9.09.2007

La sinagoga de los iconoclastas

J.Rodolfo Wilcock (1919-1978) fue uno de los pocos escritores capaz de retirarse de su Buenos Aires natal para reinventarse a sí mismo como virtuoso de la literatura italiana, convirtiéndose así en poco menos que un escritor de culto, de rastro casi inencontrable y clasificación imposible. Bolaño habló de él en algún artículo para describir un libro suyo que Anagrama publicó en 1982, en una traducción bastante regular del italiano: La sinagoga de los iconoclastas. Así es como oí hablar por primera vez de este libro que hace poco llegó a mis manos y pude leer por fin.

No es un libro corriente en ningún aspecto. Para empezar, apenas cuenta con 170 páginas, a pesar de lo cual no puede leerse de corrido. Es más, resulta altamente aconsejable prolongar su lectura lo máximo posible, a razón, por ejemplo, de uno o dos capítulos por día. Así también se prolonga mucho más el placer de su lectura. Cada uno de los capítulos que conforman este rarísimo libro cuenta la vida de un personaje imaginario terriblemente singular, verosímil pero nunca cierto, que se caracteriza por atreverse a llevar a cabo un proyecto, sueño o modo de vida autodestructivo y absurdo hasta sus últimas consecuencias, siempre con la mayor rigurosidad y seriedad científicas.

Así, el libro es en realidad una colección de retratos imposibles que, en su condición de absurdos, muestran sin piedad un doble rostro: la risa irremediablemente unida a la muerte, la destrucción, la locura. El lado horripilante de los personajes es en todo momento de lo más sutil, puesto que sólo se apoya en el absoluto respeto con que son contemplados por parte de un narrador aparentemente imparcial pero que acaba llevando al lector a cuestionarse acerca de los límites y la validez de los procesos de aprendizaje y conocimiento. Es decir, cuando Wilcock narra la vida de Llorenç Riber, por ejemplo, y transcribe detalladamente las críticas que recibe por su puesta en escena de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, resulta imposible dejar de preguntarse hasta dónde pueden llegar la libre interpretación del arte o las convenciones tácitas de representación y contemplación de una obra. Wilcock suplanta los términos con una maestría tan absoluta que el lector empieza riéndose pero acaba tremendamente confundido, e incluso inquieto, podríamos decir, puesto que el mismo lenguaje de La sinagoga de los iconoclastas, los mismos razonamientos y una idéntica lógica se utilizan constantemente en las universidades, los estudios científicos o la divulgación educativa para convencernos acerca de una serie de postulados que, por costumbre e impotencia, damos por ciertos sin intentar siquiera revisar o comprender por nostros mismos.

Wilcock realiza, pues, un constante y delicado trabajo de doble filo: primero, divertir; segundo, inquietar al lector (a veces por partes, casi siempre simultáneamente). Su dominio del lenguaje y la mezcla de cinismo, seriedad y humor de la cual hace gala a lo largo del libro, de un modo notablemente uniforme, hacen de La sinagoga de los iconoclastas una joyita literaria absolutamente recomendable como ejercicio humorístico y cuestionador. El desfile de héroes del absurdo entregados a sus particulares causas, que como decíamos debe ser leído rigurosamente despacio, es un gran ejemplo de cómo la prosa inteligente y llena de ingenio ha de reservarse para poder producir momentos brillantes.