1.23.2008

El lector

Descubrir esta novela de Bernard Schlink ha sido una sorpresa. En realidad, empecé a leerla con buena disposición pero ninguna expectativa de lo que podía encontrar (el título me despistaba), y quizá por ello ha sido más fácil entrar en la historia desde la primera página y permanecer aún, días después de haberla acabado, sumergida en ella. No resulta sencillo desprenderse de la voz del protagonista y de las sensaciones, reflexiones y recuerdos que se van desgranando a lo largo de la historia. Michael Berg se remonta a sus quince años y nos narra cómo, a raíz de una enfermedad, conoció a una mujer mayor con la que mantuvo una relación amorosa basada en el sexo y la lectura. Durante meses se vieron a diario, hasta que todo terminó con la súbita desaparición de Hanna. Los acontecimientos transcurridos en los años siguientes nos van ayudando a comprender por qué Michael escribe la historia, por qué Hanna despareció sin avisar y por qué el sexo y la lectura.

La perspectiva desde la que se sitúa el narrador-protagonista y la voz sincera que adopta para avanzar con paso firme desde el principio llenan la historia. No hace falta nada más, sólo su voz. Esa mezcla de desapego, culpabilidad y rabia, amor y rencor volubles con que inevitablemente se recuerdan las relaciones pasadas, quiero decir aquellas realmente importantes, es lo mejor de esta novela. Quizá, así dicho, no parezca algo demasiado atractivo ni original, pero Schlink tampoco aspira a ello, y se nota. Sabe lo que quiere contar y cómo; a eso se ciñe, y nosotros se lo agradecemos.

Las evocaciones de Michael Berg son maravillosas. Me gusta especialmente el modo en que habla de sí mismo, sin intentar justificarse, sin vanagloria ni falsa modestia, con la intención de hacer llegar su voz al lector y ser comprendido por él. Explicar, por ejemplo, por qué a lo largo de su vida muchas veces ha hecho cosas que era incapaz de decidirse a hacer, y en cambio ha dejado de hacer otras que había decidido firmemente. En medio de esta reflexión empieza su relación con Hanna. Berg admite lo difícil que le resulta analizar sus recuerdos y explicarlos objetivamente. Si algo que vivimos fue hermoso, ¿por qué, cuando miramos atrás, se nos vuelve quebradizo si sabemos que ocultaba verdades amargas? Es algo que me he preguntado muchas veces. Resulta tan fácil contaminar los recuerdos por lo que sentimos después, por lo que pasó más tarde. Quizá se trata simplemente de una manera de sobrevivir mejor al dolor que producen. Quizá también es un acuerdo tácito con nosotros mismos para poder arrinconarlos mejor, para conseguir que se vuelvan un poco borrosos, aunque sepamos que nunca podremos desterrarlos. Aquello que somos, al fin y al cabo, depende de ellos.

La noción de culpa desempeña un papel central y estructural en esta novela, en todas sus vertientes. El análisis de los matices de este sentimiento tan complejo es fascinante. La culpa frente a la persona amada, los amigos, la familia, la sociedad. La culpa frente al otro y sus consecuencias: la humillación, el arrepentimiento, la obcecación del deber cumplido. Schlink va desbrozando poco a poco, con una calma implacable, el decurso y la evolución de la culpa en la historia de Hanna y Michael:

“Nunca más me dejaría humillar ni humillaría a nadie; nunca más haría sentirse culpable a nadie ni cargaría yo con las culpas; nunca más amaría tanto a una persona como para que me hiciera daño perderla”.

Así piensa el adolescente, pero sólo el adulto, muchos años después, es capaz de reconocerlo y escribirlo. El tiempo es, en definitiva, lo que permite contar la historia y comprender, o al menos tratar de aceptar, los acontecimientos dolorosos, la traición y el abandono, el cierre de las heridas. La escritura de la historia desde la añoranza que siente el protagonista, admitiendo todo lo que ésta implica pero sin dejarse cegar por ella, resulta admirable en la novela de Schlink. Creo que es, precisamente, lo que le da ese tono conmovedor que nunca, en ningún momento, se acerca siquiera a la banalidad o el sentimentalismo, ni se permite cargar con la farragosa trascendencia. Tampoco roza el falso distanciamiento o la ironía como arma aligeradora. Es decir, Berg no intenta fanfarronear, ni hacerse el fuerte; la humildad con que acepta sus contradicciones más íntimas resulta casi terrible por su naturalidad.

