10.14.2007

Cuentos de Chéjov

El ruso Chéjov está considerado uno de los maestros narradores del siglo XIX, a partir de cuyos cuentos surgieron otros de escritores modernos del siglo XX, como Hemingway o Carver. Ya que mis lecturas de su obra pasaban únicamente por alguna novela corta y la maravillosa Tío Vanya, decidí que quizá estaría bien acercarme al maestro para intentar entender por qué sus cuentos son la base de tantas cosas que vinieron después. Al principio, en las primeras impresiones, choqué contra la aridez con que se presentan los personajes a través de sus diálogos. Algunas reacciones, comentarios y expresiones que aparecen son tan espontáneos, tan reales que no resultan verosímiles. El estilo y la presencia de un narrador omnisciente a veces poco discreto (un recurso al que no estamos en absoluto acostumbrados en la narrativa más contemporánea), requieren asimismo un período de habituación. En algunos cuentos, las situaciones son tan francas, tan cotidianas, que llegan a resultan casi ridículas. Pero entonces, tras ese proceso de vacilación inicial, corto pero intenso, llegó un momento en que me relajé y dejé de ver el estilo, empecé a saltar por encima de las palabras y me sumergí completamente en las situaciones que, ya en primer párrafo, aparecían trazadas de un modo perfecto. En este sentido, es paradigmático el ejemplo de uno de los mejores cuentos, "La dama del perrito" (qué gran título), donde en sólo unas pocas frases iniciales tenemos definidos los caracteres, circunstancias y paisajes que rodean a los protagonistas antes de su encuentro. El proceso fue, en realidad, muy fácil porque vino solo, sin ningún esfuerzo por mi parte.

Así empecé a comprender realmente en qué consistía la grandeza de Chéjov. Ahora, volviendo a los relatos que se han ido sucediendo como una exhalación, me doy cuenta de la tremenda sencillez con que el narrador escoge precisamente las perspectivas, los detalles, los momentos más significativos de cada historia, con el fin de que el lector entienda mucho más de lo que se dice. Esta sutil táctica desencadena un flujo de impresiones certeras sin que, aparentemente, haya pasado nada (y sólo mucho después, cuando empiezan a suceder las cosas, somos conscientes de todo ello) y es, quizá, lo más difícil de conseguir en la escritura de un relato corto, lo que sitúa a Chéjov en una cima de la literatura occidental de la que es poco probable que baje de momento, puesto que desde el siglo XIX hasta ahora, en nada ha cambiado la naturaleza humana que recoge tan asombrosamente en sus cuentos el autor ruso.

Los personajes que corren por estas historias -campesinos, funcionarios, mujeres insatisechas o niños que pierden la inocencia-, son siempre captados en una situación crítica, a menudo dramática. Las relaciones humanas; los mecanismos por los que buscamos continuamente el sufrimiento o el riesgo del cambio para, una vez hallados, sobrevivir mediante toda clase de tretas; las contradicciones y debilidades humanas... ésos son los grandes temas de los cuentos de Chéjov, encarnados en unos personajes sumamente complejos, trazados a partir de un gesto, un hábito o una frase, en principio, poco elocuente. El narrador realiza, muchas veces mediante la representación del pensamiento de los personajes, las tareas de exposición del conflicto moral, o la reflexión general tras los acontecimientos vividos en la historia. Chéjov no da respuestas a las preguntas que continuamente aparecen y constituyen la esencia de sus cuentos y de la vida de cada ser humano (intentarlo sería un error, claro), pero sí apunta algunas lecciones básicas que conforman el peso y la coherencia del relato, como una guía a partir de la cual cada lector puede extraer sus propias conclusiones. Entre estos apuntes, el ruso nos enseña a huir de la muerte y el dramatismo, los extremos, la intolerancia, la ingenuidad o el despotismo. Por eso sus cuentos, hoy en día, son totalmente válidos, ya que siguen mostrando todo eso que, de tan cercano y real, se nos escapa siempre de las manos.

Cuentos imprescindibles
Editorial Lumen, 2000
Traducción de Ricardo San Vicente

10.07.2007

Cuentos de Tennessee Williams

Nunca había leído nada de este autor conocido, sobre todo, por sus obras de teatro, algunas de las cuales se convirtieron en películas que forman parte del inconsciente colectivo cinematográfico. Ha sido emocionante constatar que Williams es tan admirable escritor de cuentos como de piezas dramáticas. Sus obsesiones se plasman de la misma manera en los personajes, el ambiente y, sobre todo, en un estilo seco e irascible donde los agujeros por donde se escapa la ternura están cuidadosamente establecidos.

Williams afirmó más de una vez que era incapaz de escribir cualquier historia en la que no hubiera al menos un personaje que le hiciera sentir deseo. Ciertamente, sus cuentos están plagados de gráciles y equívocos muchachos, jóvenes atractivos por un desdén que tarde o temprano les acaba fallando, personajes que esperan un gesto de comprensión o amor que nunca llega... el deseo siempre está ahí, como el tranvía de Nueva Orleans, y los personajes suben y bajan cuando quieren; la mayoría cambia para Cementerios, el otro tranvía que cruzaba la ciudad. El deseo y la muerte como motores de todas las acciones y empeños humanos, ésa es la base de la escritura de Williams sobre la que se construyen los cimientos de historias complejas, en las que se acaban cruzando otras líneas más o menos perdurables. La incapacidad de amar es una de las que mayor relevancia adquieren en los personajes del autor estadounidense: hombres y mujeres poco dispuestos a la entrega y el sacrificio por el otro, hartos de desilusión y refugiados en la bebida, el sexo o la indiferencia. Los pocos que sí se arriesgan a amar acaban convertidos en víctimas, como el joven poeta de "The Field of Blue Children" o la mujer nómada de "A Recluse and his guest". Sólo sobreviven los que renuncian. Sólo es posible amar de verdad tras la muerte del otro. Pero Williams sabe cómo manejar la infinita tristeza que rezuman todas sus historias para que no se vuelvan un lastre aniquilador: con el deseo como arma, como fuerza vital que juega así su baza más importante y nos empuja a seguir hasta topar de frente con la muerte. Ambas líneas se cruzan infinitamente a lo largo de la obra de Williams.

Cada cuento de esta selección, ordenada cronológicamente y prologada por Gore Vidal (Vintage, 1985) reproduce un ambiente y una época muy particulares que nos lleva sin cesar a los que vivió en autor en su infancia y juventud: las enormes e indolentes matronas que nunca salieron de su pueblo se mezclan con tipos aparentemente liberados que siempre cargan con las reglas y miedos grabados a fuego en sus conciencias. Los cuentos, escritos ininterrumpidamente a lo largo de cincuenta años (de finales de los 20 a finales de los 70) muestran una sorprendente coherencia y un estilo muy uniforme que se mantiene firme con el paso del tiempo. Williams fue un escritor precoz y constante, que creó desde muy joven su identidad a partir de la escritura, a modo de salvación frente a unas circunstancias vitales bien desfavorables. El sufrimiento y la hondura con que encaró la vida son la esencia de su obra y el origen de ese estilo parco, siempre tan cargado de tensiones y silencios a veces insostenibles, o palabras insuficientes, o gestos desdeñados. Leer a Tennessee Williams implica adentrarse en un mundo de sentimientos difíciles y contradictorios que siempre quedan por resolver. Y esta colección de relatos cortos, a veces origen o final de sus más famosas obras dramáticas (como es el caso de "La noche de la iguana"), constituye una parte esencial de la literatura norteamericana contemporánea que hace necesaria la reivindicación del Williams cuentista.