12.23.2007

My road before me

Suelo sentir un vergonzoso rechazo, que puede llegar al aborrecimiento, por las memorias o autobiografías, aunque pertenezcan a escritores que me interesan o que admiro. El desencadenante es casi siempre una especie de grandilocuencia bobalicona y condescendiente que se apodera de la voz del escritor, que sabe que no está escribiendo ficción o reflexionando acerca de algo más o menos ajeno a él, sino hablando abiertamente de sí mismo. Tal vez, al mirar hacia atrás y explicar nuestros recuerdos, es muy difícil no caer en la justificación, en una pretensión de análisis racional y moral causado por la distancia y las experiencias posteriores.

Leer diarios, en cambio, siempre me ha gustado mucho. Algunos de ellos, publicados ya en vida del autor, ya póstumamente, son tanto o más interesantes que el resto de su obra. Es el caso del Journal de Gide, los Diarios de Kafka o de Miguel Torga, y también de este My road before me de C.S. Lewis que, por mucho que he buscado, no he encontrado traducido al español. Lewis comenzó a escribirlo con apenas veinticuatro años y lo mantuvo durante cinco, de 1922 a 1927.

Hace mucho tiempo alguien me convenció para que leyera Una pena en observación, y ahí fue cuando descubrí a este autor irlandés, poco accesible e incluso incómodo para los críticos y biógrafos, que no saben muy bien dónde situarlo, qué etiquetas colocarle, o desde qué punto de vista tratar sus obras. Es, ciertamente, un autor escurridizo y extremadamente independiente, que escribió libros tan dispares como las Crónicas de Narnia o el ensayo Mero cristianismo, después de su conversión en 1931.

Al inicio de su diario, Lewis se pregunta qué motivos lo han llevado a emprender la tarea de relatar los acontecimientos cotidianos, para responderse a continuación: “Creo que la continuidad del día a día ayuda a uno a ver el movimiento de un modo más amplio, y prestar menos atención a cada maldito día en sí mismo”. Lewis cumple maravillosamente el cometido que se ha autoimpuesto y, durante cinco años, va relatando sus problemas domésticos, sus conversaciones más nimias y más interesantes, sus apuros económicos o sus paseos con su perro Pat. En 1922 está a punto de acabar sus estudios universitarios en Oxford y ya ha sobrevivido a las trincheras de la Primera Guerra Mundial gracias a una convalecencia en un hospital francés. Vive muy pobremente con Jane Moore, madre de su amigo Paddy, y la hija de ésta, Maureen. Antes de partir a Francia, Paddy y Jack (como se conocía familiarmente a Lewis) prometieron que, si uno de ellos caía, el otro cuidaría de su progenitor hasta el final. Paddy murió y Lewis cumplió su palabra con creces.

Mrs. Moore, irlandesa también y separada de su marido (al que se refería como “La Bestia”), formaba junto a su hija la “nueva familia” del joven estudiante. Mientras tanto su padre, Albert Lewis, un hombre de extremada rectitud e incapaz de alterar su rutina para ir a visitar a su hijo, permanecía en Belfast. A pesar de que se sentía horrorizado por la conducta de Jack, lo seguía manteniendo mientras éste se presentaba a todas las becas que ofrecían las universidades cercanas. Sin embargo, la competencia era dura en el Oxford rígido de All Souls -que Javier Marías y Gracia Querejeta tan bien retrataron, respectivamente, en el libro Todas las almas y la película El último viaje de Robert Rylands.

Durante esos primeros años, Lewis alternaba la composición poética con la preparación de exámenes y las tareas domésticas (nunca he sabido de ningún otro escritor que dedicara tanto tiempo a limpiar el baño y la cocina, además sin una queja). El diario refleja muy bien la angustia contenida de esta época, en que Mrs. Moore y Lewis rozan continuamente el borde de la pobreza más absoluta. Trabajar y mantenerse unidos los salva una y otra vez. La figura de Jane Moore, llamada simplemente D en el diario por razones ignotas, se alza desde el principio y llena las páginas que escribe el joven. Ella es el punto de apoyo, el centro de su pequeño universo, una mujer con la dignidad que suelen mostrar los que han logrado vencer los peores sufrimientos. Lewis no desvela el más mínimo detalle sobre su pasado, ni sobre la verdadera relación que mantuvieron. Muchos creen, aunque nunca se ha podido demostrar, que por entonces ya eran amantes. Es probable que lo fueran. Lo cierto es que vivieron juntos muchos años, hasta que ella comenzó un lento proceso de declive que terminó en una lujosa residencia inglesa, adonde Lewis no dejó de acudir a verla ni un solo día hasta su muerte.