El tratamiento del trasfondo histórico resulta, a su vez, muy interesante. Schlink pertenece a la primera generación nacida después de la segunda guerra mundial, lo cual significó cargar con la culpa y la vergüenza de un país, de unos padres que, quieran o no, responden frente a sus hijos y frente al mundo de unas atrocidades terrible de las que, durante mucho tiempo, prefirieron no hablar. Oír la voz de esta generación a través de Schlink, plantearse las preguntas que todos ellos se plantearon, muchas de las cuales simplemente no tienen respuesta, es muy importante. Aunque sepamos que nadie va a ser capaz de responder, es bueno plantearlas. Y es necesario porque representa la única manera de convivir con un pasado cuya presencia, aunque no deseemos, siempre sentimos. Esa presencia fue, sin duda, la que llevó a Schlink a escribir El lector, y a nosotros, lectores, también culpables y dubitativos, a re-crear con él esta maravillosa novela.

El lector
Bernhard Schlink
Editorial Anagrama, Barcelona, 2007, 203 páginas.
Traducción de Joan Parra Contreras.

1.14.2008

Historias del Padre Brown

La primera vez que oí hablar de G.K.Chesterton fue a través de Borges, que solía recordarlo, junto a Henry James, como uno de los escritores que más habían influido en su obra. La verdad es que yo nunca hubiera descubierto por mí misma la huella de Chesterton en Borges. Quizás me parece poco evidente porque alcanza los niveles más profundos de la creación y estructura narrativas, mientras que se vuelve equívoca y ambigua en los temas, las obsesiones, las inquietudes…

En todo caso, los halagos de Borges a la literatura inglesa, y a Chesterton como uno de sus grandes representantes, hicieron que me acercara con curiosidad, hace ya unos años, a una novela con uno de los títulos más atrayentes que ahora mismo recuerdo: El hombre que fue jueves. Qué maravilloso, dan ganas de devorar el libro, pensé cuando lo tuve delante. Lo leí como en sueños, de manera compulsiva, y me encantó. Ahora que lo pienso, lo leí como solía leer a Borges: mediante ese pacto tácito que hacemos siempre al comenzar un texto suyo y que nos lleva a replantearnos todo cuanto nos rodea, sufrir una tremenda sacudida existencial y volver a mirarnos con los ojos escocidos de lucidez.

En cambio, estas Historias del Padre Brown, que otorgaron a Chesterton el favor del gran público, son muy distintas de la prosa onírica y transgresora de El hombre que fue jueves. Son relatos de misterio, con una estructura clásica en la que se plantea una incógnita, se barajan una serie de elementos y, mediante un ejercicio de ingenio deductivo realizado por el querido Padre Brown, se desvela el enigma. Todo resulta muy inglés: los escenarios, las descripciones, los personajes, los diálogos, el humor. Esto último es de gran importancia, ya que si no fuera por la maestría humorística con que Chesterton escribe sus historias, quizá el Padre Brown y sus crímenes habrían pasado sin pena ni gloria por la historia de la literatura. Estoy convencida de que son esos discretos pero firmes rasgos de ironía, casi imperceptibles y sin embargo continuamente presentes, los que nos hacen caer rendidos ante estas sencillas e ingenuas historias nada más conocer a su protagonista.

El Padre Brown es el anti-detective por excelencia. Es inocente, piadoso, pequeñito y despistado. Suele mirar a sus semejantes desde abajo y con los ojos muy abiertos. Habla poco pero cuando se decide, hace callar a los demás. Es imposible no sentir hacia este gran personaje una mezcla de cariño, simpatía y admiración. El resto de los elementos narrativos, en realidad, se mantienen en un segundo plano y resultan a veces algo indiferentes. En varios relatos, como “El hombre invisible” (uno de mis favoritos, quizá porque me recuerda el fascinante terror que me producía el personaje cuando era niña), la historia es bastante inverosímil y se desvela con demasiada rapidez. Es decir, no son relatos profundamente construidos, detallistas, rocambolescos o ingeniosos, pero la verdad es que da igual. Lo importante es que pase por allí el Padre Brown (siempre aparece, claro está, por casualidad, y nadie lo ve como a un detective sino como a un curita medio bobo, medio raro) y se quede a resolver el enigma.

