Recién acabo esta novela de Coetzee, y creo que podría pasar horas y horas escribiendo sobre ella, pero no lo haré porque estoy convencida de que lo mejor es, simplemente, afirmar que la experiencia que ofrece Juventud (publicada por primera vez en 2002 por Vintage) como lectura, es decir, en tanto que modo de instrospección y enfrentamiento a los fantasmas (mejores y peores), es única. Y pocos libros, que yo recuerde, pueden siquiera ofrecer algo así: un espejo tan nítido en el que el lector se mire y se juzgue. El veredicto depende de sí mismo. Asusta un poco, sí, pero Coetzee no es cruel, o al menos no es sólo cruel, con lo que la experiencia no tiene por qué ser deprimiente, sino que puede convertirse en algo muy enriquecedor.
Y es que el argumento, para empezar, tiene mucha miga: un joven blanco, sudafricano, universitario, poeta, hipersensible y encerrado en sí mismo, lucha por enfrentarse a un mundo que le da pánico y se refugia en sus sueños anhelantes de reconocimiento literario donde, de paso, aparecerá y acabará quedándose la mujer de su vida. El encuentro literario y el encuentro amoroso siempre ahí, al alcance de la mano pero sin acabar de hacer acto de presencia. Mientras tanto, el sexo frustrante y la incomunicación se encargan de ir rellenando los días y matando el tiempo de espera. A pesar de que John, el muchacho solitario, sabe bien que el destino no va a venir a vistarlo a menos que él haga algo al respecto (como sentarse a escribir, por ejemplo), evita tanto como puede la confrontación directa consigo mismo, la crítica y consecuente toma de decisiones que sirvan para dejar de aplazar un futuro que pueda convertirse en presente. Él sabe muy bien lo que es correcto, lo que hay que hacer en la vida, por ello paga sus facturas puntualmente y empieza a trabajar como programador informático. La cuestión es si puede llegar a ser poeta mientras sigue haciendo lo correcto. Lo correcto es aburrido. Entonces, si hay que ser malo antes que aburrido para escribir, porque la vida no ofrece una vía intermedia o un consenso pacífico entre ambos lados...¿qué hay que escoger?
Es fácil caer en la identificación total e incondicional con este chico asustado desde las primeras líneas de la novela, y eso es algo que Coetzee consigue, creo yo, como pocos escritores contemporáneos, gracias a su sutilidad sensible pero directa, y al uso de un estilo indirecto libre tan clásico pero tan bien adaptado a las necesidades de la prosa más actual y a la vez universal. Es como si consiguiera desnudarlo todo sin que nadie sienta el más mínimo pudor. La intimidad compartida, el flujo de comunicación abierto... ése es quizá uno de los rasgos más bellos del proceso de lectura, que el escritor sudafricano nos proporciona a manos llenas. Así, el lector se convierte, por obra y gracia del narrador, en el único ser capaz de acceder a los pensamientos del protagonista, y a sus frustraciones más secretas, que nadie más puede imaginar, y comprenderlos y compartirlos. Es lo mismo que hace grandes a personajes como Madame Bovary, que tienen tanto que expresar y realizar y pedir en la vida, y no lo hacen por su carácter, porque no los dejan, porque no pueden. La expresión que usaron los críticos ingleses para describir todo esto en el protagonista de Juventud fue "echado a perder"...algo sobre lo que decididamente vale la pena reflexionar.
7.23.2006
7.16.2006
El escritor fantasma
Por
blanca gago domínguez
Me he acercado a esta mi primera novela de Philip Roth con curiosidad y expectación, atraída por los repetidos comentarios que califican al escritor norteamericano de firme candidato al Premio Nobel, aunque es verdad que eso no tiene por qué significar que me vaya a gustar. En todo caso, quería sobre todo saber cómo eran los libros de este representante de la llamada "escuela judía americana", de la cual confieso no tener apenas conocimiento, y tampoco aspiro a tenerlo en tanto que grupo. Las etiquetas literarias, especialmente aquellas que se imponen a escritores u obras contemporáneas con intención de relacionarlos, suelen tener hoy en día un carácter comercial, y un significado casi vacío. Del mismo modo que odio la literatura feminista o la poesía social como agrupación forzada de autores y obras que muchas veces poco tienen que ver entre sí, o al contrario, son copias exactas unas de otras y entonces ya no son literatura, lo de "escuela judía" me molestaba siempre que he intentado acercarme a Philip Roth.
Y, sin embargo, es verdad que en El escritor fantasma (1979) los personajes principales, sus anécdotas, sus circunstancias exteriores, digamos, son judías. Desde el principio, al empezar a escuchar la voz del narrador y protagonista, el incipiente escritor Nathan Zuckerman, accedemos a una comunidad y una forma de vivir, o relacionarse, o contemplar el mundo, donde la palabra "judío" aparece insistentemente, tanto que acaba por repetirse. Y, sin embargo, nada es realmente tan distinto o idiosincrático como podría esperarse, por fortuna para el lector, y creo que por eso Roth tiene seguidores tan heterogéneos. Los conflictos entre padres e hijos, los arrebatos de lujuria de un joven que pretende que lo tomen en serio, el cansancio de una mujer que lleva años soportando a un marido que ni siquiera la toca... todo eso está por encima de cualquier escuela y etiqueta, y es lo que realmente construye y da sentido a la novela.
