5.10.2006

La Nana y el iceberg

Este curioso título corresponde a la novela de Ariel Dorfman que acabo de leer, publicada en 1999 por Seix Barral. Dorfman es un chileno que vive en Estados Unidos desde hace ya tanto tiempo que se le pegó el acento gringo al hablar español (como tuve ocasión de comprobar en un programa cultural de televisión, donde conocí al escritor y quedé medio hechizada por su locuacidad), y es conocido fundamentalmente por ser el autor de la obra teatral La muerte y la doncella, que el gran Polanski llevó al cine.

El chocante título alude, como comprendemos apenas empezado el libro, a la forzosa y siempre difícil unión integradora de los valores tradicionales de un país como Chile, donde las nanas siempre fueron una pieza básica en el modelo social, y el esfuerzo por caminar hacia la modernidad quitando lastres pero sin perder la identidad propia. El iceberg, en este caso, es el símbolo de la nueva imagen que el país quiere ofrecer al mundo con motivo de la Exposición Universal que tuvo lugar en Sevilla en 1992, en el quinto centenario del descubrimiento de América. Chile exhibe el monumento de hielo a modo de afirmación de una modernidad que quiere dejar atrás las bases y los valores tradicionales en pos del olvido de una dictadura recién acabada.

En medio del gran acontecimiento mundial se sitúan las vidas de los protagonistas, tres amigos que un día hicieron una apuesta y están dispuestos a todo con tal de ganarla: mentir, robar, sacar adelante el país desde la sombra o acostarse con una mujer distinta cada día durante veinticinco años. Los hijos de estos amigos, Amanda Camila y Gabriel, son los que sufrirán las consecuencias de un absurdo juego que todo el mundo se toma demasiado en serio, y sólo la nana podrá ayudarlos a encontrar un poco el sentido de lo que hacen o lo que quieren.

El argumento da mucho juego y se presta a situaciones extremadamente divertidas, pero que acaban cansando por su encadenamiento pretendidamente casual o fatídico. El destino o providencia al que se atribuyen los hechos para que todo acabe cuadrando resulta cargante a medida que avanza la trama. Es como si Dorfman se sintiera obligado a justificar explícitamente hasta el mínimo gesto o suceso que envuelve las vidas de los personajes; eso sí, dentro de una narración llena de humor, contada en primera persona por Gabriel, cuya obsesión a lo largo de la novela es perder la virginidad.

El libro muestra una sociedad chilena esforzándose por conciliar el pasado y el futuro mediante la apariencia y la mentira. Más o menos como en muchos otros países, pero quizá los chilenos lo hacen con un espíritu de contradicción especialmente agudo. Y es que La Nana y el iceberg presenta, a pesar de la absurdidad en que se mueven las vidas cotidianas de los personajes, un trasfondo crítico real y un gran conocimiento de la situación sociopolítica en los países latinoamericanos. Y es que Dorfman es un intelectual muy lúcido, por encima de todo.

5.05.2006

El jugador

La lectura de esta novela corta de Dostoievski resulta terrible porque se centra en torno a un eje temático bien duro, en donde se queda fija e inmóvil alrededor de sus poco más de cien páginas: el juego como pasión, emoción iracunda incapaz de ser dominada, que acabará echando a perder al alter ego del autor (que pasó grandes momentos de furia incontrolable en el casino de Montecarlo) y narrador de la novela, Alexei. A su alrededor van desfilando una serie de personajes que componen una suerte de "extraña familia", todos ellos mezquinos, mentirosos pero tan débiles e incapaces de disimular que acaban por resultar simpáticos. Nadie puede engañar a nadie, todos ellos se hallan vinculados de una forma u otra entre sí a raíz de numerosas deudas o préstamos, es decir, por dinero. En una sociedad como la del siglo XIX, en la cual se sitúa la novela, la posición y la suerte del individuo dependían sobre todo de su liquidez, por ello los personajes utilizarán todos los medios posibles a su alcance para obtener el bien codiciado. Sin embargo, la ambición desmedida y cegadora los acaba convirtiendo en seres ridículos, parodias de sí mismos, y ahí es donde reside, en mi opinión, la fuerza y la gracia de esta historia. El personaje de la abuela rica, a quien todos desean ver muerta para heredar su fortuna, jugando a la ruleta durante horas con los ojos brillantes y peleando con los sucesivos polacos que quieren timarla es magistral. También el personaje de Polina, que utiliza a Alexei para que juegue por ella, es fascinante. Tanta histeria y tanta pasión acaban provocando inevitablemente el distanciamiento del lector y su risa, la risa que llega del efecto paródico. Y es que algunos diálogos de El jugador son realmente cómicos, como los que mantiene un Alexei temporalmente enriquecido con la víbora cazafortunas Blanche de Cominges, donde ella dice cosas como:

"C'est un outchitel" - decía de mí Mlle. Blanche- Il a gagné deux cent mille francs y no sabría gastárselos sin mí. Más tarde volverá a ser tutor. ¿No sabe aquí nadie dónde colocarlo? Hay que hacer algo por él."

