12.28.2005

Segundos afuera

Definitivamente, la literatura argentina está pasando por una etapa de excelente salud que todos, en todos los sentidos, deberíamos aprovechar más. Además de los consagrados e indiscutibles Piglia o Aira, los más recientes, como Pauls o Fresán, me resultan mucho más apetecibles que la mayoría de propuestas peninsulares. Una vez más, la literatura española debería mirar mejor al otro lado del océano porque allí está otra vez la salvación. El último cable llega de la mano de Martín Kohan con su novela Segundos afuera (Editorial Sudamericana, 2005), cuya lectura me ha impedido realizar cualquier otra actividad desde que abrí la primera página hasta que cerré la última. Estructuralmente, es una novela trepidante, construida en torno a un motivo central: el combate de boxeo que tuvo lugar el 4 de septiembre de 1923 en Nueva York entre el estadounidense Jack Dempsey y el argentino Luis Ángel Firpo, con injusta vistoria del primero y consecuente derrota nacional para Argentina, que ya Cortázar abordó en La vuelta al día en ochenta mundos.

Por esas mismas fechas, la Filarmónica de Viena, dirigida por Richard Strauss, aterrizaba en Buenos Aires para realizar una gira interpretando las sinfonías de Gustav Mahler. Cincuenta años después, con motivo del aniversario de un triste periódico de provincias, dos periodistas conversan acerca del combate y la gira de la orquesta, y de la posible conexión que pudieron tener a partir de la muerte de uno de los músicos la misma noche del combate. En diecisiete segundos (tantos como capítulos tiene la novela), Demsey fue proyectado fuera del cuadrilátero para volver por su propio pie y acabar ganando el combate. En esos segundos, narrados con una desbordante intensidad en la novela, varias voces se encuentran y se proyectan años más tarde, en las conversaciones de los periodistas, antagónicos y representantes de la oposición del arte frente a la cultura de masas, y aún más allá, en el cierre final de la novela, que ata los cabos recogidos de forma impecable.

Lo mejor de Segundos afuera es el contraste entre los hechos y los tiempos que se enfrentan, que marcan un ritmo de vértigo, con las pausas justas establecidas por los diálogos entre los dos perdiodistas, que son una cuidada mezcla entre ironía y pesimismo (es decir, las dos caras de una misma moneda, brillando por igual). La música de Mahler, la determinación inexcusable que lleva a la victoria frente a la debilidad, el papel del azar que al final siempre es menor de lo que pensábamos...todas las voces construyen una sinfonía perfecta acerca del ser humano, tocada sin concesiones, con un arrojo y un empeño que lo arrastran todo, incluida la pasividad del lector voluble: Kohan sienta, clava y deja exhausto a todo aquel que preste el oído.

12.25.2005

El Pasado

Esta novela de Alan Pauls, ganadora del Premio Herralde 2003, no es tanto un tratado sobre el amor a la manera de Stendhal, como sus primeros capítulos parecen esforzarse en demostrar mediante el uso de fórmulas de abstracción y extrapolación a veces un tanto pretenciosas, como una fabulación enrevesada que resulta de la mezcla a partes iguales del amor y la locura. Siguiendo una tendencia propia, Pauls crea personajes monstruosos, complejos y de una personalidad y coherencia muy fuertes, y en El pasado la protagonista femenina, Sofía, es la representación suprema de esta tendencia. Sofía es una Mujer que Ama Demasiado y que, tras separarse de Rímini, con el que ha convivido durante doce años, está dispuesta a lo-que-sea para que él vuelva a su lado.