Sin embargo, la historia se desarrolla de forma bastante irregular. Las cuatro partes en que se divide El escritor fantasma son, a mi juicio, demasiado abruptas como para que la narración fluya y adquiera un ritmo regular y constante. La primera parte, que nos presenta el encuentro entre Zuckerman y su maestro Lonoff, escritor retirado y excéntrico que se comporta de un modo inexplicablemente respetuoso y encantador con el joven, a pesar de que éste sólo ha publicado cuatro relatos cortos y demuestra una capacidad de expresión y originalidad no excesivamente admirable, resulta ardua y lenta, y la comunicación en ocasiones me parece poco creíble y algo forzada. Es como si todo llevara una máscara de cartón, incluidos los muebles de la vetusta casa de la campo, así como la utilización de una parte del relato de Henry James, The Middle Years, como juego de...¿intertextualidad? No me queda claro por qué Roth mete con calzador en su novela una escena entera del relato. Si se trata de establecer un paralelismo entre la relación maestro-alumno que aparece en ambas obras, creo que resulta algo exagerada y bastante coja.
A pesar de todo, esta sensación desaparece en la segunda parte, que por desgracia empieza casi en la mitad de la novela, para mostrarnos la cara más divertida y verosímil de Zuckerman, una vez que Lonoff y él se despiden por la noche. Ahí el joven deja de rayar en lo pedante y empieza a compartir con el lector, haciendo gala de una gran frescura, sus preocupaciones y anhelos, y a continuación sus fantasías sexuales inspiradas en una joven que se parece a Anne Frank. El desenlace es corto, efectivo y está bien narrado, pero no logra diluir esa sensación de irregularidad que acompaña la lectura de El escritor fantasma. Aun así, pienso que vale la pena seguir leyendo a Roth, aunque sólo sea para saber si todo ha sido una impresión pasajera o algo más serio.
Y, sin embargo, es verdad que en El escritor fantasma (1979) los personajes principales, sus anécdotas, sus circunstancias exteriores, digamos, son judías. Desde el principio, al empezar a escuchar la voz del narrador y protagonista, el incipiente escritor Nathan Zuckerman, accedemos a una comunidad y una forma de vivir, o relacionarse, o contemplar el mundo, donde la palabra "judío" aparece insistentemente, tanto que acaba por repetirse. Y, sin embargo, nada es realmente tan distinto o idiosincrático como podría esperarse, por fortuna para el lector, y creo que por eso Roth tiene seguidores tan heterogéneos. Los conflictos entre padres e hijos, los arrebatos de lujuria de un joven que pretende que lo tomen en serio, el cansancio de una mujer que lleva años soportando a un marido que ni siquiera la toca... todo eso está por encima de cualquier escuela y etiqueta, y es lo que realmente construye y da sentido a la novela.
Sin embargo, la historia se desarrolla de forma bastante irregular. Las cuatro partes en que se divide El escritor fantasma son, a mi juicio, demasiado abruptas como para que la narración fluya y adquiera un ritmo regular y constante. La primera parte, que nos presenta el encuentro entre Zuckerman y su maestro Lonoff, escritor retirado y excéntrico que se comporta de un modo inexplicablemente respetuoso y encantador con el joven, a pesar de que éste sólo ha publicado cuatro relatos cortos y demuestra una capacidad de expresión y originalidad no excesivamente admirable, resulta ardua y lenta, y la comunicación en ocasiones me parece poco creíble y algo forzada. Es como si todo llevara una máscara de cartón, incluidos los muebles de la vetusta casa de la campo, así como la utilización de una parte del relato de Henry James, The Middle Years, como juego de...¿intertextualidad? No me queda claro por qué Roth mete con calzador en su novela una escena entera del relato. Si se trata de establecer un paralelismo entre la relación maestro-alumno que aparece en ambas obras, creo que resulta algo exagerada y bastante coja.
A pesar de todo, esta sensación desaparece en la segunda parte, que por desgracia empieza casi en la mitad de la novela, para mostrarnos la cara más divertida y verosímil de Zuckerman, una vez que Lonoff y él se despiden por la noche. Ahí el joven deja de rayar en lo pedante y empieza a compartir con el lector, haciendo gala de una gran frescura, sus preocupaciones y anhelos, y a continuación sus fantasías sexuales inspiradas en una joven que se parece a Anne Frank. El desenlace es corto, efectivo y está bien narrado, pero no logra diluir esa sensación de irregularidad que acompaña la lectura de El escritor fantasma. Aun así, pienso que vale la pena seguir leyendo a Roth, aunque sólo sea para saber si todo ha sido una impresión pasajera o algo más serio.
7.11.2006
Los viajes de Gulliver
Por
blanca gago domínguez
Jonathan Swift dejó bien clara la intención que perseguía al escribir la que sería su obra más conocida:
"He reunido material para escribir un tratado que pruebe la falsedad de la definición de animal rationale y demostrar que sólo es rationis capax. Sobre este cimiento de misantropía he erigido mis Viajes de Gulliver" (de Epistolario público y privado, en Ideas para sobrevivir a la conjura de los necios, Península, 2000).
Existe la creencia generalizada de que los Viajes de Gulliver son sólo un libro para niños (aún recuerdo los dibujos de liliputienses y gigantes en la edición infantil que me compraron mis padres), pero, como dice Bolaño, si los adultos hubieran leído realmente a Swift, se lo habrían pensado dos veces antes de permitir que sus niños leyeran esa obra que, al poco tiempo de publicarse, en 1726, ya se había convertido en un clásico. En pleno siglo XVIII, en el cénit de la Edad de la Razón, los Viajes de Gulliver son un dechado de sátira bien pesimista de la que se puede extraer un gran provecho.