Poco tiempo después de que ella falleciera, él se casó con una judía conversa al cristianismo, Joy Gresham. El matrimonio duró apenas cuatro años, ya que ella murió de cáncer. Entonces él escribió Una pena en observación, uno de los libros más tristes que he leído nunca. La pureza y el desgarro lúcido con que Lewis despezada y examina su propio dolor son terribles. No hay lugar para el mínimo asomo de compasión. Y esa firmeza contenida ya envuelve las páginas del diario del joven Lewis: en una comunidad tan cerrada como el Oxford de los años veinte, él se enfrenta a toda clase de adversidades sin permitirse desfallecer ni un día, hasta que consigue su beca, publica su primer poemario y compra una casa con un gran jardín en la que vivirá junto a Jane Moore en paz por mucho tiempo. Nociones tan cristianas como el pecado, la purificación a través del trabajo y el sufrimiento o la redención final acompañaron a Lewis durante toda su vida, incluso cuando se declaraba ateo, y construyen asimismo la base argumental de buena parte de sus obras.

En efecto, aunque en My road before me el autor aún está lejos de su conversión (en la que jugará un papel decisivo su amigo J.R.R Tolkien), la voluntad férrea y la lucidez que permitieron arraigar tan fuertemente sus principios religiosos están ya muy presentes en estas páginas. Asistimos al transcurso anodino de los días, salpicados de visitas, discusiones, trabajos y lecturas, y al tiempo sentimos el latido de una fuerza inmensa que acecha, esperando paciente su momento. Fue así, a través de esta fuerza, como Lewis se convirtió en el autor prolífico y complejo cuya personalidad aún hoy resulta un misterio, a pesar de la publicación de sus diarios y su autobiografía, que apareció en 1955 con el título Surprised by joy (tampoco he encontrado ninguna traducción al español). Como conozco mi reacción más probable, creo que no la leeré. Prefiero quedarme con la imagen que Lewis ofrece en estos diarios: la de un joven brillante y enigmático, con una fuerza irreductible y una conciencia fascinante.

12.08.2007

Cuentos reunidos de Saul Bellow

Mi primera aproximación a Bellow ha sido a través de sus cuentos –la mayoría de ellos, en realidad, novelas cortas- y me ha dejado inmersa en una gran confusión que no puedo explicar muy bien. Creo que nunca había leído tantos textos juntos de un mismo escritor que me produjeran sensaciones tan distintas… como si no las hubiera escrito la misma persona. Es cierto que el autor, nacido en Canadá en 1915 de padres rusos, pero criado en un Chicago de gangsters e industrias con el que siempre le quedaron asuntos emocionales pendientes, ha tenido una larga vida literaria, ha publicado constantemente novelas, cuentos y ensayos y, claro está, supongo que habrá experimentado una evolución que otros conocerán muy bien y ya habrán explicado con ejemplos y datos irrefutables. Yo, que empecé a leer a Bellow sin saber siquiera que había ganado el Nobel el año en que nací –y la Légion d’honneur, by the way, impuesta por François Mittérand un poco más tarde-, no creo que sea capaz de explicar bien las razones por las que estos cuentos me parecen tan distintos, tan irregulares, tan extrañamente juntos.

Algunos de los personajes que llenan las páginas de estas Collected stories (traducidas en 2003 por Alfaguara) me parecieron maravillosos y, desde el primer momento, se produjo una especie de entendimiento con el que pude seguir la historia, palpar el ambiente (casi siempre, un Chicago nevado, nocturno y muy atractivo en la distancia), disfrutar del texto y poner algo mío en él. Me gustaron mucho, por ejemplo, “A Theft” o “Zetland: by a character witness”. Me encantó “What kind of day did you have?”, uno de los cuentos más largos, que relata las vicisitudes de Katrina, una mujer torpe y enamorada de un eminente intelectual. Aquí Bellow maneja muy bien el tiempo, algo difícil en este tipo de historias que no son ni cuentos ni novelas y, por tanto, requieren un esfuerzo de habituación extra por parte del lector. Así, la historia sucede en unas cuantas horas y en ella intervienen unos pocos pero bien definidos personajes que se van turnando educadamente, en una especie de coro bien avenido que resulta muy emocionante.