La diferencia entre los personajes de El pasado y los de Wasabi, la anterior novela del autor, es que en ésta última resultan inquietantes en todo momento, son sublimes y mantienen un halo de misterio y elevación desdeñosa totalmente admirable. Exacto, son personajes para admirar. En cambio, en El pasado, y quizá debido simplemente a la extensión de la novela (551 páginas dan para desvelar mucha miseria y sacar mucho trapo sucio), la tensión es irregular y en ocasiones sufre altibajos bastante bruscos, con lo cual la reputación de los personajes protagonistas se acaba resintiendo. Sofía se vuelve pesada por momentos, y pasa de visionaria irreprochable a neurótica amargada con demasiado poca dificultad. Sus cartas, las cartas que escribe a Rímini a lo largo de los años (porque la historia de amor dura mucho, pero la lucha por recuperarlo para demostrar que nunca se extinguió dura tanto o más) siempre expresan una voz firme y original: es evidente que a Sofía le gusta escribir y lo hace bien. Sin embargo, su comportamiento a lo largo de la novela, sus apariciones intermitentes en la vida de Rímini, que es el hilo conductor, advirtiéndole constantemente que nadie va a conocerlo nunca como ella, recordándole un pasado común que él se empeña en dejar atrás sin éxito, adolecen de una tendencia a la repetición y acaban resultando casi monótonos en ocasiones, lo cual es una lástima porque la novela es muy buena, y sería excelente si no mostrara precisamente estas irregularidades. Es como si Pauls no hubiera ajustado bien la progresión temporal, y así nos mantiene en compás de espera demasiado tiempo, el interés decae y el ceño se me acaba frunciendo. O quizá es que no he sabido sumergirme en las lagunas del estancamiento argumental de las que otros quizá sepan disfrutar con placer. Es posible. En todo caso, para mí es una lástima que Pauls no haya conseguido esta vez mantener una tensión ambiental que en Wasabi resultaba de una perfección intachable. Quizá se acabó enredando entre tanto despecho y tanto desplante, y luego le costaba mucho salir ileso. Estos temas resultan siempre tan delicados... sobre todo cuando pretender ser exhaustivos.

12.16.2005

Textos de Macedonio Fernández

Este argentino discreto y silencioso, al que los grandes veneran pero nunca reconocen lo suficiente, escribió a lo largo de su vida una serie de textos muy heterogéneos, algunos tan difíciles de abordar como de encontrar en las librerías españolas. Hace poco me topé por casualidad con una antología que la Editorial Corregidor publicó en 2004 de la obra de Macedonio Fernández, que lleva por título Textos selectos y comprende varios relatos cortos, dos novelas, cuentos y poemas, además de una buena selección de textos que a veces recuerdan a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna (contemporáneo y gran amigo de Macedonio):

"Pobrecito el cosmos, ¡me da una lástima!; se le cae todo. Habría que aconsejarle que cambie de mucamo."

"Chica extraviada que pregunta a un transeúnte:¿No vio pasar a una señora que no iba con una chica como yo?"

o

"Habiendo tantísimas personas interesantes ¿por qué preferimos admirarnos a nosotros mismos?"

Después de una atenta lectura de esta antología (Macedonio es exigente y requiere tiempo y tranquilidad), me asaltan dos convicciones complementarias: por una parte, la de haber estado implicada directamente en la construcción del texto en tanto que lectora. El autor piensa constantemente en su lector y se dirige a él con familiaridad, lo llama, lo invoca, le hace guiños, siente una empatía con él que le hace escribir cosas cómo ésta:

"Ningún autor tuvo la visión de la tortura del lector después de la palabra FIN. Nadie se cuidó de ese momento. Por primera vez lo hago yo, que sé que en obras que enamoran el lector quiso siempre dos páginas más que desacaten la palabra FIN. E, ido el libro, se queden junto al lector."
(Cuánta razón tiene...¡Con qué determinación me negué a aceptar que había llegado al final de Rayuela o de Los detectives salvajes!)

La segunda certeza que tengo tras haber leído estos textos es que Macedonio Fernández es uno de los escritores que mejor emplean el humor de todos los que conozco. Un humor que es una ética personal, una forma de indagación, una metafísica. Mediante el disparate y la subversión de las convicciones establecidas, el autor argentino construye una visión congruente del mundo y del papel que desempeña en él la literatura, visión que toma prestadas bases de las Vanguardias pero siempre se mantiene en una perspectiva totalmente personal. Y así consigue rasgar, arañar en la lucidez y alcanzarnos un poco con que poder indagar en las situaciones cotidianas, el amor, el sufrimiento, la muerte... porque Macedonio es, básicamente, un escritor metafísico, y sus novelas o cuentos no presentan el desarrollo básico introducción-nudo-desenlace, sino que evolucionan en torno a una idea y se arman siempre a partir de la colaboración imprescindible entre autor y lector (en este sentido, Adriana Buenos Aires Y Museo de la Novela de la Eterna son un claro ejemplo).

