Descubrir esta novela de Bernard Schlink ha sido una sorpresa. En realidad, empecé a leerla con buena disposición pero ninguna expectativa de lo que podía encontrar (el título me despistaba), y quizá por ello ha sido más fácil entrar en la historia desde la primera página y permanecer aún, días después de haberla acabado, sumergida en ella. No resulta sencillo desprenderse de la voz del protagonista y de las sensaciones, reflexiones y recuerdos que se van desgranando a lo largo de la historia. Michael Berg se remonta a sus quince años y nos narra cómo, a raíz de una enfermedad, conoció a una mujer mayor con la que mantuvo una relación amorosa basada en el sexo y la lectura. Durante meses se vieron a diario, hasta que todo terminó con la súbita desaparición de Hanna. Los acontecimientos transcurridos en los años siguientes nos van ayudando a comprender por qué Michael escribe la historia, por qué Hanna despareció sin avisar y por qué el sexo y la lectura.
La perspectiva desde la que se sitúa el narrador-protagonista y la voz sincera que adopta para avanzar con paso firme desde el principio llenan la historia. No hace falta nada más, sólo su voz. Esa mezcla de desapego, culpabilidad y rabia, amor y rencor volubles con que inevitablemente se recuerdan las relaciones pasadas, quiero decir aquellas realmente importantes, es lo mejor de esta novela. Quizá, así dicho, no parezca algo demasiado atractivo ni original, pero Schlink tampoco aspira a ello, y se nota. Sabe lo que quiere contar y cómo; a eso se ciñe, y nosotros se lo agradecemos.
Las evocaciones de Michael Berg son maravillosas. Me gusta especialmente el modo en que habla de sí mismo, sin intentar justificarse, sin vanagloria ni falsa modestia, con la intención de hacer llegar su voz al lector y ser comprendido por él. Explicar, por ejemplo, por qué a lo largo de su vida muchas veces ha hecho cosas que era incapaz de decidirse a hacer, y en cambio ha dejado de hacer otras que había decidido firmemente. En medio de esta reflexión empieza su relación con Hanna. Berg admite lo difícil que le resulta analizar sus recuerdos y explicarlos objetivamente. Si algo que vivimos fue hermoso, ¿por qué, cuando miramos atrás, se nos vuelve quebradizo si sabemos que ocultaba verdades amargas? Es algo que me he preguntado muchas veces. Resulta tan fácil contaminar los recuerdos por lo que sentimos después, por lo que pasó más tarde. Quizá se trata simplemente de una manera de sobrevivir mejor al dolor que producen. Quizá también es un acuerdo tácito con nosotros mismos para poder arrinconarlos mejor, para conseguir que se vuelvan un poco borrosos, aunque sepamos que nunca podremos desterrarlos. Aquello que somos, al fin y al cabo, depende de ellos.
La noción de culpa desempeña un papel central y estructural en esta novela, en todas sus vertientes. El análisis de los matices de este sentimiento tan complejo es fascinante. La culpa frente a la persona amada, los amigos, la familia, la sociedad. La culpa frente al otro y sus consecuencias: la humillación, el arrepentimiento, la obcecación del deber cumplido. Schlink va desbrozando poco a poco, con una calma implacable, el decurso y la evolución de la culpa en la historia de Hanna y Michael:
“Nunca más me dejaría humillar ni humillaría a nadie; nunca más haría sentirse culpable a nadie ni cargaría yo con las culpas; nunca más amaría tanto a una persona como para que me hiciera daño perderla”.
Así piensa el adolescente, pero sólo el adulto, muchos años después, es capaz de reconocerlo y escribirlo. El tiempo es, en definitiva, lo que permite contar la historia y comprender, o al menos tratar de aceptar, los acontecimientos dolorosos, la traición y el abandono, el cierre de las heridas. La escritura de la historia desde la añoranza que siente el protagonista, admitiendo todo lo que ésta implica pero sin dejarse cegar por ella, resulta admirable en la novela de Schlink. Creo que es, precisamente, lo que le da ese tono conmovedor que nunca, en ningún momento, se acerca siquiera a la banalidad o el sentimentalismo, ni se permite cargar con la farragosa trascendencia. Tampoco roza el falso distanciamiento o la ironía como arma aligeradora. Es decir, Berg no intenta fanfarronear, ni hacerse el fuerte; la humildad con que acepta sus contradicciones más íntimas resulta casi terrible por su naturalidad.
El tratamiento del trasfondo histórico resulta, a su vez, muy interesante. Schlink pertenece a la primera generación nacida después de la segunda guerra mundial, lo cual significó cargar con la culpa y la vergüenza de un país, de unos padres que, quieran o no, responden frente a sus hijos y frente al mundo de unas atrocidades terrible de las que, durante mucho tiempo, prefirieron no hablar. Oír la voz de esta generación a través de Schlink, plantearse las preguntas que todos ellos se plantearon, muchas de las cuales simplemente no tienen respuesta, es muy importante. Aunque sepamos que nadie va a ser capaz de responder, es bueno plantearlas. Y es necesario porque representa la única manera de convivir con un pasado cuya presencia, aunque no deseemos, siempre sentimos. Esa presencia fue, sin duda, la que llevó a Schlink a escribir El lector, y a nosotros, lectores, también culpables y dubitativos, a re-crear con él esta maravillosa novela.