Chesterton juega con los múltiples puntos de vista que siempre ofrece el narrador omnisciente, y va saltando de uno en uno según le convenga, para dar mejor esa pincelada de humor inglés a la que antes me refería. No me canso de admirar la brillantez de sus introducciones ambientales. Una de las mejores es la que inicia el relato “The Queer Feet”, donde se nos describe un hotel que basa su exclusividad en lo difícil que resulta servir a los clientes. Es cierto que este tipo de cosas siempre han entusiasmado a los ingleses, nos dice Chesterton. Si existiera un restaurante carísimo que, por un mero capricho de su propietario, sólo abriera los jueves por la tarde, se llenaría indefectiblemente cada jueves por la tarde. Me encantan este tipo de observaciones, no lo puedo evitar.

Así, pues, las Historias del Padre Brown están llenas de guiños y detalles para el lector que resultan infalibles para ganarse su complicidad. En este sentido, el ingenio de Chesterton triunfa y arrasa. Ciertamente, debió de ser un hombre con una gran personalidad: escribió más de cien libros de todos los géneros, cuando era niño nadie sabía si calificarlo de idiota o de genio, era muy conocido por sus proverbiales despistes (una vez llegó a escribir a su mujer el siguiente telegrama. “Estoy en Market Harborough. ¿Dónde debería estar?”). Esa fuerte personalidad se imprime en la prosa del escritor inglés y maneja con soltura la paradoja, la ironía, el golpe de efecto (¡qué frases finales!). Tanto El hombre que fue jueves como estas historias irradian un talento enormemente personal a la vez que inmerso en la tradición más clásica. Como Borges, claro. Cuanto más lo pienso, más similitudes veo entre ambos autores. Al fin y al cabo, el argentino se pasó la vida afirmando sin reparos la superioridad de la literatura inglesa frente a la tradición castiza española. Ojalá lo hubieran escuchado más. Quizá Chesterton no parecería ahora tan inalcanzable.

1.02.2008

Estambul. Ciudad y recuerdos

Hace poco escribí que no me gustaba leer autobiografías o memorias, por mucho que admirara a sus autores, a causa del tono justificador y condescendiente con que suelen ser narrados los acontecimientos de la propia vida. Quizá ahora debería decir que no siempre es así, sobre todo cuando el eje central de la obra no es la sucesión de esos acontecimientos, sino el modo en que se relacionan con la ciudad en la que tienen lugar. El protagonista ya no es el autor; el núcleo de interés se desplaza y éste se siente más cómodo, menos obligado a la explicación y el análisis, más libre para fantasear e inventar, e incluso más dispuesto a reírse de sí mismo. Es lo que le ocurre a Ohran Pamuk en su última obra.

Se puede considerar Estambul. Ciudad y recuerdos un libro autobiográfico porque se sitúa en esa línea tan difusa que serpentea entre los géneros literarios después de que llegó la Modernidad y se instaló tan decisivamente en la concepción del arte y la figura del artista. Es, sí, autobiografía, pero es mucho más. Por una parte, Pamuk utiliza sus recuerdos de infancia y juventud como base del libro (que termina cuando, con diecisiete años y en mitad de una tensa discusión con su madre, anuncia que ha decidido ser escritor); por otra parte, estos recuerdos están vivos, se estructuran y pertenecen a la conciencia en tanto en cuanto forman parte de la mirada del escritor a su ciudad. Así, ambos elementos permanecen en constante diálogo y crean una historia que avanza entre callejuelas, fotografías (¡qué bellas fotografías! Sólo por ellas ya merece la pena leer este libro), barcos que atraviesan el Bósforo y peleas y risas en el edificio Pamuk, donde el autor ha pasado buena parte de su vida.

