2.23.2006

Mrs. Dalloway

He leído muchos libros de Virginia Woolf. Lo he ido haciendo escalonadamente, a lo largo de varios años. Empecé con Orlando, quizás su novela más madura (o eso suele afirmar la crítica, y creo que estoy de acuerdo, si tomamos el adjetivo como sinónimo de "complejo" o "profundo" o "matizado"), luego vinieron Las olas y Al faro, sus artículos de Escenas de Londres, sus cartas (en la edición tan completa de Lumen, Cartas a mujeres) y sus diarios, publicados por Siruela. Recién decidí acercarme a Mrs. Dalloway en su lengua original, con un cierto temor debido, en primer lugar, a que no podía quitarme de la cabeza a Meryl Streep como Clarissa Dalloway en Las horas, y eso es siempre muy molesto a la hora de leer un libro a pesar de que, en este caso, la película ofrece una adaptación muy, muy libre del personaje. La segunda y principal razón de mi temor era que, al haber leído las novelas de Virginia Woolf siempre en traducciones al español, no estaba segura de poder reconocer y disfrutar la voz original de la autora. Pensaba que quizá había dado con traducciones tan buenas que eran precisamente las causantes de esa exquisitez que tanto he admirado, ese tono con el punto exato entre la ironía, el entusiasmo y la pulcritud, esa distancia calculada pero calurosa... es difícil describir la escritura de Virginia Woolf, porque es única, no se parece a ninguna otra, y ni siquiera he sabido nunca de ningún epígono que aspirara a emularla.

Debo decir que, aunque Meryl Streep se empeñaba en asomarse de vez en cuando mientras leía Mrs. Dalloway, lo cierto es que he disfrutado muchísimo leyendo la novela, y he podido acomodarme desde el principio a la voz original, tan profunda, tan perfecta, de una autora que ya me parece como de la familia. Cada libro es un reencuentro, y las primeras páginas de Mrs. Dalloway ya derrumbaron ese miedo o cautela con que me acerqué al libro.

La historia que se narra es simple: Clarissa Dalloway es una mujer madura, bien situada, bien casada, bien admirada por la sociedad en que vive. Una mujer bien. Un día recibe la visita sorpresa de Peter Walsh, el hombre con quien estuvo a punto de casarse, a quien amó locamente, pero finalmente rechazó. Prefirió a Richard Dalloway, mucho más sensato, más responsable, más bien. La novela trancurre en un día, durante el cual el lector comparte la frustración de Clarissa Dalloway en tensión ante el anhelo de Peter Walsh, y la historia paralela del matrimonio de Rezia y Septimus. Ningún elemento estridente o fuera de tono, como es habitual: Virginia Woolf nos guía acompasando los sentidos al pensamiento de los personajes. Y el correr fluido del tiempo que se escapa inevitablemente, se desliza en silencio, y al final deja paso a la cruel pero firme sensación de que todos ellos han sido incapaces de nadar, ni siquiera un poquito, a contracorriente. Magistral lección de esta escritora irrepetible.

2.12.2006

Jardines de Kensington

Al acabar la lectura de esta novela del argentino Rodrigo Fresán (Mondadori, 2003), quedé firmemente convencida de lo siniestra y fascinante que puede resultar a la vez la literatura infantil. En sus mundos poblados de monstruos siempre existe la posibilidad de vencer al dragón, sus personajes no crecen y no se corrompen con el paso del tiempo y las decepciones... el refugio de locura de los libros infantiles -¿para niños adultos? ¿para adultos que no quieren dejar de ser niños?- no distingue sueño de pesadilla, y en él la muerte puede ser simplemente una formidable aventura.

Este es el tema entorno al cual gira el argumento de Jardines de Kensington, cuya estructura se basa en la oposición de dos historias constantemente entrecruzadas. Por un lado, la que narra la creación del personaje de Peter Pan por el escritor James Matthew Barry, contada de forma tanto más impactante cuanto que resulta estar bien ceñida a los hechos reales que tejieron la vida del autor inglés. Peter Pan nació como un regalo a los hermanos Llewelyn Davies, a los que Barry adoró porque le permitieron crear un mundo a su medida, vivir como en un cuento, negarse a crecer. Muy rápidamente, el personaje se convirtió en un clásico en el que se refugian o reflejan tantos niños como adultos, fieles a una Neverland que nunca pierden de vista. Es preciso aclarar que todo esto está muy por encima de la utilización que la psicología de aficionados ha hecho del personaje, convirtiéndolo en un simple mito de la inmadurez. Peter Pan es mucho más que eso, como se encarga de descubrirnos a través de las páginas de la novela el narrador y protagonista de la segunda historia que teje el argumento, un escritor londinense, nacido en los años sesenta, víctima de la psicodelia alucinógena de sus padres y la culpa creativa de la muerte de su hermano. Como resultado de esta infancia experimental y a raíz de la lectura de Peter Pan, el narrador decide que él tampoco crecerá nunca, y se acaba convirtiendo en un escritor superventas de literatura infantil. Las aventuras de su personaje, Jim Yang, y la cronocicleta con la que viaja en el tiempo, mantienen en vilo al mundo entero.

