9.27.2005

Último inventario antes de liquidación

En la librería Tropismes, una de las mejores de Bruselas (aunque esta ciudad puede presumir de muchas y muy buenas librerías, la mayoría de ellas en la Rue de Midi y con una extensa sección de libros de segunda mano) compré Dernier inventaire avant liquidation (Grasset, 2001), un ensayo fácil y ameno, que después he descubierto traducido en Anagrama con el título Último inventario antes de liquidación. Beigbeder, francés nacido en 1965, es conocido sobre todo por sus novelas (algunas traducidas al español, también por Anagrama), y publica sus críticas literarias asiduamente en varios medios. En este libro, el autor se dedica a comentar los cincuenta libros del siglo XX más votados por los lectores franceses con ocasión del cambio de milenio (de ahí el título), como un deseo de pasar página una vez hecho un breve balance de la literatura universal del siglo anterior.

No soy muy aficionada a las listas y clasificaciones, pero empecé el libro con curiosidad, con interés por saber qué habían decidido los lectores franceses al respecto. Lo primero que observé es que había demasiada literatura francófona (aunque, por otra parte, estoy segura de que muchos países habrían barrido para casa en la misma situación). Es verdad que la lengua francesa ha sido decisiva en el desarrollo de la literatura contemporánea. Ya a finales del siglo XIX, con la poesía simbolista, Francia inició un período de innovación y liderazgo que habría de durar hasta el asentamiento de las vanguardias, y resurgir más tarde mediante las corrientes existencialistas aplicadas a la literatura.

Así, pues, en primer lugar se sitúa El extranjero, de Camus; en segundo, En busca del tiempo perdido, de Proust; le sigue El proceso, de Kafka... y luego ya aparecen las grandes dudas... El Principito, de Saint-Exupéry (a todos nos ha hecho llorar, pero...¿tanto se merece?), La Condición humana, de André Malraux, y Viaje al fin de la noche, de Céline (es éste un libro poco presente en el entorno literario hispano, lo cual es una lástima. Céline ha sido despreciado por sus ideas radicales y su antisemitismo, y quizá debido a ello la novela, extraordinaria, ha envejecido mal). Descendiendo posiciones encontramos autores consagrados, muchos de ellos Premio Nobel, que cultivan sobre todo la novela (Hemingway, Steinbeck, Boris Vian, Orwell, Yourcenar, Mauriac, Gide, etc..), pero también el teatro (Beckett, Ionesco), la poesía (Apollinaire, Éluard) el ensayo (Sartre, Simone de Beauvoir), incluso el cómic (Uderzo/Goscinny, RG). Inexplicablemente, Lo que el viento se llevó se cuela en el puesto 38, y Nadja, de Breton, cierra la lista en el 50. Como detalle, hay que señalar que el único libro escrito en español es Cien años de soledad, de García Márquez.

Beigbeder comenta brevemente cada libro en un tono que se empeña en resultar jocoso y ligero, con lo cual a veces provoca una sonrisa (por ejemplo, al explicar que nunca ha podido entender una palabra de El Ser y La Nada, y aconseja la lectura de La Náusea porque dice lo mismo pero con frases más simples y cortas), y otras veces la sensación de que se pasa de gracioso (por ejemplo, en su ataque sin piedad a Paroles, de Jacques Prévert, y al concepto de “poesía para el pueblo”, o en sus nada originales comentarios al feminismo de Simone de Beauvoir).

En realidad, lo que más me ha gustado de este inventario es el prólogo, donde se habla del misterio de la literatura desde el punto de vista del lector. Y es que, pensándolo fríamente, la lectura es a veces como una enfermedad sin sentido. ¿Qué nos impulsa a encerrarnos con un libro entre las manos durante horas en lugar de salir a tomar el sol o estar con los amigos? ¿Qué buscamos en los libros? ¿Es tal vez por alguna carencia indefinida? ¿Porque no nos aman lo suficiente? ¿Qué nos da la literatura que no hallamos en ningún otro lugar? Es posible que muchos hayan encontrado su propia respuesta, y muchos aún se pierdan entre libros esperando saber algún día. Pero, en el fondo, da lo mismo. Está claro que algunos necesitamos leer como respirar, y que no podríamos concebir una vida sin libros. Y ojalá el misterio perdure por muchos milenios más.

