8.15.2006

Americana

Esta es la primera novela que escribió Don DeLillo, antes de convertirse en una especie de escritor de prestigio en Estados Unidos, a raíz de la publicación de títulos como White noise (traducido como Ruido de fondo) o Underworld (Submundo). Es verdad que la novela ya apunta maneras, aunque sea una afirmación demasiado fácil desde esta perspectiva posterior, cuando el vaticinio ya se ha cumplido. Sólo quiero decir que Americana, publicada en 1971, es una especie de visión cósmica de la conciencia estadounidense, que en ocasiones llega a ser terrible. No lo puedo evitar, me atraen sin remedio los escritores cínicos, y DeLillo utiliza el cinismo como una de la bases de su novela. El protagonista, David Bell, un joven tan atractivo que firma autógrafos en los aeropuertos, me ha provocado sensaciones parecidas al protagonista sin nombre de El gran momento de Mary Tribune. No es que la novela de Hortelano sea la versión cañí y ésta la versión gringa, por supuesto, pero tienen un aire, y por algo sólo se publicaron con un año de diferencia. Dicho esto, creo que ya es suficiente para mostrar que merece la pena leer la novela de DeLillo. Pero hay más cosas:

La historia está bien diferenciada en dos partes: la parte de Nueva York, donde David trabaja en una agencia de publicidad y se dedica a conspirar para seguir el juego de poder entre los altos cargos y a tener sexo con muchas mujeres, y luego está la parte del viaje, cuando David cruza los Estados Unidos y rueda una película en un pueblo perdido del medio oeste. Es la película de su propia vida, de los miedos y demonios que se ha guardado durante mucho tiempo y ahora se expresan por medio de actores encontrados al azar que se entusiasman al ver su cámara de 16 mm. Las dos partes están bien acopladas pero son totalmente distintas; el único hilo conductor es la propia conciencia de David, que mezcla presente y pasado y se enfrenta a la sociedad norteamericana de un modo que, en ocasiones, a pesar de la máscara de cartón duro forjada a través de los años, lo hiere. El consuelo es que los demás no son mejores que él. Él, al menos, es guapo y está orgulloso de ello.

La brillantez de la novela, en mi opinión, se asienta sobre todo en los diálogos, y en lo que constituye el guión de la película de David: conversaciones entre los actores, frente a la cámara, y el director, detrás de ésta, gritando a coro la angustia de un país que, en plena guerra de Vietnam, no sabe qué hacer con los que no quieren o no pueden seguir su juego de muerte. Los recuerdos de David sobre su familia, los años en la universidad y su matrimonio son a veces terribles por la frialdad con que contemplan el dolor, y de ahí nace el cinismo que el protagonista utiliza como defensa. Los destellos de ingenio más evidentes vienen de la mano de las observaciones de los personajes en esos a menudo delirantes diálogos que componen la novela, y constituyen visiones agudas y muy claras de la sociedad estadounidense:

"El éxito comercial de un anuncio publicitario se basa en hacer que el consumidor quiera cambiar su modo de vida. Se mueve de la conciencia en primera persona a la conciencia en tercera persona, el hombre que todos queremos ser. La publicidad ha descubierto a este hombre. Consumir en América no es comprar, es soñar. Los anuncios sugieren que el sueño de entrar en la tercera persona del singular puede hacerse realidad".

Terrible.

8.06.2006

84, Charing Cross Road

Una cierta vaga idea acerca de este libro fue lo que me llevó a sacarlo de la biblioteca en un día sin demasiadas expectativas por delante. En la contraportada decía algo sobre las librerías de segunda mano, un tema siempre interesante. Al empezar a leerlo vi que se trataba de una historia totalmente cierta, en realidad una transcripción de las cartas que durante más de veinte años se escribieron Helene Hanff, escritora neoyorquina y pobre, y Frank Doel, empleado de la librería londinense Marks & Co., situada en el 84 de Charing Cross Road. A través de estas cartas, siempre breves e ingeniosas, vamos conociendo poco a poco no sólo a sus autores, sino los ambientes que los rodean de un modo delicioso. Miss Hanff es en este aspecto mucho más explícita que el contenido y "british gentleman" Frank Doel, y por ello es que empieza a romper la distancia de las primeras cartas, que hablan sólo de pedidos de libros, para escribir sobre su trabajo, sus gustos literarios, su vida en Nueva York... Frank Doel disfruta con su brillante sentido del humor, que pronto es admirado por todo el personal de la librería, y empiezan a tratar a Helene como si fuera de la familia cuando reciben los primeros regalos desde Nueva York. En los años 50, época de posguerra y racionamiento, los ingleses agradecían maravillados el jamón y los huevos en polvo (?) que Miss Hanff enviaba con tanto cariño. Y así, poco a poco, se prolonga y estrecha una relación epistolar entre dos personas que jamás se vieron, pero se entendieron a la perfección.

