10.22.2005

Una vida francesa

Esta novela de Jean-Paul Dubois (Tropismos, 2005) es la ganadora del Prix Fémina 2004 y, desde luego, un libro que merece haberse publicado en español y no simplemente otra novela ganadora de uno de los muchos premios con que los franceses pretenden muchas veces dar un prestigio injustificado a su narrativa (el mismo problema, pero de mayor gravedad, ocurre en España).

Jean-Paul Dubois nació en Toulouse en 1950 y ha publicado numerosas novelas, de las cuales sólo ésta se ha traducido al español. Es un escritor muy francés, en el mejor sentido de la palabra. Con esto quiero decir que escoge lo que mejor caracteriza la tradición narrativa contemporánea del país vecino y lo utiliza a su gusto, con un toque personal de simplicidad, ironía y autocrítica que relaja y divierte al lector desde el principio. La pomposidad, la suficiencia y la ciega tendencia a hacer de cualquier cosa algo muy serio y aburrido afectan, desgraciadamente, a muchos compatriotas de Dubois, algunos de un prestigio muy reconocido. Aunque ha habido excepciones de mayor o menor calidad, como Houellebecq, Pennac o Beigbeder, en general la narrativa francesa de los últimos años es bastante gris, y pienso que no ha sabido aprovechar la fuerza y las enseñanzas de la extraordinaria tradición novelística del siglo XX para desarrollarse. Está bien que todos hayan leído a Proust entero, pero quizá deberían acordarse más de Boris Vian y de Queneau, y, por encima de todo, ser más permeables a las influencias de otras literaturas extranjeras y de otras literaturas francófonas, desde la belga a la magrebí. Pero vuelvo a Una vida francesa, que es lo que nos ocupa aquí.

Jean-Paul Dubois retrata la vida de un hijo de la Vª República, en una novela donde cada capítulo corresponde a un mandato presidencial, desde Charles de Gaulle a Jacques Chirac. La sociedad francesa, con sus anhelos y contradicciones políticas, se refleja en la vida de Paul Blick, un niño triste que pasa a ser un joven comprometido con la izquierda para acabar casándose con una ambiciosa muchacha de familia burguesa, y criando a dos hijos de los que acaba distanciándose sin remedio para ponerse a fotografiar árboles con un éxito tremendo. Un día se da cuenta de que ya ha cumplido los cincuenta y se encuentra totalmente solo. En ese momento se descubre como un hombre extraño a sí mismo, por el que los años han ido pasando apenas rozándolo, un hombre que no ha hecho más que dejarse llevar por la vida y sus circunstancias. La novela traiciona al lector porque el tono festivo e irónico del principio, de los años de infancia y juventud, se va agravando con el paso del tiempo hasta dejarnos, al final, con un nudo en la garganta de lo más incómodo. Ahí reside la mayor cualidad de esta novela bien narrada, bien estructurada, con las sorpresas justas y un hilo conductor preciso y firme, que es un placer seguir hasta el final.

10.12.2005

Canto castrato

Es un hecho aceptado por la mayoría que César Aira es uno de los mejores escritores argentinos vivos. También que se trata de un autor excéntrico, escurridizo, que vive en una ciudad llamada Coronel Pringles, donde nació en 1949. Su obra es extensísima pero a veces difícil de encontrar en España, donde quizá el libro más conocido sea Cómo me hice monja, publicado por Mondadori en 1998. Pero ha sido Canto castrato (Mondadori, 2003) la novela que ha caído en mis manos de un estante en una librería de Amsterdam, que de vez en cuando ofrece sorpresas cómo ésta. En ella se relata la historia de un castrado en 1738, cuya voz era la más perfecta que se había escuchado en los palcos de ópera de la Europa frívola y absolutista del siglo XVIII.

La prosa de César Aira recrea exquisitamente la figura frustrada pero sublime del Micchino, el castrado, en medio de una lucha de naciones donde el espionaje está dando sus primeros pasos gracias a las arias operísticas en clave. Sin embargo, el personaje triste pero lúcido del castrado está acompañado por una cohorte de individuos tan marginales como él: una mujer que sólo cosa vestidos con motivos de animales, un jorobado papista con un gran sentido de la orientación, un conde obsesionado con el té que simula mil maneras distintas de cojera... La originalidad de estos personajes, tan coherentes en sí mismos frente a la sociedad, produce fascinación porque ellos son lo único real y sólido en medio de una Europa vacía de sentido, construida a base de máscaras, juegos de espejos y equívocos en constante lucha. En la novela de Aira sólo lo raro es auténtico; sólo en los excéntricos, los distintos, los locos, podemos confiar. Y todo ello en una prosa totalmente desprovista de vulgaridad y tópicos, lo cual es un descanso en medio de tanta mediocridad. Incluso se atreve con un final feliz, concedido por el mismísimo Clemente XII, un hombre que sufre de la próstata y odia la música.

Aira cuida el detalle, perfecciona, modela, cambia de estilo, conjuga voces...todo para que nosotros, lectores, disfrutemos asistiendo a un proceso de narración increíble, pero real.