Es cierto que el estilo dieciochesco no armoniza bien con las exigencias y costumbres de la demanda literaria en la actualidad. Para leer a Swift hay que sentarse cómodamente, sin prisa, dispuesto a disfrutar de la acidez del relato de viaje, que es en realidad un relato de exilio, de desubicación, más allá de la lejanía de los reinos visitados y las exóticas descripciones de civilizaciones fantásticas. Ya lo afirma el protagonista cada vez que regresa a su casa: a pesar de los peligros y sufrimientos que experimenta en cada viaje, no puede evitar que algo más fuerte que él lo llame de nuevo hacia lo desconocido, la incertidumbre y la búsqueda de lo que no se conoce pero se aguarda sin miedo. Cuanto más lejos, mejor. Y a medida que se van sucediendo los viajes y las aventuras, mayor es la decepción de Gulliver hacia el género humano, esa especie salvaje que se cree dueña del mundo cuando apenas alcanza a mostrar un mínimo de disposición racional. El orgullo es el peor vicio, sentencia Swift, y al acabar el libro es imposible no darle la razón.
Aunque la misantropía de Gulliver resulta al final algo paranoica (no olvidemos que el escritor irlandés fue declarado mentalmente incapacitado y murió demente), está tan bien argumentada y presenta una lógica tan implacable que hay que ponerse de su parte. Ahí se desencadena el mecanismo mediante el cual los Viajes de Gulliver actúan sobre el lector como un ejercicio de crítica y un tratado de cuestionamiento. Gracias al recurso de la comparación, utilizado de una forma práctica y clara como no podía ser de otro modo en un escritor británico del siglo XVIII, la novela muestra cómo las costumbres aceptadas, desde el momento en que nos esforzamos por sacarlas un poco de su contexto, se convierten en actos ya vergonzosos, ya absurdos, ya, cuando menos, discutibles. El ejercicio de discernimiento, tan básico en la Ilustración y tan olvidado y maltratado hoy en día, es algo que cada lector debería esforzarse en no perder nunca de vista (como una ética personal de lectura), y en este sentido los Viajes de Gulliver es una obra de consulta obligatoria que los adultos necesitan más que los niños, y que responde por sí misma a la famosa pregunta de Calvino: "¿Por qué leer los clásicos?".
"He reunido material para escribir un tratado que pruebe la falsedad de la definición de animal rationale y demostrar que sólo es rationis capax. Sobre este cimiento de misantropía he erigido mis Viajes de Gulliver" (de Epistolario público y privado, en Ideas para sobrevivir a la conjura de los necios, Península, 2000).
Existe la creencia generalizada de que los Viajes de Gulliver son sólo un libro para niños (aún recuerdo los dibujos de liliputienses y gigantes en la edición infantil que me compraron mis padres), pero, como dice Bolaño, si los adultos hubieran leído realmente a Swift, se lo habrían pensado dos veces antes de permitir que sus niños leyeran esa obra que, al poco tiempo de publicarse, en 1726, ya se había convertido en un clásico. En pleno siglo XVIII, en el cénit de la Edad de la Razón, los Viajes de Gulliver son un dechado de sátira bien pesimista de la que se puede extraer un gran provecho.
Es cierto que el estilo dieciochesco no armoniza bien con las exigencias y costumbres de la demanda literaria en la actualidad. Para leer a Swift hay que sentarse cómodamente, sin prisa, dispuesto a disfrutar de la acidez del relato de viaje, que es en realidad un relato de exilio, de desubicación, más allá de la lejanía de los reinos visitados y las exóticas descripciones de civilizaciones fantásticas. Ya lo afirma el protagonista cada vez que regresa a su casa: a pesar de los peligros y sufrimientos que experimenta en cada viaje, no puede evitar que algo más fuerte que él lo llame de nuevo hacia lo desconocido, la incertidumbre y la búsqueda de lo que no se conoce pero se aguarda sin miedo. Cuanto más lejos, mejor. Y a medida que se van sucediendo los viajes y las aventuras, mayor es la decepción de Gulliver hacia el género humano, esa especie salvaje que se cree dueña del mundo cuando apenas alcanza a mostrar un mínimo de disposición racional. El orgullo es el peor vicio, sentencia Swift, y al acabar el libro es imposible no darle la razón.
Aunque la misantropía de Gulliver resulta al final algo paranoica (no olvidemos que el escritor irlandés fue declarado mentalmente incapacitado y murió demente), está tan bien argumentada y presenta una lógica tan implacable que hay que ponerse de su parte. Ahí se desencadena el mecanismo mediante el cual los Viajes de Gulliver actúan sobre el lector como un ejercicio de crítica y un tratado de cuestionamiento. Gracias al recurso de la comparación, utilizado de una forma práctica y clara como no podía ser de otro modo en un escritor británico del siglo XVIII, la novela muestra cómo las costumbres aceptadas, desde el momento en que nos esforzamos por sacarlas un poco de su contexto, se convierten en actos ya vergonzosos, ya absurdos, ya, cuando menos, discutibles. El ejercicio de discernimiento, tan básico en la Ilustración y tan olvidado y maltratado hoy en día, es algo que cada lector debería esforzarse en no perder nunca de vista (como una ética personal de lectura), y en este sentido los Viajes de Gulliver es una obra de consulta obligatoria que los adultos necesitan más que los niños, y que responde por sí misma a la famosa pregunta de Calvino: "¿Por qué leer los clásicos?".
