9.22.2006

Paul Claudel y André Gide: Correspondencia

Debería estar leyendo otro tipo de libros, pero no pude resistirme a comprar una edición viejísima, que encontré por casualidad, de la Correspondencia entre Paul Claudel y André Gide desde 1899 a 1926, y que Gallimard publicó en 1949 con la colaboración de ambos.

Junto a las cartas aparecen fragmentos del Diario de Gide y otros documentos que nos ayudan a entender la difícil relación, básicamente epistolar, que mantuvieron los dos escritores franceses, y cómo ésta fue cambiando a lo largo del tiempo. Se trata de una correspondencia verdaderamente apasionante y muestra de forma muy sincera no sólo el pensamiento artístico y, sobre todo, moral de ambos, sino también el ambiente literario y las complicadas relaciones que entretejían los distintos grupos de poder en aquel tiempo.

Paul Claudel y André Gide son completamente opuestos como creadores y también como personas. Quizá sea eso lo que los atrae en un principio y los empuja a iniciar un intercambio epistolar bastante regular sin apenas haberse visto, en el que tratan sobre todo temas literarios y morales. Fueron éstos últimos los que provocaron la crisis, el enfado sin reconciliación y hasta el desprecio, según lo que se desprende de algunas cartas de Claudel a amigos comunes, en las que habla del "caso Gide".

Paul Claudel fue, ante todo, un poeta católico. Su obra no se comprende sin la doctrina cristiana más férrea, y suele reflejar la satisfacción constante que le produce la seguridad de poseer la verdad, de haberla atrapado y disfrutar de ella sin reparos ni pudor. Nunca he soportado ni sus poemas ni su teatro, pero sus cartas son distintas. Es cierto que la seguridad arrolladora de este hombre fascina y aplasta, como escribió Gide en su Diario. Cuando Claudel considera que su relación con André Gide ya ha obtenido un nivel aceptable de confianza, ataca sin tregua y empieza a pedir al autor de Les Nourritures terrestres su conversión al catolicismo. Claudel estaba convencido de que una de sus misiones principales en la vida consistía en arrojar la luz del catolicismo sobre las pobres almas que dudaban, que tenían miedo y sufrían porque no acababan de estar seguros de que el Dios cristiano fuera la verdad absoluta, ni siquiera una verdad aceptable. Y realmente lo hizo muy bien: Francis Jammes, Jacques Rivière... su círculo de admiradores convertidos llegó a ser bastante numeroso, y podría haberlo sido más si Claudel no hubiera trabajado como diplomático, lo que le obligaba a pasar largas temporadas en el extranjero y apenas frecuentaba los círculos literarios parisinos. Tampoco le hacía falta, claro; él se bastaba a sí mismo y no necesitaba nada más.

Gide era todo lo contrario: inseguro, heterodoxo, variable... su lucidez extrema y su incomodidad frente al mundo le provocan hondas crisis que supera mediante la escritura, los amigos, los viajes, y finalmente la confesión de su homosexualidad. La página 478 de Les Caves du Vatican, donde el narrador describe la perversa atracción que le produce un candoroso chiquillo, es el desencadenante del escándalo general y la indignación de Claudel en particular, que después de exigir el arrepentimiento de Gide y al ver que éste no hace sino reafirmarse en su postura (luego llegará Corydon), corta en seco la relación con el poseedor de ese, según él, "defecto abominable".

Así, pues, es la confrontación de caracteres y mentalidades, unida a la sinceridad aplastante de la que ambos escritores hacen gala, lo que hace a estas cartas tan sumamente interesantes. Su lectura nos acerca sin tapujos a los extremos y variantes que condujeron la gran época que fue la primera mitad del siglo XX, cuando tantas cosas explotaron a la vez en Occidente, y la literatura tomó las riendas de esa explosión en tantas ocasiones.

9.16.2006

Ada o el ardor

Aunque no estoy completamente segura, sí me atrevería a afirmar que la crítica ha ido comprendiendo a Nabokov y devolviendo su obra al lugar que se merece con el paso de los años, cuando ya los escándalos de Lolita o, en menor medida, Ada o el ardor, parecen asuntos de poca importancia.

Así, pues, felizmente, Nabokov ya no es aquel vicioso que escribía para relatar sus perversiones y carecía de elegancia y estilo precisamente por ello. Al contrario, a medida que pasa el tiempo desde la primera publicación de las novelas del escritor ruso, vemos con mayor claridad que su figura es una de las pocas que supieron aplicar con inteligencia las exigentes teorías formalistas y vanguardistas de principios del siglo XX a las necesidades de la novela contemporánea. Esto es, Nabokov no olvidó ni por un momento que el novelista es, por encima de todo, un contador de historias, un creador que no parte de lo observado sino de lo imaginado, y que sólo alcanza su verdadera grandeza cuando logra que ese mundo inventado por él conmocione al lector más que lo cotidiano.