9.23.2005

Estar de la poesía

He conocido este libro de poemas y canciones de Mauricio Redolés (cuyo título completo es Estar de la poesía o el estilo de mis matemáticas, Editorial Beta Píctoris, 2000) por puro azar, porque llegó a mis manos y sólo tuve que abrirlo y empezar a leer. Del autor apenas sé que nació en Santiago de Chile en 1953, estuvo diez años exiliado en Londres y volvió a su país, y ahora, acompañado de su banda “Los Ex-Animales Domésticos”, se presenta casi todos los week-ends en diversos locales nocturnos santiaguinos (datos extraídos del texto de presentación del libro, cuya edición, por desgracia, deja mucho que desear). El resto son únicamente sus poesías, desordenadas, irregulares, a veces hostiles y otras algo ingenuas, pero tan llenas de fuerza y emociones que son capaces de entablar un diálogo íntimo, a veces desgarrado y siempre firme, con el lector más extrañado y lejano sólo con que este disponga de una pizca de atención. Quiero decir con eso que Redolés escribe y atrapa, consigue que nos quedemos con él sólo un instante después de haberlo conocido.

Estar de la poesía cuenta sobre las torturas, el miedo como una pesadilla que nunca se aleja completamente, el exilio, los recuerdos de una juventud y un país perdidos que no se recuperaron con el regreso muchos años después. En el poema “Un muerto”, Redolés escribe:

la frase más trágica que uno puede oírle a alguien es: “la última vez que lo vi vivo”, (ya de ahí le di la espalda y lo dejé solo). Y cuando a uno le dan la espalda y queda solo si no hay mucho dolor físico en el fondo debe ser divertido estar un poco muerto originando una frase trágica. Dar la vida por un lugar común.

Y versiona el famoso cuento de Monterroso de este modo:

... y cuando
desperté
1973
aún
estaba
allí.

Así se van mezclando la tragedia y la irreverencia con total desfachatez, como un camino de indagación y superación (del horror mediante el humor, por ejemplo) que debe conducir a la poesía. También se mezclan el lenguaje más poético y el argot chileno barriobajero: voces que hablan y cantan, que pelean, preguntan y se responden, lloran, ríen... Por las páginas de este libro pasean Rodrigo Lira y, claro, Nicanor Parra, que para mí siempre será mucho mejor que Neruda (en eso estoy de parte de Bolaño). Parra fue el que dio a la poesía chilena la lucidez a partir del juego, y eso se nota en los poemas de Mauricio Redolés, que muchas veces juega por jugar nomás, pero de vez en cuando atrapa destellos fulgurantes, y con ésos hay que quedarse.

9.18.2005

Pandora al Congo

El éxito fulminante la anterior novela de Albert Sánchez Piñol, La pell freda (La piel fría en castellano), así como las expectativas que el mundo literario ha puesto en este siguiente trabajo, cuando el otro recién se publica en Alemania y Holanda, me obligan a acercarme cautelosamente a Pandora al Congo (La Campana, 2005).

A primera vista, puedo decir que la extensión de la novela, casi 600 páginas, indica que la concisión de La piel fría ha sido abandonada, para bien o para mal. Sin embargo, una vez me adentro en el libro, desde las primeras páginas compruebo fácilmente que el planteamiento, la receta básica se repite. Eso significa que Sánchez Piñol vuelve a usar con sabiduría los ingredientes de la fórmula que tantos éxitos lleva cosechados (por algo ésta es la segunda parte de una trilogía): mucha intriga, que deriva en ocasiones contadas y controladas en terror, sorpresas paulatinas, personajes-monstruo que representan ideas o concepciones que atañen al género humano (a la manera de alegorías contemporáneas)... Sánchez Piñol sabe sacar partido de la historia con doble clave: una aventura que utiliza técnicas y recursos clásicos, reconocidos y agradecidos por el lector, y una segunda lectura en clave simbólica que, a medida que se va desentrañando, plantea preguntas y reflexiones sobre el ser humano.

