7.20.2007

Todo cuanto amé

Con este título se tradujo la tercera novela de Siri Hustvedt (Anagrama, 2004), más conocida quizá por su condición de esposa de Paul Auster que por su propia producción literaria y ensayística, no menos interesante pero mucho más escasa, eso sí, que la de su marido. Al leer esta novela queda bien claro que Hustvedt prefiere hacer las cosas despacio y con abundante documentación a mano, aunque algunas de las ideas desarrolladas en el libro provienen de la tesis no publicada de su hermana, Asti Hustvedt. Todo queda en familia, pues.

Todo cuanto amé despliega a lo largo de la trama una serie de teorías artísticas bien conectadas e hilvanadas pero poco profundas y un tanto dispersas. Ideas propias de un intelectual que vive en Nueva York, frecuenta las galerías de arte, asiste a las inauguraciones de sus amigos y da clases de historia de la pintura contemporánea en la universidad. Este es el personaje principal y narrador en primera persona de la novela, Leo Hertzberg. A pesar de mis temores iniciales, Hertzberg no resulta superficial, sino más bien aburrido cuando se empeña en describir detalladamente cada una de las obras que fabrica su mejor amigo, personaje central de la novela y artista alrededor del cual gira un mundo complejo e intenso, como debe ser, y que pasa del anonimato al reconocimiento mundial sin que ello afecte la autenticidad de su obra.

El discurso del profesor Hertzberg, que narra su propia vida desde su juventud hasta su senectud, está muy bien construido. Hustvedt utiliza un lenguaje preciso y muy rico en matices que, salvo en las descripciones artísticas ya mencionadas, atrapa al lector por su fluidez amable y su variedad narrativa. El problema de esta novela, en mi opinión, es el propio flujo de pensamiento del protagonista y base de la estructura, ya que resulta demasiado angelical. Un tipo tan bondadoso, que puede contar con los dedos las faltas que ha cometido en su vida (entre las cuales se encuentran, por ejemplo, tener fantasías sexuales con la mujer del amigo artista y sentirse culpable por ello, o encerrarse en sí mismo y provocar una crisis matrimonial), no es una buena elección para llevar el peso de una novela tan larga, donde las emociones juegan un papel muy importante. En cambio, los personajes que rodean constantemente al profesor, es decir, las personas que permanecen junto a él a lo largo de los años (su mujer, sus amigos), sí parecen más imperfectos, o al menos más duales y contradictorios... más humanos, al fin y al cabo. Ante tal despliegue de bondad por parte del narrador, el lector, por comparación, se acaba sintiendo bastante malvado, más identificado con los otros personajes y un poco harto de la tendencia a la santidad de Hertzberg. Hasta en las situaciones más dramáticas, que por supuesto él nunca desencadena, muestra un comportamiento estoico e intachable.

No, definitivamente, Hertzberg no es una buena elección, lo cual resulta una lástima porque Hustvedt, que como decía, escribe sin prisas, se esfuerza en tratar temas y situaciones psíquicas muy interesantes que no suelen aparecer en las obras de ficción: trastornos como la histeria, el rechazo a la comida, la necesidad de mentir compulsivamente... son rigurosamente descritos y contemplados desde una perspectiva bastante original y bien lograda. Los personajes más atractivos son, precisamente, los que más se alejan del modo de pensar, sentir y actuar de Hertberg, y a los que la autora dota de un lado oscuro, siempre ambiguo a lo largo de la trama a la vez que cercano a la realidad. Ellos son quienes aportan el misterio y la complejidad necesarios para que la historia funcione. Sería interesante leer el mismo relato desde su punto de vista. Seguro que la novela ganaría muchísmo en profundidad, riqueza e interés.

7.08.2007

El mar

Hay una especie de resorte en esta novela de John Banville (traducida por Anagrama en 2006) que establece desde el principio un juego de equívocos, imposturas sutiles que se superponen y acaban rellenando todo aquello que creemos que es esencial, entendemos que debe ser puro y sincero, o al menos tender a ello. En este sentido, se puede decir que El mar es una novela con rasgos barrocos, extrapolados a una época y un espacio contemporáneos. En realidad, el período de entreguerras en el que crecen y se mueven los personajes no es tanto una decisión significativa como un modo de no distraer al lector con extrañamientos anacrónicos. Ocurre lo mismo con el espacio: Max Morder, narrador y protagonista, nos sitúa en un pueblo costero de aire difusamente anglosajón y transfigurable a muchos otros, a gusto del lector y sus propias experiencias en cuanto a paisajes marítimos.

Las coordenadas externas son, pues, lo de menos en esta novela cuyo título resulta tan simple como certero. El mar es la fuerza irresistible que atrapa y domina los recuerdos de Max -nombre falso, por cierto; el verdadero nunca llegamos a conocerlo--, pero también el ritmo equívoco y cambiante del pasado, el fondo sonoro y la imagen muda... el mar tiene caras, gestos, ruidos y brillos infinitos e insondables, y en él se apoya Max como punto de referencia omnipresente para construir su vida y su personalidad. La voz que se alza magistralmente pertenece a un hombre casi viejo que vuelve al lugar donde pasó un verano de su infancia, y constituye el mayor placer, la seña de identidad de esta novela. Es una voz-murmullo que a veces se agita, otras susurra, y que se arrastra continuamente entre los recuerdos, sorteando al principio lo que resulta demasiado doloroso para acabar arrasándolo de un golpe furioso.

Cuando Anne, su mujer, muere, Max decide regresar a este mar de su infancia y dedicarse a recolectar imágenes, sensaciones, palabras de un pasado del que nunca quiso deshacerse. La valentía del narrador consiste en mostrarnos sus lados más oscuros (la crueldad, el desprecio, la pereza, la mentira) sin tratar de camuflarlos ni redimirlos, porque simplemente ya no le importan. La muerte de su mujer le permite liberarse de las máscaras y dejar a flote el vacío mezquino que se expande poco a poco. Y es ahí donde se gana al lector. Porque es cierto que pocos narradores admiten sus miserias del modo en que lo hace Max: sin pedir perdón ni buscar ningún tipo de consuelo o comprensión siquiera. No le preocupa lo que nadie piense de él, lo único que desea es pasar el resto de sus días -pocos, a ser posible-, envuelto en ese mar de recuerdos horribles y espléndidos al mismo tiempo, y por ello fascinantes. Así es como el lector se sumerge en la novela para afrontar el oleaje de imágenes contrapuestas del verano que marcaría a Max para siempre, la vida junto a su esposa y los meses de enfermedad cuando ella sabía que iba a morir y él, simplemente, no sabía qué hacer.

Banville logra en esta novela un ensamblaje perfecto del lenguaje como vía de exploración de una vida. La narración de Max es perfectamente consciente de sí misma a pesar de la vacuidad y el terror que expresa. Ahí se fundamenta el desarrollo de la gran paradoja: utilizar las palabras para expresar aquello a lo que de otro modo nunca podríamos dar forma, como única vía que nos permite dominar los sentimientos, las ideas o los miedos. Por todo ello, al final no podemos sino perdonar a Max, porque su acto de valentía -aunque también puede ser temeridad o abandono, en todo caso no importa- al quitarse las máscaras y exponerse a sus consecuencias lo acaba redimiendo. No es fácil vivir en el pasado, y mucho menos enfrentarse a él sin condiciones. Pero a veces es eso, o la muerte, parece decirnos Banville, y entonces hay que arriesgarse.