La lectura de esta novela corta de Dostoievski resulta terrible porque se centra en torno a un eje temático bien duro, en donde se queda fija e inmóvil alrededor de sus poco más de cien páginas: el juego como pasión, emoción iracunda incapaz de ser dominada, que acabará echando a perder al alter ego del autor (que pasó grandes momentos de furia incontrolable en el casino de Montecarlo) y narrador de la novela, Alexei. A su alrededor van desfilando una serie de personajes que componen una suerte de "extraña familia", todos ellos mezquinos, mentirosos pero tan débiles e incapaces de disimular que acaban por resultar simpáticos. Nadie puede engañar a nadie, todos ellos se hallan vinculados de una forma u otra entre sí a raíz de numerosas deudas o préstamos, es decir, por dinero. En una sociedad como la del siglo XIX, en la cual se sitúa la novela, la posición y la suerte del individuo dependían sobre todo de su liquidez, por ello los personajes utilizarán todos los medios posibles a su alcance para obtener el bien codiciado. Sin embargo, la ambición desmedida y cegadora los acaba convirtiendo en seres ridículos, parodias de sí mismos, y ahí es donde reside, en mi opinión, la fuerza y la gracia de esta historia. El personaje de la abuela rica, a quien todos desean ver muerta para heredar su fortuna, jugando a la ruleta durante horas con los ojos brillantes y peleando con los sucesivos polacos que quieren timarla es magistral. También el personaje de Polina, que utiliza a Alexei para que juegue por ella, es fascinante. Tanta histeria y tanta pasión acaban provocando inevitablemente el distanciamiento del lector y su risa, la risa que llega del efecto paródico. Y es que algunos diálogos de El jugador son realmente cómicos, como los que mantiene un Alexei temporalmente enriquecido con la víbora cazafortunas Blanche de Cominges, donde ella dice cosas como:
"C'est un outchitel" - decía de mí Mlle. Blanche- Il a gagné deux cent mille francs y no sabría gastárselos sin mí. Más tarde volverá a ser tutor. ¿No sabe aquí nadie dónde colocarlo? Hay que hacer algo por él."
Tampoco tiene desperdicio el estudio que hacen los personajes de las idiosincrasias rusa, francesa e inglesa. El narrador intenta explicar en varias ocasiones por qué las ingenuas mocitas rusas caen rendidas a los pies de los franceses, que son educados y refinados sólo cuando toca, de un modo que obedece a razones puramente genéticas y por ello despreciable. El carácter ruso, por su parte, es terriblemente dado a la pasión, la desmesura y la perdición (los rusos son los únicos que juegan a algo tan peligroso como la ruleta), mientras que los ingleses son, en su mayoría, desaliñados y toscos. Todas estas observaciones aparecen debidamente razonadas en su contexto y realmente son tan divertidas como ilógicas. Pero por encima de todo se yergue la pasión arrolladora de Dostoievski, que es lo que da sentido a la novela y le confiere su fuerza narrativa. En mi opinión, esta fuerza se disfruta mucho más intensamente en una novela corta como El jugador, que en Los hermanos Karamazov, por ejemplo (que algún día conseguiré acabar), básicamente por una cuestión de extensión. Pero El jugador es, sobre todo, una metáfora sobre el papel del azar frente a la débil voluntad humana, otra perversión genial del maestro ruso.
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