piñol sabe sacar partido de la historia con doble clave: una aventura que utiliza técnicas y recursos clásicos, reconocidos y agradecidos por el lector, y una segunda lectura en clave simbólica que, a medida que se va desentrañando, plantea preguntas y reflexiones sobre el ser humano.
Pandora al Congo sigue, pues, esta fórmula al pie de la letra. Por una parte, la historia que escribe un joven sobre la muerte de dos hermanos para salvar a un preso, contratado por el abogado de éste, contiene dosis bien mezcladas de acción, intriga y suspense. Los monstruos, en este caso, proceden del interior de la tierra y se enfrentan a dos hermanos ingleses poseídos por la fiebre del oro en plena época colonial. Por otra parte encontramos la lectura que el narrador (el joven autor que escribe por encargo) va construyendo acerca de su relato. Es la voz que actúa de guía para el lector, la que va proporcionando y disponiendo las posibles interpretaciones de la historia que escribe. Sánchez Piñol, en este sentido, es claro y didáctico, y creo que ahí reside un aspecto fundamental de su éxito: tanto en La piel fría como en Pandora al Congo ofrece filosofía cotidiana, de andar por casa, que el gran público aprecia y consume porque está bien mezclada con los géneros más populares de la novela de toda la vida. Así, uno puede hacer unas cuantas reflexiones sobre las grandezas y miserias del ser humano sin privarse de un final sorprendente en el que, por fin, todos los elementos encajan.
Ése es, por tanto, uno de los grandes méritos de Albert Sánchez Piñol. El otro es haber tomado el catalán literario y haberlo flexibilizado, adaptado a las exigencias de la narración de una forma natural, cuidada pero sin anquilosamientos (de otro modo, un libro de esa extensión se habría hecho insoportable), desde una tradición que no disponía de recursos demasiado abundantes para las necesidades del autor. Así, el catalán aquí es tan fresco y cercano que no suena, no chirría nunca, y ésa es la mayor garantía para que la novela pueda ser traducida, de nuevo, a un montón de lenguas.
9.11.2005
Tengo miedo torero
Por
blanca gago domínguez
Este título tan como mínimo chocante corresponde a un verso de cuplé antiguo que el protagonista de la novela, La Loca del Frente, escucha con devoción por la misma radio que transmite las noticias de las revueltas cotidianas contra Augusto Pinochet en el Santiago de Chile de 1986, los días previos al atentado del que había de salir ileso. Este carnavalesco protagonista, sensible y nostálgico que no se permite caer en la sensiblería del tópico personaje de la locaza, se gana la vida bordando manteles para las esposas de los militares y lo último que le interesa son los acontecimientos políticos que suceden a su alrededor. Sin embargo, poco a poco y sin quererlo, se irá involucrando en ellos por amor a un joven encantador y educadísimo que empieza por pedirle que le esconda unas cajas y acaba convirtiendo su casa en un centro de reuniones para conspirar contra el régimen. Ahí se va fraguando, por una parte, el plan del atentado que acaba fracasando y, por otra, una entrañable relación entre el joven idealista Carlos y La Loca del Frente, enamorada perdida y consciente del abismo que la separa del chico, entregada a sus demandas sin perder de vista la dignidad y el peligro real que suponen, triste pero irónica, anhelante pero risueña, vieja y con tremendo espíritu de curiosidad y renovación. Esa mezcla tan difícil, con tantísimos matices, es lo que conforma la grandeza del personaje y la consistencia del libro, pues es la voz narradora principal –en estilo indirecto libre- mediante la que va avanzando la historia a paso firme, por los días de finales de agosto y principios de septiembre de 1986. Existe aún una segunda voz narrativa que es brillante, divertida, pero ya secundaria, escrita como diversión y lucimiento, que resulta impecable para reconocer la maestría de la escritura de Pedro Lemebel. Esta segunda voz es la del general Pinochet, que nos presenta a un hombre ridículo, acabado, sufridor de horribles pesadillas y constantemente acosado por la retahíla despectiva y rencorosa de su mujer. Una de las escenas magistrales de la novela es aquella en la que el general recuerda el día de su décimo cumpleaños, que su madre quiso celebrar por todo lo alto y para ello invitó a todos los niños de la clase. Augustito, que los odiaba, llenó el pastel de insectos cazados en el jardín. Nadie vino a su fiesta y él tuvo que comerse el pastel lleno de insectos bajo la mirada apremiante de su madre.
Pedro Lemebel escribe esta novela para que el lector disfrute. De la riqueza expresiva de la narración, de los matices inesperados y los detalles cuidadísimos, de la profundidad de los personajes –todos ellos están construidos con solidez, son complejos y cercanos-, de una lengua chilena que llena la boca y el espíritu, con unos giros locales que se mezclan con las letras de los boleros de toda la vida por los que se entremete la historia... Tengo miedo torero (Anagrama, 2001) es un libro para leer con calma y disposición, sólo entonces se podrá apreciar el extraordinario trabajo de Lemebel, que borda cuidadosamente la historia con la finura y el cuidado con los que La Loca del Frente se aplica en sus manteles.