7.02.2006
Los papeles de Aspern
Por
blanca gago domínguez
Dicen que éste es el mejor relato corto de Henry James, publicado por primera vez en 1888. Lo cierto es que yo no he leído ningún otro, sólo Retrato de una dama, una novlal más bien larga que me gustó muchísimo porque, entre otras cosas, hacía justicia a su título, que si no habría resultado pretencioso. James trazaba, en efecto, un fiel retrato de una mujer que trataba de defenderse lo mejor posible en una sociedad muy hostil, y sin dejar nunca de ser una dama. Los papeles de Aspern deja una impresión parecida a la de la novela, según recuerdo. En este caso, un crítico y estudioso literario llega a Venecia desde Estados Unidos para intentar apoderarse de las cartas y documentos de un poeta que permanecen en manos de la que, según ha descubierto, fue su amante durante muchos años y ahora es una vieja decrépita y testaruda que vive con su sobrina. El crítico llega dispuesto a cualquier cosa con tal de conseguir los papeles de James Aspern, el gran poeta norteamericano que escribió los más bellos sonetos de amor.
El argumento es una advertencia indisimulada al excesivo celo con que muchos biógrafos e historiadores buscan documentos personales de un autor para esclarecer aspectos de su vida, arrojar nuevas luces sobre su obra, comprender mejor sus ideas...Así, el protagonista del relato sufre las consecuencias de su propia falta de escrúpulos al irse enredando poco a poco en la farsa que él mismo ha creado, de un modo sutil pero implacable, al más puro estilo James. Este personaje, el biógrafo empedernido, es muy divertido y curioso a causa, precisamente, de esa falta de escrúpulos que no resulta en ningún momento caricaturesca, y ahí residen el encanto y la maestría del escritor americano. El argumento, a grandes trazos, es exagerado pero nos lo creemos sin problemas, sobre todo si conocemos un poco el mundo de la investigación literaria: hay varios casos bien reales de, por así decirlo, paparazzis literarios, que no se alejan mucho de la historia de Los papeles de Aspern, salvando distancias. Y varias biografías y monografías convertidas en éxito de ventas y de morbo gracias a la publicación de cartas y papeles, hecho sobre el cual el autor, y en ocasiones también su correspondiente, no sabemos qué dirían. En muchos casos, con toda seguridad, se horrorizarían. El primer ejemplo que me viene a la mente, sin pensar mucho, son las cartas que Pedro Salinas escribió a Katherine Whitmore durante treinta años, y que Tusquets acabó publicando en 2002 gracias al empeño con que Jorge Guillén, amigo del alma de Salinas, convenció a la propia Katherine Whitmore. Ésta las depositó en la Houghton Library y consintió en su publicación treinta años después de su muerte. Así apareció "el epistolario secreto del gran poeta del amor", como reza el subtítulo de Cartas a Katherine Whitmore. No sabemos qué opinaría Salinas al respecto, probablemente no le habría importado demasiado, pero a sus herederos, desde luego, no les hizo ninguna gracia.
En fin, son muchas las historias reales que se parecen a la de James, aunque ésta nos brinda un desenlace original y contundente, muy personal, que cierra a la perfección un relato impecable, donde el ritmo y los personajes avanzan sin que nos demos apenas cuenta, y tejen una red que lleva a un solo punto. Así muestra el autor su habilidad para la trama y su dominio del relato corto. No sé si es el mejor pero, desde luego, es brillante.
El argumento es una advertencia indisimulada al excesivo celo con que muchos biógrafos e historiadores buscan documentos personales de un autor para esclarecer aspectos de su vida, arrojar nuevas luces sobre su obra, comprender mejor sus ideas...Así, el protagonista del relato sufre las consecuencias de su propia falta de escrúpulos al irse enredando poco a poco en la farsa que él mismo ha creado, de un modo sutil pero implacable, al más puro estilo James. Este personaje, el biógrafo empedernido, es muy divertido y curioso a causa, precisamente, de esa falta de escrúpulos que no resulta en ningún momento caricaturesca, y ahí residen el encanto y la maestría del escritor americano. El argumento, a grandes trazos, es exagerado pero nos lo creemos sin problemas, sobre todo si conocemos un poco el mundo de la investigación literaria: hay varios casos bien reales de, por así decirlo, paparazzis literarios, que no se alejan mucho de la historia de Los papeles de Aspern, salvando distancias. Y varias biografías y monografías convertidas en éxito de ventas y de morbo gracias a la publicación de cartas y papeles, hecho sobre el cual el autor, y en ocasiones también su correspondiente, no sabemos qué dirían. En muchos casos, con toda seguridad, se horrorizarían. El primer ejemplo que me viene a la mente, sin pensar mucho, son las cartas que Pedro Salinas escribió a Katherine Whitmore durante treinta años, y que Tusquets acabó publicando en 2002 gracias al empeño con que Jorge Guillén, amigo del alma de Salinas, convenció a la propia Katherine Whitmore. Ésta las depositó en la Houghton Library y consintió en su publicación treinta años después de su muerte. Así apareció "el epistolario secreto del gran poeta del amor", como reza el subtítulo de Cartas a Katherine Whitmore. No sabemos qué opinaría Salinas al respecto, probablemente no le habría importado demasiado, pero a sus herederos, desde luego, no les hizo ninguna gracia.
En fin, son muchas las historias reales que se parecen a la de James, aunque ésta nos brinda un desenlace original y contundente, muy personal, que cierra a la perfección un relato impecable, donde el ritmo y los personajes avanzan sin que nos demos apenas cuenta, y tejen una red que lleva a un solo punto. Así muestra el autor su habilidad para la trama y su dominio del relato corto. No sé si es el mejor pero, desde luego, es brillante.