Estos Textos selectos son, pues, una invitación al placer de la lectura inteligente, sosegada y agradecida, donde la pieza más importante es uno mismo. Eso sí, el placer aparece siempre y cuando uno sea capaz de asumir el riesgo que todo esto conlleva.

12.11.2005

Bartleby

En el aeropuerto de Barcelona, esperando un avión que nunca llega, leo Bartleby en una edición de Penguin de 1986 que reúne varios relatos cortos de Herman Melville, Benito Cereno o Billy Budd, sailor entre ellos. La única vez que me acerqué a Melville fue en un intento de asomo a Moby Dick, cuando debía de tener unos diez años. Fue una mala elección (provocada seguramente por algún adulto que no había leído la novela pero estaba convencido de que a los niños nos encantaba): me aburrí enseguida y abandoné el libro; desde entonces, Melville había permanecido muy lejano. Sin embargo, la lectura de Bartleby ha sido como un proceso de rencuentro con algo desconocido pero muy familiar, como si la huella del escritor hubiera estado medio escondida, agazapada en otras lecturas, otros cuentos, otras historias que ahora me es imposible recordar. Pero todo me suena desde que empiezo a leer: la voz del abogado pragmático que se alza en narrador, la angustiosa relación que mantiene con el escribiente que contrata, Bartleby (el cual se irá revelando como su lado oscuro, su opuesto, su reverso); incluso me resultan familiares las palabras que éste repite como una cantinela: "I would prefer not to...". Dejando a un lado el rastro que Melville haya podido dejar en la literatura contemporánea, que seguro es importante pero no me propongo siquiera vislumbrar aquí, lo que me resulta terriblemente cercano es, sobre todo, ese miedo y su consecuente rechazo a una vida demasiado intolerable. Bartleby encarna la inacción, el estacionamiento que no le obliga a tomar partido: siempre se queda quieto donde está pero no por decisión propia, sino por falta de alternativas. Es aterrador ver cómo un hombre escoge voluntariamente mirar hacia las paredes muertas y dar la espalda a cualquier signo de vida.

Al leer el cuento de Melville he tenido una sensación parecida a la que recuerdo, sobre todo, con la lectura de los cuentos de Kafka: esa angustia impotente que llega a confundir realidad y ficción. La empatía que en este caso se establece entre narrador y lector y el sufrimiento casi agónico que acompaña la lectura del relato son la mayor prueba de la validez universal de Melville, que al escribir Bartleby estaba mostrando crudamente el miedo y la atracción que supone enfrentarse a la negación de la vida humana.

La geografía literaria de Marsé

Recién llegada a Barcelona me decidí a visitar el Kosmópolis, subtitulado Fiesta Internacional de la Literatura, con ocasión de la charla que Juan Marsé y el catedrático Lluís Izquierdo aportan a la serie "Geografías literarias del Raval" (antes Barrio Chino). Siempre he sido reacia a encontrarme cara a cara a los escritores que me gustan mucho por temor a la decepción. No olvido la profunda antipatía que me causó Juan Goytisolo en el Paraninfo de la Universidad de Barcelona hace ya muchos años. Seguro que el pobre tenía un mal día, estaba cansado y harto de preguntas estúpidas, pero desde entonces una extraña desidia se apodera de mí cuando intento leer sus artículos, ya no digamos sus libros, que devoraba hasta el fatídico encuentro. Por tanto, después de comprobar que a los escritores hay que conocerlos y tratarlos por escrito, soy profundamente escrupulosa y selectiva con las conferencias y charlas a las que acudo.