Pamuk sabe que, al hablar de una ciudad, cualquier cosa que digamos sobre su alma o su esencia acaba convirtiéndose en una confesión sobre nuestra vida y, especialmente, sobre nuestro estado espiritual. La ciudad no tiene otro centro sino nosotros mismos. Y cuando hacemos una ciudad nuestra y recordamos un paisaje, una esquina, una plaza, lo asociamos inevitablemente a un sentimiento. Así es como el autor estambulí nos enseña su ciudad; nos lleva de la mano por los rincones de Beyoglu, Pera o Cihangir; nos describe las innumerables veces que, desde la ventana de su casa, pintaba lo que veía afuera. Todos los lugares que aparecen en Estambul adquieren su grandeza y provocan la fascinación del lector porque están asociados a un sentimiento, una mirada casi siempre esbozada por la resignación de una pérdida. Los estambulíes viven, nos dice el autor, entre las ruinas del imperio otomano y la pobreza irreparable que provocó esa pérdida. Por ello, todos –hombres, mujeres, niños y viejos- aceptan el sentimiento de amargura nostálgica como parte de sus caracteres y motores centrales de sus vidas. No hay otra forma de vivir en Estambul, parecen gritar las mansiones que se incendian una a una frente al mar, las murallas sucias y las calles llenas de escombros.

El pequeño Ohran (un niño muy lindo, cuya preocupación básica es obtener constantemente el cariño y la aprobación de todos aquellos que lo rodean) percibe desde muy pequeño esa amarga resignación que exhibe la ciudad y la interioriza enseguida. Para luchar contra ella, lo único que puede hacer un estambulí es distanciarse y ver su ciudad desde otra perspectiva: la mirada occidental. Así, el joven Pamuk descubre pronto y lee con avidez los relatos de los viajeros occidentales que pasaron por la ciudad turca en diferentes épocas de la historia y escribieron sus impresiones sobre ella. En el siglo XIX, con el Romanticismo, empezaron a hacer furor los libros de viajes a lugares exóticos, y Estambul, cruce entre Oriente y Occidente, símbolo de la derrota bizantina y la victoria turca sobre la civilización europea, recibió la visita de ilustres escritores que narraron sus experiencias e impresiones sobre el lugar. Los escritos de Nerval, afectado por la locura que lo acabaría matando; Gautier, pintor y retratista excepcional; Flaubert, obsesionado por una sífilis que ya empezaba a hacer estragos, o Gide, cuyas críticas a las costumbres orientales provocaron la indignación de los intelectuales turcos, todos ellos ayudan a Pamuk a crear esa distancia necesaria para poder contemplar su ciudad de una forma crítica, cuestionándose lo aceptado, rechazando los tópicos, yendo más allá de lo que sus ojos y su conciencia están dispuestos a ver en un principio.

Una vez llevado a cabo este proceso de distanciamiento, con la mezcla de pasión e inteligencia que guía cada una de las páginas escritas por Pamuk, comienza la narración concebida como diálogo entre el autor y la ciudad. La sucesión de acontecimientos biográficos (mudanzas, colegios, excursiones, primeras experiencias sexuales) tejida con las impresiones fuera del tiempo es sencillamente maravillosa. El autor turco es un maestro del relato y cada frase es como una celebración. Su prosa cadente, sensible, siempre en el punto exacto entre evocación y precisión, resulta tan valiosa que no puedo sino suspirar de alivio porque decidiera cambiar su primera vocación de arquitecto por la de escritor.

No me importa no haber estado nunca en Estambul. Probablemente habría leído y disfrutado el libro de un modo distinto, pero no necesariamente mejor. Ya me ocurrió con El libro negro –también con la ciudad turca como eje central de la historia- y espero que me siga ocurriendo con todo lo que lea del autor en el futuro. Su capacidad para arrastrar al lector, alentar su ensoñación como forma de viaje personal y reflexión honesta, es tan profunda que no necesitamos más que una cierta disposición, tiempo y silencio. El resto lo pone él.


Estambul. Ciudad y recuerdos
Editorial Mondadori, Barcelona, 2006.
425 páginas.
Traducción de Rafael Carpintero.