Y precisamente eso, emoción, es lo que he echado en falta en la mayoría de cuentos de Bellow. Si los puntos de partida y los argumentos son buenos, ¿por qué me he acabado aburriendo y perdiendo en los detalles de muchos de ellos? Es lo que me sucedió, por ejemplo, en “The Bellarosa Connection”, uno de los cuentos más conocidos del autor norteamericano, a juzgar por el prólogo a la edición que tengo, donde su mujer explica detalladamente cómo fue concebida y escrita la historia (y, de paso, aprovecha para dirigirse a la hija Naomi Rose, con la seguridad de que leerá a su padre veinte años después de que ella escriba esas líneas. No puedo evitar preguntarme: ¿era necesario ese canal de comunicación?). Volviendo al proceso de dispersión en “The Bellarosa Connection”, todo al comienzo pintaba muy bien: un título interesante, un narrador excéntrico con un pasado prometedor y el papel de la memoria en nuestras vidas como centro estructural del relato. Abordé la lectura con entusiasmo y acabé respirando aliviada al llegar al final, lo cual me molestó mucho. ¿Será que cada vez soporto menos a los autores que van sacando hilos de la madeja para embrollarlos a su guisa, sin dar una piola al lector? A veces tenía la impresión de que Bellow estaba haciendo exactamente eso. Y, al hacerlo, no me parecía que estuviera siguiendo los pasos de los grandes maestros de la prosa del siglo XX, como afirman algunas críticas que he leído acerca de estos cuentos.

La pregunta que me hago ahora es ¿por qué estas sensaciones tan contradictorias? Me gustaría situar el punto de inflexión que separa ambos terrenos. Quizá es que no he sabido apreciar el sentido del humor, la sutilidad irónica de Bellow. Es posible, porque siempre me gusta más cuando se pone serio, pero no creo que sea ésa la única razón. La clave está, creo, en la diferencia de ritmo que hay entre unos cuentos y otros. Para irse por las ramas y voltear al lector a su antojo (como hacía Proust, como hacían Musil y Henry James, cada uno de maneras y por razones muy distintas, pero con técnicas básicas similares), el autor debe asegurarse primero de que éste se encuentra bien sujeto y no se va a marear. En mi opinión, Bellow a veces pierde el control de los mandos y nos deja sentir el paso que vacila, el resorte que falla… entonces la tensión salta y el argumento se acaba chafando. Por eso creo que Janis Bellow afirma que no puede menos que aguantar la respiración cada vez que Fonstein, uno de los protagonistas de “The Bellarosa Connection”, escapa de prisión. Eso ocurre durante las primeras diez páginas. No especifica qué experimenta después, pero, si fuera sincera, creo que terminaría admitiendo que no puede menos que distraerse de vez en cuando y pensar en el menú de la cena.

En fin, a pesar de todas estas contradicciones que tan intensamente me han embargado durante la lectura de los cuentos reunidos de Saul Bellow, estoy contenta de haber podido conocer el Chicago nocturno y alejado de estereotipos que el autor recrea tan bien, los momentos de lucidez de algunos personajes (estoy pensando, sobre todo, en el chico que vuelve a casa después de haber sido desnudado por una prostituta y piensa “En el seno del hogar, dentro de la casa, unas reglas arcaicas; afuera, la vida real”). La traducción de esta frase, de Beatriz Ruiz Arrabal, es una buena muestra del estilo de Bellow: puede ser lírico, punzante, agudo e ingenioso, pero nunca invisible. En todo caso, lo que sí debería haber ignorado es el prólogo de Janis Bellow. Creo que ninguna mujer hizo nunca tan flaco favor a su marido.

Collected stories
Penguin Books, 2002.
442 páginas.