Pedro Lemebel escribe esta novela para que el lector disfrute. De la riqueza expresiva de la narración, de los matices inesperados y los detalles cuidadísimos, de la profundidad de los personajes –todos ellos están construidos con solidez, son complejos y cercanos-, de una lengua chilena que llena la boca y el espíritu, con unos giros locales que se mezclan con las letras de los boleros de toda la vida por los que se entremete la historia... Tengo miedo torero (Anagrama, 2001) es un libro para leer con calma y disposición, sólo entonces se podrá apreciar el extraordinario trabajo de Lemebel, que borda cuidadosamente la historia con la finura y el cuidado con los que La Loca del Frente se aplica en sus manteles.
9.01.2005
Formas breves
Por
blanca gago domínguez
Tras quedar deslumbrada por su novela Respiración artificial (1980), leo todo lo que cae en mis manos de Ricardo Piglia, lo cual, no sé si por un problema de distribución o por una serie de casualidades cuya intención final no alcanzo a descifrar, me llega poco a poco, de vez en cuando, como si el azar se empeñara en elegir los momentos precisos en que hay que leer a Piglia. La última vez ha sido hace muy poco, con Formas breves (Anagrama, 2000).
En palabras del autor, los textos que componen el volumen “pueden ser leídos como páginas perdidas en el diario de un escritor y también como los primeros ensayos y tentativas de una autobiografía futura”. Dejando al margen las intenciones con que se reunieron los textos de Formas breves (a los que no imagino formando parte de ninguna autobiografía, ni siquiera de la de Piglia, por muy heterodoxa que ésta fuere), el principal interés del libro reside en algunas ideas bien expresadas sobre los escritores que siempre acompañan al autor y conforman el grueso de la literatura argentina del siglo XX: Borges, Artl, Macedonio Fernández, algo (poco) de Cortázar.
Piglia habla del arte de narrar, del arte de escribir cuentos (tiene gracia cómo intenta imaginar una serie de cuentos escritos por Kafka, Hemingway o Borges a partir de una anécdota de Chejov), de la traducción y de cómo ésta influye en el canon literario de una época en un lugar determinado. Esto último resulta muy interesante porque pocos críticos y estudiosos se han dignado nunca a considerar el papel de las “malas” traducciones en una literatura. Las malas traducciones son aquellas que reproducen una lengua inexistente, artificial: “con su aire enrarecido y fraudulento son un archivo de efectos estilísticos”. En el caso de la literatura española, ¿cuántos escritores contemporáneos se han formado con las malas traducciones, sobre todo del inglés y otras lenguas alejadas de la nuestra? Más de los que pueda parecer, seguro. ¿Y cómo han influido estas traducciones, publicadas en ediciones baratas o prohibidas por la censura, en la literatura actual? Mucho, desde luego. Ahí queda la pregunta. Piglia la deja caer sin desarrollarla, y ni se molesta en dar un esbozo de respuesta. Eso ya tendría que ser otra historia, en otro libro. Porque Formas breves da pocas respuestas, pero formula muchísimas preguntas. Me gusta esa capacidad de síntesis de Piglia, que le permite establecer interrogantes y crear imágenes como puzzles (la del ataúd de Roberto Artl es inmejorable) para indagar en la magia de la escritura literaria. En este sentido, Ricardo Piglia es uno de los escritores más estimulantes que conozco. Y en Formas breves lo vuelve a demostrar.
En palabras del autor, los textos que componen el volumen “pueden ser leídos como páginas perdidas en el diario de un escritor y también como los primeros ensayos y tentativas de una autobiografía futura”. Dejando al margen las intenciones con que se reunieron los textos de Formas breves (a los que no imagino formando parte de ninguna autobiografía, ni siquiera de la de Piglia, por muy heterodoxa que ésta fuere), el principal interés del libro reside en algunas ideas bien expresadas sobre los escritores que siempre acompañan al autor y conforman el grueso de la literatura argentina del siglo XX: Borges, Artl, Macedonio Fernández, algo (poco) de Cortázar.
Piglia habla del arte de narrar, del arte de escribir cuentos (tiene gracia cómo intenta imaginar una serie de cuentos escritos por Kafka, Hemingway o Borges a partir de una anécdota de Chejov), de la traducción y de cómo ésta influye en el canon literario de una época en un lugar determinado. Esto último resulta muy interesante porque pocos críticos y estudiosos se han dignado nunca a considerar el papel de las “malas” traducciones en una literatura. Las malas traducciones son aquellas que reproducen una lengua inexistente, artificial: “con su aire enrarecido y fraudulento son un archivo de efectos estilísticos”. En el caso de la literatura española, ¿cuántos escritores contemporáneos se han formado con las malas traducciones, sobre todo del inglés y otras lenguas alejadas de la nuestra? Más de los que pueda parecer, seguro. ¿Y cómo han influido estas traducciones, publicadas en ediciones baratas o prohibidas por la censura, en la literatura actual? Mucho, desde luego. Ahí queda la pregunta. Piglia la deja caer sin desarrollarla, y ni se molesta en dar un esbozo de respuesta. Eso ya tendría que ser otra historia, en otro libro. Porque Formas breves da pocas respuestas, pero formula muchísimas preguntas. Me gusta esa capacidad de síntesis de Piglia, que le permite establecer interrogantes y crear imágenes como puzzles (la del ataúd de Roberto Artl es inmejorable) para indagar en la magia de la escritura literaria. En este sentido, Ricardo Piglia es uno de los escritores más estimulantes que conozco. Y en Formas breves lo vuelve a demostrar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)