6.26.2006
Brighton Rock
Por
blanca gago domínguez
Esta novela de Graham Greene, escrita en 1938, debe su título, según las palabras de editor, a cierto caramelo de barra muy típico en Inglaterra. La palabra "Brighton" aparece en los dos extremos de la barra, que seguramente será dura. Quizá Greene quiso evocar de esta manera el ambiente de pre-guerra de la ciudad inglesa que se describe en el libro, una ciudad donde a las chicas de los barrios obreros les parece increíble conocer a un chico que pueda permitirse invitarlas a tomar algo.
El descubrimiento de esta novela de Graham Greene vino propiciado por una época de vacas flacas en mi biblioteca. No quedaba más remedio que leer Brighton Rock, porque aún no estoy dispuesta a acabarme Los hermanos Karamazov. Se trata de una novela no muy larga y bastante rápida, con lo cual la lectura resulta agradecida y básicamente se apoya en las interacciones entre sus tres personajes principales, que van configurando una historia trazada a base de mentiras, crímenes e intentos deseperados por salvar unas vidas que, están convencidos, en realidad no valen mucho. Pinkie es el más peligroso, un asesino católico abocado al mal, quizá con el único empeño de convertirse en alguien respetado y no tener que ponerse rojo de ira cada vez que el empleado de turno lo trata sin miramientos. No le importa cuánto cueste conseguirlo, ni el riesgo que corre de morir en el intento: la muerte, en todo caso, siempre será más fácil que la vida.
Rose es todo lo contrario, quizá por eso se enamora de Pinkie nada más conocerlo. Tiene dieciséis años y una fe inquebrantable que está dispuesta a dejar de lado para entregarse a un chico que, en realidad, siente asco cada vez que tiene que besarla. A Rose no le preocupa ni la condena eterna ni los crímenes de Pinkie, ella se aferra desesperadamente al único ser en el que ha creído encontrar lo más parecido al amor.
Ida es la tercera en discordia, una mujer de busto generoso y gran poder de convicción que decide por su cuenta salvar a Rose y castigar a Pimkie después del asesinato de su amigo Fred. Así, comienza una cruzada por toda la ciudad para cambiar el destino de la pareja, y es en esta búsqueda por los bajos fondos de Brighton donde aparece lo mejor del escritor inglés. Greene tiene muy buen sentido del tiempo y toda la novela se forja a ritmo de una persecución hacia el encuentro final entre los tres personajes que, sabemos, desencadenará un desenlace basado en el principio de Greene según el cual un católico es más proclive al mal que cualquier otra persona. El escritor desarrolla aquí, una vez más, esa combinación pérfida que tanta popularidad le dio en vida: el thriller y la obsesión por la maldad y el pecado.
Así, la novela no tiene ambigüedades sino contrastes fuertes, porque a Greene no le interesa ser sutil sino mostrar con crudeza la ambición trágica alimentada por una educación católica. Y en esa declaración de intenciones sin equívocos reside también la calidad de la escritura de Brighton Rock, una novela ideal para una época de vacas flacas en la biblioteca.
El descubrimiento de esta novela de Graham Greene vino propiciado por una época de vacas flacas en mi biblioteca. No quedaba más remedio que leer Brighton Rock, porque aún no estoy dispuesta a acabarme Los hermanos Karamazov. Se trata de una novela no muy larga y bastante rápida, con lo cual la lectura resulta agradecida y básicamente se apoya en las interacciones entre sus tres personajes principales, que van configurando una historia trazada a base de mentiras, crímenes e intentos deseperados por salvar unas vidas que, están convencidos, en realidad no valen mucho. Pinkie es el más peligroso, un asesino católico abocado al mal, quizá con el único empeño de convertirse en alguien respetado y no tener que ponerse rojo de ira cada vez que el empleado de turno lo trata sin miramientos. No le importa cuánto cueste conseguirlo, ni el riesgo que corre de morir en el intento: la muerte, en todo caso, siempre será más fácil que la vida.
Rose es todo lo contrario, quizá por eso se enamora de Pinkie nada más conocerlo. Tiene dieciséis años y una fe inquebrantable que está dispuesta a dejar de lado para entregarse a un chico que, en realidad, siente asco cada vez que tiene que besarla. A Rose no le preocupa ni la condena eterna ni los crímenes de Pinkie, ella se aferra desesperadamente al único ser en el que ha creído encontrar lo más parecido al amor.
Ida es la tercera en discordia, una mujer de busto generoso y gran poder de convicción que decide por su cuenta salvar a Rose y castigar a Pimkie después del asesinato de su amigo Fred. Así, comienza una cruzada por toda la ciudad para cambiar el destino de la pareja, y es en esta búsqueda por los bajos fondos de Brighton donde aparece lo mejor del escritor inglés. Greene tiene muy buen sentido del tiempo y toda la novela se forja a ritmo de una persecución hacia el encuentro final entre los tres personajes que, sabemos, desencadenará un desenlace basado en el principio de Greene según el cual un católico es más proclive al mal que cualquier otra persona. El escritor desarrolla aquí, una vez más, esa combinación pérfida que tanta popularidad le dio en vida: el thriller y la obsesión por la maldad y el pecado.
Así, la novela no tiene ambigüedades sino contrastes fuertes, porque a Greene no le interesa ser sutil sino mostrar con crudeza la ambición trágica alimentada por una educación católica. Y en esa declaración de intenciones sin equívocos reside también la calidad de la escritura de Brighton Rock, una novela ideal para una época de vacas flacas en la biblioteca.