El lector
Bernhard Schlink
Editorial Anagrama, Barcelona, 2007, 203 páginas.
Traducción de Joan Parra Contreras.
La perspectiva desde la que se sitúa el narrador-protagonista y la voz sincera que adopta para avanzar con paso firme desde el principio llenan la historia. No hace falta nada más, sólo su voz. Esa mezcla de desapego, culpabilidad y rabia, amor y rencor volubles con que inevitablemente se recuerdan las relaciones pasadas, quiero decir aquellas realmente importantes, es lo mejor de esta novela. Quizá, así dicho, no parezca algo demasiado atractivo ni original, pero Schlink tampoco aspira a ello, y se nota. Sabe lo que quiere contar y cómo; a eso se ciñe, y nosotros se lo agradecemos.
Las evocaciones de Michael Berg son maravillosas. Me gusta especialmente el modo en que habla de sí mismo, sin intentar justificarse, sin vanagloria ni falsa modestia, con la intención de hacer llegar su voz al lector y ser comprendido por él. Explicar, por ejemplo, por qué a lo largo de su vida muchas veces ha hecho cosas que era incapaz de decidirse a hacer, y en cambio ha dejado de hacer otras que había decidido firmemente. En medio de esta reflexión empieza su relación con Hanna. Berg admite lo difícil que le resulta analizar sus recuerdos y explicarlos objetivamente. Si algo que vivimos fue hermoso, ¿por qué, cuando miramos atrás, se nos vuelve quebradizo si sabemos que ocultaba verdades amargas? Es algo que me he preguntado muchas veces. Resulta tan fácil contaminar los recuerdos por lo que sentimos después, por lo que pasó más tarde. Quizá se trata simplemente de una manera de sobrevivir mejor al dolor que producen. Quizá también es un acuerdo tácito con nosotros mismos para poder arrinconarlos mejor, para conseguir que se vuelvan un poco borrosos, aunque sepamos que nunca podremos desterrarlos. Aquello que somos, al fin y al cabo, depende de ellos.
La noción de culpa desempeña un papel central y estructural en esta novela, en todas sus vertientes. El análisis de los matices de este sentimiento tan complejo es fascinante. La culpa frente a la persona amada, los amigos, la familia, la sociedad. La culpa frente al otro y sus consecuencias: la humillación, el arrepentimiento, la obcecación del deber cumplido. Schlink va desbrozando poco a poco, con una calma implacable, el decurso y la evolución de la culpa en la historia de Hanna y Michael:
“Nunca más me dejaría humillar ni humillaría a nadie; nunca más haría sentirse culpable a nadie ni cargaría yo con las culpas; nunca más amaría tanto a una persona como para que me hiciera daño perderla”.
Así piensa el adolescente, pero sólo el adulto, muchos años después, es capaz de reconocerlo y escribirlo. El tiempo es, en definitiva, lo que permite contar la historia y comprender, o al menos tratar de aceptar, los acontecimientos dolorosos, la traición y el abandono, el cierre de las heridas. La escritura de la historia desde la añoranza que siente el protagonista, admitiendo todo lo que ésta implica pero sin dejarse cegar por ella, resulta admirable en la novela de Schlink. Creo que es, precisamente, lo que le da ese tono conmovedor que nunca, en ningún momento, se acerca siquiera a la banalidad o el sentimentalismo, ni se permite cargar con la farragosa trascendencia. Tampoco roza el falso distanciamiento o la ironía como arma aligeradora. Es decir, Berg no intenta fanfarronear, ni hacerse el fuerte; la humildad con que acepta sus contradicciones más íntimas resulta casi terrible por su naturalidad.
El tratamiento del trasfondo histórico resulta, a su vez, muy interesante. Schlink pertenece a la primera generación nacida después de la segunda guerra mundial, lo cual significó cargar con la culpa y la vergüenza de un país, de unos padres que, quieran o no, responden frente a sus hijos y frente al mundo de unas atrocidades terrible de las que, durante mucho tiempo, prefirieron no hablar. Oír la voz de esta generación a través de Schlink, plantearse las preguntas que todos ellos se plantearon, muchas de las cuales simplemente no tienen respuesta, es muy importante. Aunque sepamos que nadie va a ser capaz de responder, es bueno plantearlas. Y es necesario porque representa la única manera de convivir con un pasado cuya presencia, aunque no deseemos, siempre sentimos. Esa presencia fue, sin duda, la que llevó a Schlink a escribir El lector, y a nosotros, lectores, también culpables y dubitativos, a re-crear con él esta maravillosa novela.
El lector
Bernhard Schlink
Editorial Anagrama, Barcelona, 2007, 203 páginas.
Traducción de Joan Parra Contreras.