10.29.2006

En Patagonia

En 1974 Bruce Chatwin, escritor y periodista inglés aficionado al nomadismo, inició un viaje por Patagonia del que resultaría esta novela publicada en 1977 por Pan Books y traducida al español varios años más tarde por El Aleph Ediciones. Según nos cuenta Chatwin en los primeros capítulos, el motivo del viaje fue encontrar el origen de un misterioso trozo de piel que su abuela guardaba como oro en paño y del que nunca quiso desprenderse. Un trozo de piel de un animal prehistórico desconocido, inclasificable, cuyo origen se hallaba en la inmensa región austral. Sin embargo, este motivo inicial, o quizá mejor excusa, se olvida pronto, ya que Chatwin, a través de una narración en primera persona, apenas aterriza en Patagonia y comienza a escribir sobre todo lo que allí observa y le sucede, consigue transportarnos y encandilarnos de un modo asombroso. Sólo al final, ya perdidos con regocijo entre los detalles y las conversaciones, nos acordamos de lo que lo llevó hasta allí. Entonces el libro se cierra y el camino se acaba.

Chatwin va conociendo a varios emigrantes británicos, o descendientes de éstos, que llegaron a Patagonia dispuestos a empezar de nuevo. Algunos sienten la tierra como suya, otros son incapaces de dejar de soñar con las verdes colinas escocesas. Todos son valientes y lacónicos, al parecer dos de los rasgos más sobresalientes de los habitantes patagónicos. La prosa de Chatwin también lo es, así que desde el inicio del viaje todo encaja a la perfección para hacer que el lector disfrute de una historia simple pero aderezada con sabios toques de originalidad, dulzura y amargura muy bien combinados para que la impresión final, el gusto definitivo, sea suave y hondo al mismo tiempo. Chatwin quedó definitivamente marcado por lo que vivió en Patagonia, y su mayor triunfo es haber conseguido transmitir toda la grandeza y el esplendor de esa región única a través de su escritura.

Así, pues, En Patagonia no es un libro de viajes, o al menos no sólo eso. Es también un flujo de historias, o pedazos de ellas que se hablan entre susurros, a veces de forma casi poética. Resulta exquisita, por ejemplo, la manera en que se cuenta la pérdida del guanaco blanco y los indios Ona como consecuencia de la aparición de los colonizadores que se asentaron con sus ovejas en Tierra del Fuego (historia que narró detalladamente Francisco Coloane en El guanaco blanco, publicado por LOM Ediciones). Es un episodio tristísimo de la historia de Latinoamérica, como tantos otros, que Chatwin plasma con absoluta elegancia a través de los comentarios casuales de un latifundista orgulloso de sus raíces británicas:

"Usted sabe, estos indios eran de clase baja. Quiero decir que no eran como los aztecas o los incas. No tenían civilización ni nada parecido. En general, eran un lote bastante pobre."

Así, a través de pinceladas que no muestran sino insinúan, se construye la historia y se va formando la imagen de una tierra dura y acogedora, recóndita y sorprendente, poblada por personajes con un pasado que ya no cuenta, que simplemente se perdió o se olvidó poco a poco. Chatwin consigue crear un universo fascinante alrededor del narrador viajero, que a través de su curiosidad y de sus ojos siempre abiertos y limpios nos introduce en las casas, las cocinas, en el corazón de los ríos, en una barbería donde el dueño se suicida y su vecina recuerda cómo leía a Marx en voz alta... En Patagonia es un libro sorprendente, un placer inesperado para quien gusta de viajar desde el sillón.

10.15.2006

Ciudades de la noche roja

Siempre me había interesado la historia de William Burroughs, la vida tan desesperada que llevó, desbordante de errores, locuras y alucinaciones... Me llamaba la atención el hecho de que alguien que se volvió adicto a todo tipo de drogas en su tierna juventud y se sintió siempre tan rodeado y atraído por la muerte pudiera vivir hasta los ochenta y tres años derrochando energía. Pensaba que quizás su personalidad tan fuerte y su afán de experimentación se reflejarían en una escritura, cuando menos, sorprendente, o tal vez sólo interesante, o de cualquier modo enriquecedora y atractiva para el lector. No ha resultado ser así, y tras acabar Ciudades de la noche roja (1981) me siento no sólo bastante decepcionada, sino también muy sorprendida: la imagen pública de este hombre es inversamente proporcional a la calidad de su literatura. Es decir, el aura de ídolo pop, respetable miembro de la Generación Beat y fuente de inspiración y rebeldía entre la juventud de los años ochenta me parece intolerablemente hueca.