6.11.2006
Plata quemada
Por
blanca gago domínguez
Ésta es quizá la novela de Piglia más dura, más trepidante y menos reflexiva en apariencia, por ello, al alejarse de las pausadas líneas que trazan las obsesiones y los temas preferidos del escritor argentino, la novela se acerca a la gran masa de lectores amantes de las novelas de intriga, ésas que no se pueden dejar y que mantienen el alma en vilo hasta que se terminan. Aunque se sepa el final, da lo mismo, puesto que en realidad eso no es lo más importante, y bien lo demostró Gabriel García Márquez en Crónica de una muerte anunciada. Para escribir Plata quemada, Piglia tuvo acceso a los archivos judiciales del caso en que está fielmente basada la novela: declaraciones de la policía, los testigos, las familias, los delincuentes, etc. De hecho, el texto está plagado de referencias a las perspectivas complementarias, y a veces opuestas, que muestran dos partes o personas distintas de un mismo hecho, un indicio, una pista. El caso conmovió a toda Argentina y Uruguay, y aún hoy se recuerda. En 1965, un grupo de argentinos con un largo historial delictivo y adictos a todo tipo de drogas, consigue llevarse la mayor cantidad de plata robada nunca en el país, a pleno día y en plena calle. La historia de la preparación del asalto y, sobre todo, la captura de los delincuentes, que fue larguísima y tan dramática que no parece real, es el relato de Plata quemada. Y es que las crónicas de sucesos siempre fueron una gran fuente de inspiración para la literatura, ahí está Rojo y negro, A sangre fría y tantos otros.
La crudeza con que está relatada ésta que es la novela más famosa de Piglia constituye una de sus mejores bazas: no hay concesiones al lector y, muchas veces, eso supone el riesgo de herir su sensibilidad sin previo aviso, con lo cual, la novela contiene varios pasajes verdaderamente duros, sobre todo en los momentos que Piglia escoge para mostrar las voces de los delincuentes: el Nene Briones, el Gaucho Dorda, Mereles... Las personalidades de estos tres están tan sobriamente trazadas que a veces dan escalofríos, sobre todo porque la tendencia inevitable del lector es siempre hacia la empatía, la identificación. Muchas veces, una lectura placentera implica compartir cuanto más mejor con un personaje, un narrador, poder ponerse en su piel y experimentar a través de él. Pero aquí Piglia nos tiende una trampa, porque el Nene Briones o el Gaucho Dorda son hombres objetivamente repugnantes, pero al mismo tiempo, mientras el lector (y el autor también, estoy segura) los conoce y los va siguiendo, no puede evitar preguntarse por qué, por qué son así...seguro que debe de haber razones bien gordas que expliquen su comportamiento, que cualquiera podría calificar al primer vistazo de “degenerado”. Pero una vez se profundiza un poco y se supera ese primer vistazo, nos preguntamos con inquietud de quién es la culpa si es que hay algún culpable, y si no, cómo podemos tolerar la idea de que no es tan difícil ni tan extraño encontrar personas sin el bien social más básico que muchas veces no deberíamos dar tan por supuesto: la moral.
La crudeza con que está relatada ésta que es la novela más famosa de Piglia constituye una de sus mejores bazas: no hay concesiones al lector y, muchas veces, eso supone el riesgo de herir su sensibilidad sin previo aviso, con lo cual, la novela contiene varios pasajes verdaderamente duros, sobre todo en los momentos que Piglia escoge para mostrar las voces de los delincuentes: el Nene Briones, el Gaucho Dorda, Mereles... Las personalidades de estos tres están tan sobriamente trazadas que a veces dan escalofríos, sobre todo porque la tendencia inevitable del lector es siempre hacia la empatía, la identificación. Muchas veces, una lectura placentera implica compartir cuanto más mejor con un personaje, un narrador, poder ponerse en su piel y experimentar a través de él. Pero aquí Piglia nos tiende una trampa, porque el Nene Briones o el Gaucho Dorda son hombres objetivamente repugnantes, pero al mismo tiempo, mientras el lector (y el autor también, estoy segura) los conoce y los va siguiendo, no puede evitar preguntarse por qué, por qué son así...seguro que debe de haber razones bien gordas que expliquen su comportamiento, que cualquiera podría calificar al primer vistazo de “degenerado”. Pero una vez se profundiza un poco y se supera ese primer vistazo, nos preguntamos con inquietud de quién es la culpa si es que hay algún culpable, y si no, cómo podemos tolerar la idea de que no es tan difícil ni tan extraño encontrar personas sin el bien social más básico que muchas veces no deberíamos dar tan por supuesto: la moral.
5.10.2006
La Nana y el iceberg
Por
blanca gago domínguez
Este curioso título corresponde a la novela de Ariel Dorfman que acabo de leer, publicada en 1999 por Seix Barral. Dorfman es un chileno que vive en Estados Unidos desde hace ya tanto tiempo que se le pegó el acento gringo al hablar español (como tuve ocasión de comprobar en un programa cultural de televisión, donde conocí al escritor y quedé medio hechizada por su locuacidad), y es conocido fundamentalmente por ser el autor de la obra teatral La muerte y la doncella, que el gran Polanski llevó al cine.
El chocante título alude, como comprendemos apenas empezado el libro, a la forzosa y siempre difícil unión integradora de los valores tradicionales de un país como Chile, donde las nanas siempre fueron una pieza básica en el modelo social, y el esfuerzo por caminar hacia la modernidad quitando lastres pero sin perder la identidad propia. El iceberg, en este caso, es el símbolo de la nueva imagen que el país quiere ofrecer al mundo con motivo de la Exposición Universal que tuvo lugar en Sevilla en 1992, en el quinto centenario del descubrimiento de América. Chile exhibe el monumento de hielo a modo de afirmación de una modernidad que quiere dejar atrás las bases y los valores tradicionales en pos del olvido de una dictadura recién acabada.