Pandora al Congo sigue, pues, esta fórmula al pie de la letra. Por una parte, la historia que escribe un joven sobre la muerte de dos hermanos para salvar a un preso, contratado por el abogado de éste, contiene dosis bien mezcladas de acción, intriga y suspense. Los monstruos, en este caso, proceden del interior de la tierra y se enfrentan a dos hermanos ingleses poseídos por la fiebre del oro en plena época colonial. Por otra parte encontramos la lectura que el narrador (el joven autor que escribe por encargo) va construyendo acerca de su relato. Es la voz que actúa de guía para el lector, la que va proporcionando y disponiendo las posibles interpretaciones de la historia que escribe. Sánchez Piñol, en este sentido, es claro y didáctico, y creo que ahí reside un aspecto fundamental de su éxito: tanto en La piel fría como en Pandora al Congo ofrece filosofía cotidiana, de andar por casa, que el gran público aprecia y consume porque está bien mezclada con los géneros más populares de la novela de toda la vida. Así, uno puede hacer unas cuantas reflexiones sobre las grandezas y miserias del ser humano sin privarse de un final sorprendente en el que, por fin, todos los elementos encajan.

Ése es, por tanto, uno de los grandes méritos de Albert Sánchez Piñol. El otro es haber tomado el catalán literario y haberlo flexibilizado, adaptado a las exigencias de la narración de una forma natural, cuidada pero sin anquilosamientos (de otro modo, un libro de esa extensión se habría hecho insoportable), desde una tradición que no disponía de recursos demasiado abundantes para las necesidades del autor. Así, el catalán aquí es tan fresco y cercano que no suena, no chirría nunca, y ésa es la mayor garantía para que la novela pueda ser traducida, de nuevo, a un montón de lenguas.

9.11.2005

Tengo miedo torero

Este título tan como mínimo chocante corresponde a un verso de cuplé antiguo que el protagonista de la novela, La Loca del Frente, escucha con devoción por la misma radio que transmite las noticias de las revueltas cotidianas contra Augusto Pinochet en el Santiago de Chile de 1986, los días previos al atentado del que había de salir ileso. Este carnavalesco protagonista, sensible y nostálgico que no se permite caer en la sensiblería del tópico personaje de la locaza, se gana la vida bordando manteles para las esposas de los militares y lo último que le interesa son los acontecimientos políticos que suceden a su alrededor. Sin embargo, poco a poco y sin quererlo, se irá involucrando en ellos por amor a un joven encantador y educadísimo que empieza por pedirle que le esconda unas cajas y acaba convirtiendo su casa en un centro de reuniones para conspirar contra el régimen. Ahí se va fraguando, por una parte, el plan del atentado que acaba fracasando y, por otra, una entrañable relación entre el joven idealista Carlos y La Loca del Frente, enamorada perdida y consciente del abismo que la separa del chico, entregada a sus demandas sin perder de vista la dignidad y el peligro real que suponen, triste pero irónica, anhelante pero risueña, vieja y con tremendo espíritu de curiosidad y renovación. Esa mezcla tan difícil, con tantísimos matices, es lo que conforma la grandeza del personaje y la consistencia del libro, pues es la voz narradora principal –en estilo indirecto libre- mediante la que va avanzando la historia a paso firme, por los días de finales de agosto y principios de septiembre de 1986. Existe aún una segunda voz narrativa que es brillante, divertida, pero ya secundaria, escrita como diversión y lucimiento, que resulta impecable para reconocer la maestría de la escritura de Pedro Lemebel. Esta segunda voz es la del general Pinochet, que nos presenta a un hombre ridículo, acabado, sufridor de horribles pesadillas y constantemente acosado por la retahíla despectiva y rencorosa de su mujer. Una de las escenas magistrales de la novela es aquella en la que el general recuerda el día de su décimo cumpleaños, que su madre quiso celebrar por todo lo alto y para ello invitó a todos los niños de la clase. Augustito, que los odiaba, llenó el pastel de insectos cazados en el jardín. Nadie vino a su fiesta y él tuvo que comerse el pastel lleno de insectos bajo la mirada apremiante de su madre.