En este caso, la apuesta era difícil porque Juan Marsé es para mí un escritor muy cercano, del que he leído prácticamente todo, hasta las novelas más flojas como El amante bilingüe. Me queda muy próximo su mundo imaginario mezclado con la realidad de barrio pobre barcelonés, así como sus ideas acerca de la prosa transparente como ideal de escritura -aquélla en la que no repara el lector, porque queda invisibilizada en favor de la historia, pero al mismo tiempo le permite ver lo que lee. Así que mi temor era justificado ante lo que podía encontrarme, pero enseguida respiré tranquila: Marsé parece, más que un escritor, el tipo simpático que uno puede encontrarse en cualquier bar de la esquina, y no tardó en meter en cintura a Lluís Izquierdo, empeñado en ejercer de catedrático en todo momento. El escritor se dedicó a echar por tierra sin contemplaciones las intrincadas simbologías que Izquierdo proponía para sus novelas; incluso amenazó con adoptar la actitud de Juan Rulfo, quien tras una larga disertación de su interlocutor sobre la ausencia de rasgos físicos en sus personajes, declaró escuetamente: "Claro que no tienen rostro. Son muertitos".

Marsé ha sido siempre un escritor de la vida más que de la literatura, uno de los que escogen a Dickens antes que a Joyce. Durante la charla, una vez que Izquierdo optó por callarse, en el público pudimos recrear las figuras del Pijoaparte y de Teresa, y la relación que fraguaron en la Barcelona franquista, en un Raval al que los señoritos acudían atraídos por los bajos fondos, como los Barrales y Giles de Biedma amigos de Marsé. Hoy ya no hay charnegos en la ciudad, sino inmigrantes, y las Teresas no guardan la virginidad como algo fundamental... Hoy Barcelona se ve tan "maca" que a veces no es capaz de mirarse al espejo. Por eso es importante que gente como Marsé sigan vivos y en activo, para recordar qué había antes y de dónde viene tanta modernidad.

12.03.2005

Última hornada de literatura francesa

Después de Franckfurt me llegan cuatro novelas francesas como propuestas de traducción, y lo que leo me preocupa. Hace tiempo que había comprobado que la literatura en Francia pasaba por un período mediocre, insulso y terriblemente gris, pero con estas últimas novedades advierto que la situación es más grave de lo que creía. Salvo Houellebecq y Pennac, que son dos casos excepcionales sobre los que habría que discutir largamente en otra parte, no hay un solo novelista que pueda considerarse realmente bueno, y mucho menos exportable. Hay cositas por aquí y por allá, como las que tengo sobre mi mesa, pero nada que impresione, conmueva, exprese o indague en serio, se arriesgue, sufra...un panorama desolador que incita al bostezo, lo cual es triste porque la literatura francesa no puede apoyarse sólo en sus coetáneas francófonas (a las que, encima de todo, se atreve aún a despreciar) para contribuir a la necesaria contrapartida frente a la literatura anglófona, con el fin de que la tradición novelística europea se mantenga equilibrada. Recién leo el último Premio Goncourt, Trois jours chez ma mère (Grasset, 2005), de Francois Weyergans; una novela entretenida sobre un escritor que se siente culpable por diversos motivos. Lo mejor son las descripciones de los encuentros con sus numerosas amantes. Ya está.

La joya de Gallimard en la feria fue Waltenberg, de Hédi Kaddour, de la cual ni siquiera he podido llegar al capítulo segundo. Trincheras de 1914 y un hombre que busca desesperadamente a una mujer. No ha sido capaz de suscitarme la más mínima emoción. Fuera.

También han llegado a mis manos Le tiroir à cheveux (P.O.L, 2005) de Emmanuelle Pagano, a quien no conocía; otra novelita gris sobre una madre adolescente y su hijo con parálisis cerebral, y, por último, L'apprentissage, de Raphaël Majan (P.O.L, 2005), que cuenta en clave de humor la historia de un comisario empeñado en hacer justicia por su cuenta. El humor francés de los últimos años me parece altamente peligroso. Alguien debería impedir que Alexandre Jardin escribiera un solo chiste más. Los de Majan son sólo un poco más elaborados, lo cual no quiere decir que lleguen a ser graciosos en ningún momento. ¿Dónde quedó Queneau? ¿Qué hicieron con él? ¿Qué pasó con Céline? ¿Y con Boris Vian y el Instituto de la Patafísica (pero ¿por qué tenemos que remontarnos tan atrás?). Creo firmemente que la literatura francesa necesita una buena sacudida, una rebelión desde la base a partir de, entre otras cosas, la ironía y la mejor tradición novelística del siglo pasado. Ya que Kaddour rescata en Waltenberg la figura de Alain Fournier y su obra maestra El Gran Meaulnes, ¿por qué no lo lee detenidamente y aprende algo? Y así con todas las figuras, y fueron muchas, que dieron un nuevo sentido a la literatura e introdujeron la novela en la modernidad. No quiero seguir leyendo a Gide ni a Camus por más tiempo...Alguien tiene que hacer algo.