En medio del gran acontecimiento mundial se sitúan las vidas de los protagonistas, tres amigos que un día hicieron una apuesta y están dispuestos a todo con tal de ganarla: mentir, robar, sacar adelante el país desde la sombra o acostarse con una mujer distinta cada día durante veinticinco años. Los hijos de estos amigos, Amanda Camila y Gabriel, son los que sufrirán las consecuencias de un absurdo juego que todo el mundo se toma demasiado en serio, y sólo la nana podrá ayudarlos a encontrar un poco el sentido de lo que hacen o lo que quieren.
El argumento da mucho juego y se presta a situaciones extremadamente divertidas, pero que acaban cansando por su encadenamiento pretendidamente casual o fatídico. El destino o providencia al que se atribuyen los hechos para que todo acabe cuadrando resulta cargante a medida que avanza la trama. Es como si Dorfman se sintiera obligado a justificar explícitamente hasta el mínimo gesto o suceso que envuelve las vidas de los personajes; eso sí, dentro de una narración llena de humor, contada en primera persona por Gabriel, cuya obsesión a lo largo de la novela es perder la virginidad.
El libro muestra una sociedad chilena esforzándose por conciliar el pasado y el futuro mediante la apariencia y la mentira. Más o menos como en muchos otros países, pero quizá los chilenos lo hacen con un espíritu de contradicción especialmente agudo. Y es que La Nana y el iceberg presenta, a pesar de la absurdidad en que se mueven las vidas cotidianas de los personajes, un trasfondo crítico real y un gran conocimiento de la situación sociopolítica en los países latinoamericanos. Y es que Dorfman es un intelectual muy lúcido, por encima de todo.
El chocante título alude, como comprendemos apenas empezado el libro, a la forzosa y siempre difícil unión integradora de los valores tradicionales de un país como Chile, donde las nanas siempre fueron una pieza básica en el modelo social, y el esfuerzo por caminar hacia la modernidad quitando lastres pero sin perder la identidad propia. El iceberg, en este caso, es el símbolo de la nueva imagen que el país quiere ofrecer al mundo con motivo de la Exposición Universal que tuvo lugar en Sevilla en 1992, en el quinto centenario del descubrimiento de América. Chile exhibe el monumento de hielo a modo de afirmación de una modernidad que quiere dejar atrás las bases y los valores tradicionales en pos del olvido de una dictadura recién acabada.
En medio del gran acontecimiento mundial se sitúan las vidas de los protagonistas, tres amigos que un día hicieron una apuesta y están dispuestos a todo con tal de ganarla: mentir, robar, sacar adelante el país desde la sombra o acostarse con una mujer distinta cada día durante veinticinco años. Los hijos de estos amigos, Amanda Camila y Gabriel, son los que sufrirán las consecuencias de un absurdo juego que todo el mundo se toma demasiado en serio, y sólo la nana podrá ayudarlos a encontrar un poco el sentido de lo que hacen o lo que quieren.
El argumento da mucho juego y se presta a situaciones extremadamente divertidas, pero que acaban cansando por su encadenamiento pretendidamente casual o fatídico. El destino o providencia al que se atribuyen los hechos para que todo acabe cuadrando resulta cargante a medida que avanza la trama. Es como si Dorfman se sintiera obligado a justificar explícitamente hasta el mínimo gesto o suceso que envuelve las vidas de los personajes; eso sí, dentro de una narración llena de humor, contada en primera persona por Gabriel, cuya obsesión a lo largo de la novela es perder la virginidad.
El libro muestra una sociedad chilena esforzándose por conciliar el pasado y el futuro mediante la apariencia y la mentira. Más o menos como en muchos otros países, pero quizá los chilenos lo hacen con un espíritu de contradicción especialmente agudo. Y es que La Nana y el iceberg presenta, a pesar de la absurdidad en que se mueven las vidas cotidianas de los personajes, un trasfondo crítico real y un gran conocimiento de la situación sociopolítica en los países latinoamericanos. Y es que Dorfman es un intelectual muy lúcido, por encima de todo.
5.05.2006
El jugador
Por
blanca gago domínguez
La lectura de esta novela corta de Dostoievski resulta terrible porque se centra en torno a un eje temático bien duro, en donde se queda fija e inmóvil alrededor de sus poco más de cien páginas: el juego como pasión, emoción iracunda incapaz de ser dominada, que acabará echando a perder al alter ego del autor (que pasó grandes momentos de furia incontrolable en el casino de Montecarlo) y narrador de la novela, Alexei. A su alrededor van desfilando una serie de personajes que componen una suerte de "extraña familia", todos ellos mezquinos, mentirosos pero tan débiles e incapaces de disimular que acaban por resultar simpáticos. Nadie puede engañar a nadie, todos ellos se hallan vinculados de una forma u otra entre sí a raíz de numerosas deudas o préstamos, es decir, por dinero. En una sociedad como la del siglo XIX, en la cual se sitúa la novela, la posición y la suerte del individuo dependían sobre todo de su liquidez, por ello los personajes utilizarán todos los medios posibles a su alcance para obtener el bien codiciado. Sin embargo, la ambición desmedida y cegadora los acaba convirtiendo en seres ridículos, parodias de sí mismos, y ahí es donde reside, en mi opinión, la fuerza y la gracia de esta historia. El personaje de la abuela rica, a quien todos desean ver muerta para heredar su fortuna, jugando a la ruleta durante horas con los ojos brillantes y peleando con los sucesivos polacos que quieren timarla es magistral. También el personaje de Polina, que utiliza a Alexei para que juegue por ella, es fascinante. Tanta histeria y tanta pasión acaban provocando inevitablemente el distanciamiento del lector y su risa, la risa que llega del efecto paródico. Y es que algunos diálogos de El jugador son realmente cómicos, como los que mantiene un Alexei temporalmente enriquecido con la víbora cazafortunas Blanche de Cominges, donde ella dice cosas como:
"C'est un outchitel" - decía de mí Mlle. Blanche- Il a gagné deux cent mille francs y no sabría gastárselos sin mí. Más tarde volverá a ser tutor. ¿No sabe aquí nadie dónde colocarlo? Hay que hacer algo por él."