Con estas premisas, Nabokov creó una obra narrativa, primero en ruso y luego en inglés, cuya magnitud está aún lejos de poder calibrarse. A la etapa inglesa pertenecen su mayor éxito de ventas, Lolita, y la menos conocida Ada o el ardor, publicada en 1969, que narra una historia de amor incestuoso a lo largo de las vidas de sus protagonistas, Ada y Van. En medio de una tierra imaginaria, mezcla imposible de Europa y América y emulación del Paraíso, los dos hermanos se entregan desde muy jóvenes al descubrimiento del deseo y el sexo. Ambos son personajes perfectamente delimitados y desarrollados desde el inicio de la historia, por lo cual sus personalidades, que huyen en todo momento de la banalidad y lo demuestran claramente (ellos están por encima de todo lo que los rodea: son demasiado inteligentes, agudos, visionarios y tremendamente egoístas, además de poseer una belleza suprasensorial), no evolucionan con los años, lo mismo que la esencia de su relación. Lo que cambia es el mundo exterior, los otros, y Ada y Van deben adaptarse a estos cambios y lo hacen con más o menos acierto: Van abandona el Paraíso, Ada se casa, ambos apartan cuidadosamente de su conciencia el suicidio de Lucette, la hermana pequeña... pero la mirada del Van narrador, que utiliza un magnífico juego estratégico de voces para contar la historia desde el punto de vista más conveniente, está siempre muy por encima de la cotidianeidad y la mera sucesión de acontecimientos. De ahí el romanticismo tan frío de la novela, que es quizá el aspecto más atractivo para el lector, sin olvidar las otras muchas constantes que introduce Nabokov hasta crear la compleja estructura dispuesta en la novela: el erotismo, la crónica familiar, la locura, el mito... todos estos elementos están perfectamente ensamblados a expensas del que, a mi juicio, convierte Ada o el ardor en una obra magistral: el tratamiento del tiempo. La distancia y la imposibilidad por parte del lector de identificarse con los personajes hacen que el sentido del transcurso del tiempo sea más agudo, ya que avanza en consonancia con la historia. Así, percibimos la infancia como un período eterno, colmado de veranos interminables bajo el sol, y luego de repente el paso acelerado de los años que se deshacen en las manos, y el poder evocador y nostálgico de la memoria, y la tiranía caprichosa de los recuerdos que determinan, a nuestro pesar, lo que somos y lo que hacemos... ahí está el verdadero poder de la novela, y la grandeza de Nabokov, a quien muchos deben más de lo que creen.

9.06.2006

Nouveaux prétextes

Bajo este título publicó Le Mercure de France en 1951 una serie de textos que había ido escribiendo periódicamente para la revista André Gide, enlazados mediante el lema "réflexions sur quelques points de littérature et de morale". Precisamente porque toda la ficción que escribió Gide se caracterizó por una profunda amoralidad, cuando se trataba de contemplar y analizar el panorama literario europeo y las obras clásicas, el autor francés desplegaba su fino sentido crítico para atacar firmemente cualquier atisbo de inclinación social, partidismo, color, tendencia panfletaria u otras numerosas expresiones que sirven para designar una aberración literaria que parece hoy en día, como mucho, un pecado venial. Del mismo modo que una parte de la crítica tiene una opinión formada sobre un libro antes de abrirlo, muchos autores se refugian en su imagen mediática y en su poder de atracción para mantener su credibilidad, basada en una tendencia política y social determinada. Por ello creo que sería necesario revisar, como hace Gide, la figura de Baudelaire. No sólo del Baudelaire poeta, el excelente visionario de Les Fleurs du Mal, sino el crítico, el fundador de la crítica literaria moderna y creador de una teoría poética a partir de la cual la poesía europea cambiaría para siempre.

Durante la primera mitad del siglo XX, varios críticos franceses "très comme il faut", gramáticos católicos que veían en el protestantismo una amenaza a la férrea tradición del nacionalismo francés, se preguntaban cuándo las jóvenes generaciones se iban a dar cuenta, por fin, de que Baudelaire era un mal escritor: banal, mediocre, falso innovador... Gide se extrañaba de que estas eminencias no fueran capaces de apreciar las formas perfectas de los textos de Baudelaire: a esta perfección formal debe su supervivencia cualquier artista. Sin embargo, la extrañeza de Gide es sólo aparente; puesto que él sabe bien que la dificultad de leer a Baudelaire reside en que éste basa su fuerza en la búsqueda a la que invita al lector con el fin de establecer una especie de connivencia, una colaboración más allá de la aparente impropiedad de los términos. Eso es lo que irrita a los críticos: la sabia imprecisión de una frase o una imagen, que impide cambiar el mínimo elemento sin que el texto se desmorone. Sólo el verdadero escritor consigue mantener esta estructura que implica, claro está, un esfuerzo por parte del lector que Gide considera básico para comprender y apreciar la obra:

"J'ai ce travers de ne croire qu'aux oeuvres qu'on ne comprend pas bien d'abord, qui ne se livrent pas sans réticence et sans pudeur. On n'obtient rien d'exquis sans effort: j'aime que l'oeuvre se défende, qu'elle exige du lecteur ou du spectateur cet effort par quoi il obtiendra sa joie parfaite" (de "Journal sans dates", p.150)

Lo cual quiere decir, más o menos:

"Tengo la manía de no creer más que en las obras que no comprendemos bien al principio, que no se entregan sin reticencia y pudor. No se obtiene nada exquisito sin esfuerzo: me gusta que la obra se defienda, que exija del lector o espectador ese esfuerzo que le proporcionará el goce perfecto".

Leer a Gide y a Baudelaire en estos tiempos me parece un buen ejercicio contra la liviandad y la superficialidad de la que adolecen muchos autores considerados grandes escritores. La exigencia constante de perfección formal como único modo de creación artística es algo que se olvida a menudo. Y aunque las posturas críticas de ambos, en un contexto limitado, pueden parecer más que nada acordes con su tiempo o como mucho avanzadas, lo cierto es que las ideas literarias que defienden son extremadamente válidas hoy en día. Y yo echo de menos ejercicios de crítica rigurosa, exigente y de gran tirada, como los que ofrecía Gide cada semana en Le Mercure de France. ¿Por qué ahora la crítica mediática en muchos casos ni siquiera ha leído bien a Gide y Baudelaire? O si los han leído de verdad, lo disimulan.

Por eso la lectura de estos Nouveaux prétextes me ha resultado tan gratificante. Pero claro, para mí volver a Gide siempre es como volver a casa.

9.01.2006

Portnoy's complaint

Cumpliendo con mis intenciones de profundizar un poco en la obra de Philip Roth, leo por fin esta novela de 1969, que la crítica trató en su momento como "el libro sobre sexo más divertido jamás escrito". Es verdad que el monólogo del protagonista, un treintañero neurótico con un gran complejo de Edipo, es irónico y contiene algunos fragmentos brillantes por su capacidad de autocrítica y una mezcla de egoísmo y sentimiento de culpa muy interesantes. La madre de Alexander Portnoy es una pelirroja histérica que amenaza a su hijo con un cuchillo cuando a éste le da por no comer. El padre sufre estreñimiento crónico y es incapaz de suscitar la mínima admiración en ningún miembro de la familia. En medio de este difícil panorama, el protagonista de la novela desarrolla una personalidad marcada por el miedo, la represión, el ingenio, la autocrítica y una fascinación por el sexo descrita con detalle en el monólogo y que, en 1969, debió de resultar altamente revolucionaria, pero en la actualidad se queda un poco ñoña. En mi opinión, ahí es donde se aprecia claramente que la novela ha envejecido mal, como algunas de las primeras películas de Woody Allen, cuyos personajes guardan un cierto parecido con el protagonista. Si la novela, o más bien el carácter de Alexander Portnoy, no estuviera tan basado en el sexo, seguramente este envejecimiento sería mucho más digno, pero casi cuarenta años después de la publicación del libro, la educación sexual de la clase media occidental ha mejorado un poco (no mucho, pero sí un poco), y lo que antes escandalizaba o daba morbo ahora resulta casi ridículo.

En realidad, lo que más me ha gustado de la novela han sido los fragmentos de discurso en que Portnoy se pone serio a su pesar: la maravillosa explicación de las razones por las que un vecino suyo, apenas adolescente, se suicidó; el valiente reconocimiento de su incapacidad para formar una familia y cumplir las expectativas que su familia tiene puestas en él; el análisis de sus propias contradicciones acerca de lo que espera de la vida y lo que está dispuesto a arriesgar para conseguirlo... Esas son, en mi opinión, las mejores páginas del libro, lo cual no significa que quiera quitar mérito a los episodios más sexuales y las escenas más divertidas, a menudo sostenidas en diálogos muy rápidos e ingeniosos.

Hacia el final, Portnoy relata su viaje a la tierra prometida y su encuentro con una activista judía, una mujer mitad hippie mitad sargento. A mi juicio, la manera en que Roth aborada este viaje como final del monólogo y conclusión de la historia resulta un poco floja. Creo que el lamento del protagonista se merece un final más contundente, o más abierto, en fin, otra cosa distinta a esta especie de desembarco catártico que se acaba revelando totalmente inútil, puesto que Portnoy, evidentemente, no encuentra lo que estaba buscando a pesar de su empeño. Sería horrible si lo consiguiera, ya que el personaje perdería toda la credibilidad y la fuerza que ha estado forjando a lo largo de la novela frente a un doctor, podemos decir, poco útil. Los neuróticos incapaces, claro está, no se arreglan con viajes a la tierra prometida en busca de raíces inexistentes.