Tampoco tiene desperdicio el estudio que hacen los personajes de las idiosincrasias rusa, francesa e inglesa. El narrador intenta explicar en varias ocasiones por qué las ingenuas mocitas rusas caen rendidas a los pies de los franceses, que son educados y refinados sólo cuando toca, de un modo que obedece a razones puramente genéticas y por ello despreciable. El carácter ruso, por su parte, es terriblemente dado a la pasión, la desmesura y la perdición (los rusos son los únicos que juegan a algo tan peligroso como la ruleta), mientras que los ingleses son, en su mayoría, desaliñados y toscos. Todas estas observaciones aparecen debidamente razonadas en su contexto y realmente son tan divertidas como ilógicas. Pero por encima de todo se yergue la pasión arrolladora de Dostoievski, que es lo que da sentido a la novela y le confiere su fuerza narrativa. En mi opinión, esta fuerza se disfruta mucho más intensamente en una novela corta como El jugador, que en Los hermanos Karamazov, por ejemplo (que algún día conseguiré acabar), básicamente por una cuestión de extensión. Pero El jugador es, sobre todo, una metáfora sobre el papel del azar frente a la débil voluntad humana, otra perversión genial del maestro ruso.

5.02.2006

Abaddon el exterminador

Esta es la última parte de la trilogía que Ernesto Sábato empezó con El túnel (1948)y siguió con Sobre héroes y tumbas (1961), y también la parte menos conocida y leída, quizá porque no tiene una estructura fácil y no se lee de un tirón como El túnel, y tampoco narra una historia tan intensa como la que desgarra Sobre héroes y tumbas. Al contrario, se trata de un libro que hay que leer con calma, reflexionando y, si es posible, volviendo atrás de vez en cuando para releer alguna escena. Porque, en mi opinión, la mejor manera de dividir Abbadon, el exterminador (1974) es en escenas cortas, muy profundas, desordenadas pero unidas por el hilo de los personajes que entran y salen para gritar y guardar silencio, como dentro de un círculo vertiginoso que sería, en este caso, el infierno. Porque de eso trata la novela en su fondo, de la victoria de las fuerzas del Mal sobre el Bien, y del papel que el ser humano, y sobre todo el artista, puede y debe desempeñar en medio de la angustia del que sabe. En este sentido, Abaddon, el exterminador no muestra nada nuevo: las mismas obsesiones de Sábato aparecen con tanta fuerza como siempre, o más, debido a la estructura que incrementa la impresión de caos y pesadilla. Pero no es originalidad lo que Sábato pretendía al escribir esta novela, como nos advierte desde el principio. De modo que sólo los lectores que quedaron tan impresionados por Castel, Bruno, Alejandra o el propio Sábato (que aparece aquí como uno de los personajes principales, junto al resto) que deseen indagar en el universo terrible en que éstos se mueven, sólo ellos podrán ahondar en la novela y temblar ante unas alucinaciones cuya lucidez queda siempre en cuestión. Aunque las manías persecutorias del Sábato personaje se convierten en cotidianas y pierden suspense, el horror y la intuición de que seres malignos pueden estar guiando nuestras vidas más de lo que nunca llegaríamos a sospechar se impone durante la novela. Y ése es el mérito de Sábato escritor: saber arrastrar al lector hacia sus obsesiones, convencerlo para luego dejarlo libre (la pesadilla cobre vida durante la lectura, no después), y no caer en refugios apocalípticos de mundos paralelos o realidades alternativas. Ya que todos estamos dispuestos a aceptar, al fin y al cabo, que "el mundo que para nosotros cuenta es éste de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego, este amor, esta espera de la muerte".

Y así, entre personajes que se persiguen y se espían hasta la exasperación, o quizá por puro aburrimiento, y mediante la continua presencia de la necesidad de crear del escritor (encarnada en el personaje de Sábato), la novela avanza entre la melancolía, el horror y el humor -que surge sobre todo en los diálogos: impecables, inteligentes y agudísimos- hacia ese territorio de sombras, el Mal que forma parte de la esencia del ser humano, y que cada uno lleva dentro de sí pero muy pocas veces se dispone siquiera a mirar de reojo. Ernesto Sábato sí se enfrenta de nuevo a este mundo nuestro de las tinieblas, subiendo el último peldaño en la trilogía de la novela, negando la casualidad para perseverar en la búsqueda entregada que confiere sentido a toda su obra.