12.02.2005

Amantes y reinas

La historia de Francia desde el siglo XVI hasta el XVIII, con la Revolución Francesa y el guillotinamiento de María Antonieta como guinda, está enfocada de manera original en este ensayo de Benedetta Craveri (subtitulado El poder de las mujeres), que está teniendo un inesperado éxito en Italia y muy pronto aparecerá en español en Siruela y en el Fondo de Cultura Económica.

Merece la pena sumergirse en la historia con ensayos como éste, riguroso pero con un punto de chisme y picante, un lenguaje divertido pero de lo más cuidado...y es que el tema da para mucho. A pesar de que los libros "sobre mujeres de..." suelen ser peligrosos y hay que andarse con cuidado, aseguro que éste es una excepción: salvo en el capítulo primero, que hace las veces de prólogo y es en realidad prescindible, el discurso feministo-rencoroso-reivindicativo tan latoso y destructor de la buena literatura está bien ausente. Por tanto, el ensayo de Craveri es altamente recomendable para todos aquellos que deseen considerar por un rato que la historia no tiene por qué ser pesada y aburrida; muy al contrario, buceando apenas podemos encontrar joyas increíbles pero atestiguadas. De hecho, todo depende de la perspectiva de aproximación, y la que utiliza la autora en Amantes y reinas es sumamente interesante, impúdica y en ocasiones incluso morbosa, sin llegar a perder nunca el rigor. Cada capítulo del ensayo está dedicado a una mujer de la historia, desde Diane de Poitiers (amante de Enrique IV) hasta la reina María Antonieta (mujer de Luis XVI), ya sea por su condición de "favorita" del rey de turno o bien por tratarse de la reina consorte o regente. Así pasamos por Catalina de Medicis, a quien, en medio de terribles luchas entre católicos y protestantes, todos los hijos se le morían pese a recurrir con fervor a la magia negra, o precisamente por eso; también nos acercamos a la bella y tierna Ana de Austria, famosa por ser la reina de D'Artagnan y los Tres Mosqueteros (aunque, por cierto, Dumas no fue nada verídico en su novela); nos enteramos de los secretos eróticos de Madame de Montespan o Madame du Barry, una prostituta que acabó convertida en amante del insaciable Luis XV y que terminó guillotinada por culpa de su afición a las joyas, que la traicionó...
Normalmente, las amantes con sangre fría, apasionadas pero calculadoras y ambiciosas, como la célebre Madame Pompadour, podían permanecer veinte años al lado del rey y ejercer una notable influencia en las decisiones socio-políticas desde la sombra o a plena luz...Otras, las enamoradas e ingenuas como Louise de la Valliére, acababan encerradas en un convento. Los retratos literarios de estos personajes históricos, bien trazados y ensamblados en el marco político correspondiente y encadenados por escrupuloso orden cronológico, son un raro hallazgo al que resulta interesante asomar, aunque sólo sea para percibir la sensación de vacuidad e injusticia que puede producir el relato de los entresijos del poder en la Corte francesa. Ponen punto final al libro las últimas palabras de María Antonieta, que ante la muerte mostró un coraje grave y sereno del que nunca había dado prueba en vida:

"He sido condenada, no a una muerte vergonzosa, porque esta muerte es vergonzosa sólo para los criminales, simplemente a morir; inocente como soy, espero mostrar en el momento extremo la necesaria firmeza. Estoy tranquila como cuando la conciencia no lamenta nada; me disgusta profundamente abandonar a mis pobres hijos, que espero tomen ejemplo de nosotros ¡cuánto consuelo nos ha dado la amistad en las desgracias! (...) Que mi hijo no olvide nunca las últimas palabras de su padre: "No intentes nunca vengar mi muerte". (p.375)