5.22.2007

Hombre lento

Aunque, por lo general, en las novelas de J.M Coetzee el hilo narrativo se teje alrededor de una pesadilla -una situación a punto de ser siempre insostenible-, creo que este Hombre lento (Mondadori, 2005) muestra uno de los ejemplos más conscientes y visibles. Aquí no es ya sólo un mal golpe del destino, ni un encadenamiento de consecuencias desesperantes, sino que esta vez la pesadilla está encarnada en la figura de una escritora llamada Elizabeth Costello. Un día, esta mujer irrumpe en casa de Paul Rayment y anuncia sin miramientos que se va a quedar por un tiempo. Paul, que acaba de perder la pierna en un accidente y no es, además, un hombre muy dado a los placeres sociales, establece con ella una relación que, literariamente, se puede situar a medio camino entre Kafka y el teatro del absurdo. Ambos esperan lo mismo: el estallido de la pasión que Paul siente por su enfermera, hace extensivo a sus hijos y, eventualmente, a su marido. Entretanto, las conversaciones que establecen para matar el tiempo, iniciadas a regañadientes y acabadas a puro grito, son una sucesión de desgarros de incomunicación que recuerdan inevitablemente a Estragón y Vladimir, los antihéroes de Samuel Beckett. Él le pide que se vaya y ella responde que fue él quien vino. Ella le pide que actúe y él no da más que rodeos y palos de ciego. El lector, claro está, sufre muchísimo pero no puede evitar reírse por la mezcla de ridículo y trágico de la situación.

En medio de la ansiosa espera, vemos pasar una cuidada selección de personajes excéntricos: una dama ciega y ardiente pero frustrada por su vergüenza, un chico que de tan bello lleva la muerte estampada en la cara... y, por supuesto, la gran Marijana, desencadenante del conflicto, con su pañuelo en la cabeza y su fuerza a todas luces sobrehumana. Hay muy pocos personajes más y se cumple prácticamente la unidad de espacio: el anticuado apartamento de Paul. Todo, salvo el desenlace, se gesta en este escenario asfixiante y amenazador, el lugar donde el antihéroe coetziano busca sin cesar el reposo que llegará tras el fin de la espera.

El clima de Hombre lento es, pues, bien angustioso y duro para el lector, como suele suceder en las novelas de Coetzee. Una vez más, los temas fundamentales (la soledad como estado inevitable y final, la proximidad de la muerte o la ineptitud humana para sobrellevar la pasión amorosa) aparecen en la historia y son cuestionados por los personajes desde puntos de vista diferentes, a menudo contradictorios. Esto crea una constante lucha entre ellos que aboca, al menor descuido, a la incomunicación. Los mensajes llegan, pero llegan mal. Las intenciones se pierden o se transforman. Los malentendidos se superponen. Aun así, los personajes, finalmente, sobreviven e incluso son capaces de reírse de vez en cuando y enrojecer esporádicamente.

En este sentido, el lenguaje como forma de comunicación esencial es un elemento explícito de la estructura narrativa de Hombre lento. En principio, nadie lo domina, excepto Elizabeth Costello: Paul es francés; la familia Jokic, croata. Todos deben hacer un esfuerzo para expresarse en inglés; una lengua, por otra parte, muy precisa y poco dada a ambigüedades. Los gritos de Elizabeth rogando a Paul que hable desde el corazón son patéticos porque son fútiles: él sólo puede hablar desde la forja metódica de las construcciones sintácticas. Sin embargo, al final comprobamos que la ventaja lingüística de la escritora sobre los demás es bien poco significativa, ya que no le proporciona ninguna victoria o éxito en la comunicación con los otros.

Así, pues, parece decirnos Coetzee, lo importante no es dominar el código lingüístico, sino tener el valor de hablar desde el corazón, lo cual supone arriesgarnos a quedar heridos de muerte. No es un panorama muy apetecible a primera vista, pero pronto la pesadilla adquiere un sentido y acaba por rezumar belleza, inteligencia y ternura.