10.09.2005

La mujer de mi vida

Esta es la segunda novela de Carla Guelfenbein, publicada por Alfaguara el mes pasado, y que ya se ha convertido en un enorme éxito de ventas en Chile y va camino de serlo también en España y en Europa, después de las traducciones que se contratarán seguramente en la próxima feria de Francfort, el 19 de octubre. ¿Un nuevo best-seller en lengua española? Es posible, sobre todo porque la novela es muy exportable, contiene elementos narrativos (personajes, situaciones, etc) fácilmente reconocibles por cualquier lector y utiliza un lenguaje de lo más accesible, por no decir facilón. Y todo esto, bien conjugado y aderezado, puede vender mucho.

Sin embargo, la exportabilidad en este caso actúa en detrimento de la propia historia, de la originalidad tan profunda que podría tener. Así, la primera impresión al acabar el libro es que resulta previsible, a ratos ñoño y a ratos excesivo o inverosímil o tergiversado. La superficialidad hace mella en la historia, que cuenta la relación que protagonizan dos hombres y una mujer en Londres en 1986 y se reencuentran en Chile quince años después. Los personajes están bien trazados y son fuertes, tienen personalidad pero a veces hablan y piensan de un modo demasiado cargado, como sobreactuado. Antonio es un chileno obsesionado por la lucha contra Pinochet; Theo es inglés, el mejor amigo de Antonio; Clara es otra exiliada chilena. Entre ellos se establece una relación compleja que desencadena una serie de acontecimientos dramáticos. En el clímax del reencuentro, quince años después de ser jóvenes y hacerse daño, es cuando de veras flojea la estructura, la tensión se escurre y el libro se echa a perder. En la relación de Antonio, Theo y Clara hay amor, odio, lealtades y traiciones, sacrificios, ideales... muchos sentimientos a flor de piel, y todos quieren asomar y jugar un papel, así que acabamos ligeramente mareados de tanta intensidad y tanta trascendencia. Suerte que el narrador es Theo, el más sereno del trío. Aun así, a Guelfenbein le falta pulir mucho su discurso narrativo, aprender a insinuar (debería consultar la teoría del iceberg de Hemingway) y a repartir la fuerza de la historia para que ésta permanezca equilibrada sin llegar a desbordarse. Pero en fin, la novela es salvable si nos encontramos en uno de esos momentos en que lo único que pedimos es una lectura fácil, evasora y terriblemente romántica.

10.03.2005

La velocidad de la luz

Lo que más me gusta y más admiro de la escritura de Javier Cercas es lo que constituye, quizá, la base fundamental de sus libros o, en todo caso, de sus dos últimas novelas, Soldados de Salamina (Tusquets, 2000) y La velocidad de la luz (Tusquets, 2005): la perfecta estructura con la que están dotadas las historias. El modo en que se ensamblan los elementos de la novela; las dosis exactas de suspense, ternura, ética, nostalgia; los personajes y objetos que siempre están ahí por una razón importante... todo ello aparece extraordinariamente cuidado y desarrollado en esta última novela de Javier Cercas, con cuya voz me vuelvo a encontrar como si fuera una vieja conocida. En este sentido, el autor arriesga muy poco y vuelve a otorgar la función de narrador en primera persona a un tipo tan parecido a él mismo que no podemos dejar de preguntarnos qué detalles de su vida cotidiana y son entorno son reales y cuáles no. Cercas juega con este equívoco y lo explota, y así el lector lo siente más cercano y se identifica muy bien con él.

Así, pues, la identificación que se produce desde las primeras páginas es fácil, muy fácil, casi instantánea, natural. Cuando intento indagar en las razones de este hecho, sólo a primera vista sencillo, llego a la conclusión de que el narrador, un escritor y profesor universitario, es un tipo contradictorio, humilde, lúcido, orgulloso, con un punto sarcástico y grandes reservas de ironía que saca cuando le hace falta, es decir, se trata de un tipo que cualquiera de nosotros, los lectores, podríamos conocer y querer. También es muy importante el uso del lenguaje que hace Cercas: las páginas pasan sin apenas reparar en las palabras como elementos independientes... nada destaca, no hay frases ante las que sea apetecible o casi obligatorio detenerse y disfrutar, paladear y digerir. Se trata de un lenguaje escondido, agazapado, perfecto para leer a toda velocidad. Incluso las “frases bonitas” de las que habla el libro, ésas que están construidas para provocar un descanso en la lectura, una reflexión, también son llanas, simples, y ahí radica su inteligencia.

La historia de La velocidad de la luz es larga y compleja y no creo que valga la pena resumirla aquí. En realidad, la sucesión de acontecimientos queda relegada a un segundo plano por, como ya he dicho antes, la perfección estructural. La historia es una excusa para reflexionar sobre lo importante que es la influencia que pueden ejercer sobre nosotros algunas personas, por poco que hayamos hablado o compartido con ellas. Aparecen, nos dejan su poso, su germen, y se van sin hacer ruido. Entonces el germen comienza a crecer y acabamos debiéndoles una gran parte de lo que somos, quizá la mejor, y de alguna manera hemos de rendirles tributo. En La velocidad de la luz, el tributo es el propio libro, que cuenta la historia del hombre que hizo que el narrador se convirtiera en escritor.

Por todo ello es bueno leer a Javier Cercas, porque siempre nos ayuda a reconciliarnos un poco con nosotros mismos, y a recordarnos que por encima de las miserias humanas suele haber grandes gestos.