Pedro Lemebel escribe esta novela para que el lector disfrute. De la riqueza expresiva de la narración, de los matices inesperados y los detalles cuidadísimos, de la profundidad de los personajes –todos ellos están construidos con solidez, son complejos y cercanos-, de una lengua chilena que llena la boca y el espíritu, con unos giros locales que se mezclan con las letras de los boleros de toda la vida por los que se entremete la historia... Tengo miedo torero (Anagrama, 2001) es un libro para leer con calma y disposición, sólo entonces se podrá apreciar el extraordinario trabajo de Lemebel, que borda cuidadosamente la historia con la finura y el cuidado con los que La Loca del Frente se aplica en sus manteles.

9.01.2005

Formas breves

Tras quedar deslumbrada por su novela Respiración artificial (1980), leo todo lo que cae en mis manos de Ricardo Piglia, lo cual, no sé si por un problema de distribución o por una serie de casualidades cuya intención final no alcanzo a descifrar, me llega poco a poco, de vez en cuando, como si el azar se empeñara en elegir los momentos precisos en que hay que leer a Piglia. La última vez ha sido hace muy poco, con Formas breves (Anagrama, 2000).

En palabras del autor, los textos que componen el volumen “pueden ser leídos como páginas perdidas en el diario de un escritor y también como los primeros ensayos y tentativas de una autobiografía futura”. Dejando al margen las intenciones con que se reunieron los textos de Formas breves (a los que no imagino formando parte de ninguna autobiografía, ni siquiera de la de Piglia, por muy heterodoxa que ésta fuere), el principal interés del libro reside en algunas ideas bien expresadas sobre los escritores que siempre acompañan al autor y conforman el grueso de la literatura argentina del siglo XX: Borges, Artl, Macedonio Fernández, algo (poco) de Cortázar.

Piglia habla del arte de narrar, del arte de escribir cuentos (tiene gracia cómo intenta imaginar una serie de cuentos escritos por Kafka, Hemingway o Borges a partir de una anécdota de Chejov), de la traducción y de cómo ésta influye en el canon literario de una época en un lugar determinado. Esto último resulta muy interesante porque pocos críticos y estudiosos se han dignado nunca a considerar el papel de las “malas” traducciones en una literatura. Las malas traducciones son aquellas que reproducen una lengua inexistente, artificial: “con su aire enrarecido y fraudulento son un archivo de efectos estilísticos”. En el caso de la literatura española, ¿cuántos escritores contemporáneos se han formado con las malas traducciones, sobre todo del inglés y otras lenguas alejadas de la nuestra? Más de los que pueda parecer, seguro. ¿Y cómo han influido estas traducciones, publicadas en ediciones baratas o prohibidas por la censura, en la literatura actual? Mucho, desde luego. Ahí queda la pregunta. Piglia la deja caer sin desarrollarla, y ni se molesta en dar un esbozo de respuesta. Eso ya tendría que ser otra historia, en otro libro. Porque Formas breves da pocas respuestas, pero formula muchísimas preguntas. Me gusta esa capacidad de síntesis de Piglia, que le permite establecer interrogantes y crear imágenes como puzzles (la del ataúd de Roberto Artl es inmejorable) para indagar en la magia de la escritura literaria. En este sentido, Ricardo Piglia es uno de los escritores más estimulantes que conozco. Y en Formas breves lo vuelve a demostrar.