Burroughs, que fue aclamado por sus técnicas de escritura revolucionaria, que inventó la rutina y el corte para mezclar textos, resulta ser un novelista insoportable. Ni su pretenciosa y repetitiva caída en el abismo, ni su provocación a base del eterno círculo de drogas, homosexualidad y muerte, han logrado despertarme en ningún momento del trance en que caí apenas comenzada mi lectura. Sólo con buena voluntad y tras imponerme una especie de valiente desafío he conseguido acabar Ciudades de la noche roja, primera parte de una trilogía a la que siguen El lugar de los caminos muertos (1984) y Tierras del occidente (1987). La historia se centra en un grupo de revolucionarios adictos a varias drogas que buscan el modo de poder vivir en plena libertad mientras una epidemia sobrenatural se expande por el mundo. La narración emplea la técnica del corte y por lo tanto carece de toda cohesión: los hilos espacio-temporales están totalmente sueltos y así pasamos de un diálogo en México a un monólogo en Nueva York, con personajes aleatorios, arduo lenguaje cercano a la ciencia-ficción y sucesión de pesadillas sexuales que aburren prácticamente desde las primeras páginas.

Es una lástima que esta lectura me haya destrozado la imagen de escritor decadente pero interesante que tenía de Burroughs, construida sobre todo a base de retazos de su vida y anécdotas juntadas por ahí. El episodio de la "muerte accidental" de su mujer, Joan Vollver, a la que disparó mientras jugaba a Guillermo Tell, es ciertamente terrorífico. Y no es el único episodio turbio del escritor, que junto a Jack Kerouak (cuya obra ahora se me antoja apasionante por comparación) se vio envuelto en más de un asunto turbio, como la muerte de algún amigo o conocido que nunca llegó a aclararse. Además, por supuesto, de constantes problemas con la justicia a causa de las drogas y la homosexualidad del escritor. Decía Burroughs que fue la muerte de su mujer lo que desató su pasión por la escritura como único modo de soportar al ser horrible que se alojaba en su interior. Quizá era sincero, y en este caso sólo se me ocurre que su escritura era una terapia, una exteriorización de la pesadilla que vivía continuamente en su cerebro. La duda que me queda es que ese modo de escritura pueda haber dejado una verdadera enseñanza entre los creadores de la cultura pop y los autores de las últimas generaciones estadounidenses. Quizá un par de destellos alucinados, por los que pudieron explorarse nuevas vías, o una cierta actitud social que muchas veces es mera pose... en fin, no sé. Aunque pensándolo bien, no es nuevo el hecho de que muchos grandes experimentadores, líderes artísticos y dioses revolucionarios, fueron en realidad pésimos escritores.

10.02.2006

Entre líneas: el cuento o la vida

Descubrí a Luis Landero cuando era adolescente y sabía muy poco de la literatura española más contemporánea. Javier Marías y él levantaron la tapa más o menos al mismo tiempo, pero a Marías lo acabé abandonando y de Landero, quiza debido a su lentitud en publicar, todavía espero ansiosa la última novedad. En 2001 compré la primera edición de Entre líneas: el cuento o la vida (Tusquets Ediciones) y esta tarde la he releído. Es un libro que debe reservarse para un día medio gris, con muchas horas de soledad por delante: sólo así las voces del narrador en primera persona y su heterónimo, Manuel Pérez Aguado, alcanzan su plenitud y coherencia máximas.

Los personajes de este libro que hace de la concisión uno de sus mayores encantos se confunden y entrelazan igual que los retazos de realidad y ficción que van cosiendo en el camino. El pueblo extremeño de Alburquerque es, en verdad, un país muy lejano, y Simbad es Proust y también la señora que vuelve del mercado y cuenta a sus vecinas lo que acaba de pasar en la carnicería. Esta constante mezcolanza es la historia y la esencia de la literatura, y cada escritor puede enfrentarse a sus reflexiones sobre el eterno enigma de un modo u otro. Landero lo hace impecablemente, quizá porque, creo yo, es uno de los escritores españoles que mejor ha utilizado sus obsesiones literarias y su necesidad de contar para crear algo bueno. No es que tenga más que los otros, pero quizá lo ha sabido organizar, hasta ahora, muy muy bien. Sus novelas Juegos de la edad tardía (1989) y Caballeros de fortuna (1994) son únicas. El mágico aprendiz (1999) y El guitarrista (2002) quizá no alcanzan la calidad de sus predecesoras, pero siguen siendo magníficas. Incluso su colección de artículos periodísticos ¿Cómo le corto el pelo, caballero? (2004) merece la pena.

Creo que Landero me gusta tanto porque se esfuerza siempre en recordar que su yo vital está compuesto por un profesor, un lector y un escritor. A veces es difícil convivir con los tres: hay luchas internas, burlas, zonas excluyentes... y algunos momentos, pocos, en que los tres forman de verdad una intensa y armónica persona. Todo ello, junto a recuerdos como el de la abuela que repetía escandalizada que los cuentos no se podían cambiar porque dejaban de ser verdaderos, conforma la mutilación esencial del escritor extremeño y lo condena a mantenerse fiel al espejismo de la literatura sin dejar de sospechar a veces que a él lo que le gusta de verdad es deambular por el mundo sin hacer nada de provecho.

Sobre todo esto trata Entre líneas: el cuento o la vida, que se mueve asombrosamente por la línea que va desde la anécdota risueña a la trascendencia nostálgica, buscando siempre el equilibrio trinitario. Es una exquisitez circense que a mí, como espectadora, me deja maravillada.