Los pasajes más interesantes de esta novelita epistolar (menos de cien páginas) son los que se refieren, claro está, a los libros y a la lectura, es decir, la mayoría. Helene Hanff es una escritora autodidacta, mordaz, que odia la ficción y, más que leer, se dedica a releer con una devoción excepcional. En sus cartas hay pasajes sobre los clásicos ingleses que son una verdadera joya de crítica fina, audaz, despojada absolutamente de cualquier atisbo de pedantería y petulancia... el estilo de la neoyorquina pegada a su máquina de escribir y su paquete de cigarrillos está totalmente alejado de la línea crítica oficial, y más aún debido al canal por donde se transmite: las cartas entre ella y Frank son pinceladas, agudezas que pican aquí y allá y dejan al lector imaginar el resto. Por ello, la lectura de 84 Charing Cross Road resulta muy alentadora e interesante para reflexionar sobre el papel de la literatura en nuestra vida personal y el modo en que nos acercamos a los libros y disfrutamos de ellos. Algo, creo, muy necesario en esta época de vértigo editorial y comercialización en masa.

Después de 84, Charing Cross Road, leo el reverso de la moneda: La Duquesa de Bloomsbury Street, el diario que escribió Helene Hanff los días que pasó en Londres, cuando al fin pudo conocer la ciudad con la que tanto había soñado. Frank Doel estaba muerto y la librería ya no existía, pero ella no cae en la nostalgia de algo que ni siquiera llegó a ver y nos traza en pocas páginas un retrato de la ciudad y sus gentes lleno de ironía y elegancia. Otra joyita de esta mujer maniática y divertidísima de la que todos, en tanto que lectores, deberíamos aprender algo.

8.03.2006

Robinson Crusoe

Daniel Defoe escribió a principios del siglo XVIII la que sería considerada primera novela en lengua inglesa, con un protagonista, Robinson Crusoe, que representa el primer héroe moderno, el primer individualista de los tiempos de la razón y la ciencia.

Es verdad que, al leer el libro, resultan sorprendentes algunos actos y rasgos del pensamiento de Robinson (que siempre nos llega íntegro, ya que el discurso narrativo utiliza en todo momento la primera persona) porque quedan extremadamente cercanos, y también porque habría sido imposible escribirlos sólo unos cuantos años antes, a finales del siglo XVII, con los últimos pero firmes coletazos del barroco. Robinson ya piensa como un ser independiente, lúcido y responsable de sí mismo. Algunos fragmentos de su relato, construido bajo la perspectiva de unos años más tarde, cuando la aventura ya ha sucedido y terminado y el protagonista vive una más plácida pero no impasible vejez, sorprenden por su carácter lógico y totalmente autónomo: es el pensmaiento de un hombre que debe hacer frente a una soledad que no es sino la proyección de la verdadera situación del ser humano dentro del entorno social. Todos estamos solos, arguye Defoe, y lo mejor que podemos hacer es aceptar nuestra condición y tratar de vivir del modo más consecuente y responsable para nosotros mismos. La sombra de Dios juega en el libro un papel de acompañamiento, pero nunca dirige o impone.

Robinson razona de un modo absolutamente válido aún hoy en día: conoce sus propios demonios y trata de que no ataquen demasiado fuerte, sabe cuáles son sus debilidades y cómo afectan a sus decisiones (entre otras cosas, son la razón por la que acaba en una isla desierta), afronta sus carencia y decide en función de su bienestar individual , su superviviencia y su futuro, dentro de una ética de respeto e interacción con el medio. Como el hombre moderno. Su lista de cosas buenas y malas, enteramente reproducida en la novela, nos puede sonar mucho. ¿Quién no ha hecho una lista de pros y contras, real o imaginaria, para aclararse antes de tomar una decisión o plantear un cambio?

Robinson observa, mide, calcula y crea una estrategia que sigue hasta el final de la novela y que resulta efectiva gracias a un esfuerzo enteramente personal. En el relato, la religión y la ayuda de Dios funcionan como un aliciente psicológico, un soporte estabilizador para los momentos bajos, y nada más. Dios no salva a Robinson, sino que éste sobrevive gracias al trabajo constante, paciente, progresivo, inteligente...Cuando naufraga en la que hoy es la isla chilena de Juan Fernández, no tiene la más mínima idea de cómo emplear manos para construir, para crear. Poco a poco se convierte en un experto ganadero, agricultor, artesano... sin que nadie lo enseñe, gracias a su tenacidad alimentada principalmente por la necesidad y la voluntad. Y en ese esfuerzo por el trabajo encuentra Robinson su consuelo, sus ganas de seguir viviendo, y su recompensa. Es impresionante lo moderna que resulta el alma de este hombre del siglo XVIII: hasta las crisis esporádicas y los días de bajón están finamente relatados en la novela.

Por eso, creo, me siento reconfortada al acabar de leer Robinson Crusoe...una lección de ética y superación personal en un ambiente que es hostil hasta que logramos transformarlo y hacerlo nuestro sin aspirar a nada más (porque después de la isla, en realidad ya no hay nada más...Defoe se podía muy bien haber ahorrado el episodio de los lobos en los Pirineos, con el pobre Viernes pasando frío). Algo que Cándido, otro lúcido del siglo XVIII, comparte con Robinson, pero él prefiere la fórmula más sencilla de cultivar el propio huerto.