La manera en que se mezclan ambas historias es lo que da a la novela la fuerza orgullosa que exhibe, una fuerza que me dejó exhausta en Mantra (Mondadori, 2000) y que aquí resulta mucho más contenida y, por ello, placentera. Fresán ya no se desborda, Jardines de Kensington no es una pesadilla sino una reflexión lúcida que no tiene miedo de ahondar en lo peor, lo más vergonzoso del ser humano, ya sea en el amor, la muerte, las relaciones entre padres e hijos, el miedo a nosotros mismos... y la culpa, "la culpa todopoderosa como motor de la maquinaria que impulsa la mayoría de nuestras acciones".

Leer a Fresán no es un acto ni agradable ni agradecido porque, si somos lectores activos y honestos, implica un enfrentamiento a lo que no nos gusta y nos empeñamos en esconder. Aun así, creo que la lectura de Jardines de Kensington es altamente recomendable para la estimulación de la inteligencia y la conciencia de la realidad.

2.04.2006

Ferdydurke

Empecé esta novela de Witold Gombrowicz (en la edición de Seix Barral, 2001) convencida, en primer lugar, del papel fundamental que, según el común acuerdo de la crítica, juega el libro en la literatura argentina del siglo XX. En segundo lugar, sentía una gran curiosidad por acercarme a un texto que, en realidad, es fruto del empeño delirante de una panda de locos ajedrecistas del café Rex, en la calle Corrientes, a finales de los años 40. Gombrowicz había escrito Ferdydurke en polaco, su lengua materna, antes de llegar a Argentina, país en el que permanecería hasta su muerte, no por casualidad. Arrastrado por este grupo de entusiastas admiradores, emprendió junto a ellos la traducción a una lengua que no dominaba, y el resultado fue una re-escritura, una re-creación, una novela distinta que en realidad poco tiene que ver con el original. Con los años, Ferdydurke se convierte en una obra conocida y respetada por la crítica, y Gombrowicz, en un autor cuya importancia en la literatura argentina ya no se discute.

Ricardo Piglia y Ernesto Sábato, entre otros, afirman que esta proyección o trasvase entre las literaturas polaca y argentina es posible gracias a que ambas viven situaciones parecidas en condiciones sociohistóricas equivalentes, y adolecen así de lo que constituye la principal razón por la que Gombrowicz escribió Ferdydurke: la Inmadurez. En el prólogo a la primera edición en castellano, publicada en 1947, el autor desarrolla esta idea de la manera siguiente:

"Es un hecho que los hombres están obligados a ocultar su inmadurez, pues a la exteriorización sólo se presta lo que ya está maduro en nosotros. Ferdydurke plantea esta pregunta: ¿no veis que vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que podéis expresar no corresponde a vuestra realidad íntima? Mientras fingís ser maduros vivís, en realidad, en un mundo bien distinto. Si no lográis juntar de algún modo más estrecho esos dos mundos, la cultura será siempre para vosotros un instrumento de engaño" (página 16)

Así, pues, Ferdydurke es una novela en que se acepta esa inmadurez inherente al ser humano y se utiliza como punto de partida de una búsqueda formal y existencial que supera con desdén las formas literarias clásicas: la retórica fosilizada, las convenciones lingüísticas, las reglas escritas y tácitas que empantanan una literatura y le impiden avanzar. Es decir, la inmadurez es un motor de fuerza, no un defecto del que debamos avergonzarnos, y ahí se basa su crítica a las literaturas con complejo de inferioridad, como la polaca o la argentina.

Esta búsqueda constante, que rechaza las fórmulas establecidas del lenguaje, crea una dinámica de progresión de la novela que poco tiene que ver con las disposiciones tradicionales del argumento, las coordenadas fijas espacio-temporales, el desarrollo de los personajes... Ferdydurke es una novela inesperada en la que las palabras ya no significan lo de siempre. Cada frase es un golpe, una sacudida al código lingüístico establecido en la que se ve el delirio vocacional del grupito del café Rex que, entre partida y partida de ajedrez, escribió y discutió con Gombrowicz cada línea de la novela. El resultado es un libro vertiginoso, lleno de sorpresas y difícil, muy difícil, porque el cuestionamiento de la forma está constantemente presente, y exhibe una lucidez apabullante plantando cara al absurdo. En ese sentido, el autor apunta lo siguiente:

"En vez de esconder mi insuficiencia cultural, mi dependencia de la esfera interior y los móviles personales de mi trabajo, como lo hacen otros autores, los desnudé con toda crudeza y además demostré mi propia inconformidad con la forma de la obra: el lector puede ver cómo me enloquece la tiranía de las formas idiomáticas, el mecanismo del estilo, la construcción y la armonización de las partes, etc..." (página 20)

Ante una novela así, el lector sólo puede agachar la cabeza ante la valentía del autor y, como en toda novela existencialista, darse el gusto de extraer sus conclusiones, aplicables a una conducta propia, una decisión original, unos principios vitales.