Tampoco tiene desperdicio el estudio que hacen los personajes de las idiosincrasias rusa, francesa e inglesa. El narrador intenta explicar en varias ocasiones por qué las ingenuas mocitas rusas caen rendidas a los pies de los franceses, que son educados y refinados sólo cuando toca, de un modo que obedece a razones puramente genéticas y por ello despreciable. El carácter ruso, por su parte, es terriblemente dado a la pasión, la desmesura y la perdición (los rusos son los únicos que juegan a algo tan peligroso como la ruleta), mientras que los ingleses son, en su mayoría, desaliñados y toscos. Todas estas observaciones aparecen debidamente razonadas en su contexto y realmente son tan divertidas como ilógicas. Pero por encima de todo se yergue la pasión arrolladora de Dostoievski, que es lo que da sentido a la novela y le confiere su fuerza narrativa. En mi opinión, esta fuerza se disfruta mucho más intensamente en una novela corta como El jugador, que en Los hermanos Karamazov, por ejemplo (que algún día conseguiré acabar), básicamente por una cuestión de extensión. Pero El jugador es, sobre todo, una metáfora sobre el papel del azar frente a la débil voluntad humana, otra perversión genial del maestro ruso.
"C'est un outchitel" - decía de mí Mlle. Blanche- Il a gagné deux cent mille francs y no sabría gastárselos sin mí. Más tarde volverá a ser tutor. ¿No sabe aquí nadie dónde colocarlo? Hay que hacer algo por él."
Tampoco tiene desperdicio el estudio que hacen los personajes de las idiosincrasias rusa, francesa e inglesa. El narrador intenta explicar en varias ocasiones por qué las ingenuas mocitas rusas caen rendidas a los pies de los franceses, que son educados y refinados sólo cuando toca, de un modo que obedece a razones puramente genéticas y por ello despreciable. El carácter ruso, por su parte, es terriblemente dado a la pasión, la desmesura y la perdición (los rusos son los únicos que juegan a algo tan peligroso como la ruleta), mientras que los ingleses son, en su mayoría, desaliñados y toscos. Todas estas observaciones aparecen debidamente razonadas en su contexto y realmente son tan divertidas como ilógicas. Pero por encima de todo se yergue la pasión arrolladora de Dostoievski, que es lo que da sentido a la novela y le confiere su fuerza narrativa. En mi opinión, esta fuerza se disfruta mucho más intensamente en una novela corta como El jugador, que en Los hermanos Karamazov, por ejemplo (que algún día conseguiré acabar), básicamente por una cuestión de extensión. Pero El jugador es, sobre todo, una metáfora sobre el papel del azar frente a la débil voluntad humana, otra perversión genial del maestro ruso.
5.02.2006
Abaddon el exterminador
Por
blanca gago domínguez
Esta es la última parte de la trilogía que Ernesto Sábato empezó con El túnel (1948)y siguió con Sobre héroes y tumbas (1961), y también la parte menos conocida y leída, quizá porque no tiene una estructura fácil y no se lee de un tirón como El túnel, y tampoco narra una historia tan intensa como la que desgarra Sobre héroes y tumbas. Al contrario, se trata de un libro que hay que leer con calma, reflexionando y, si es posible, volviendo atrás de vez en cuando para releer alguna escena. Porque, en mi opinión, la mejor manera de dividir Abbadon, el exterminador (1974) es en escenas cortas, muy profundas, desordenadas pero unidas por el hilo de los personajes que entran y salen para gritar y guardar silencio, como dentro de un círculo vertiginoso que sería, en este caso, el infierno. Porque de eso trata la novela en su fondo, de la victoria de las fuerzas del Mal sobre el Bien, y del papel que el ser humano, y sobre todo el artista, puede y debe desempeñar en medio de la angustia del que sabe. En este sentido, Abaddon, el exterminador no muestra nada nuevo: las mismas obsesiones de Sábato aparecen con tanta fuerza como siempre, o más, debido a la estructura que incrementa la impresión de caos y pesadilla. Pero no es originalidad lo que Sábato pretendía al escribir esta novela, como nos advierte desde el principio. De modo que sólo los lectores que quedaron tan impresionados por Castel, Bruno, Alejandra o el propio Sábato (que aparece aquí como uno de los personajes principales, junto al resto) que deseen indagar en el universo terrible en que éstos se mueven, sólo ellos podrán ahondar en la novela y temblar ante unas alucinaciones cuya lucidez queda siempre en cuestión. Aunque las manías persecutorias del Sábato personaje se convierten en cotidianas y pierden suspense, el horror y la intuición de que seres malignos pueden estar guiando nuestras vidas más de lo que nunca llegaríamos a sospechar se impone durante la novela. Y ése es el mérito de Sábato escritor: saber arrastrar al lector hacia sus obsesiones, convencerlo para luego dejarlo libre (la pesadilla cobre vida durante la lectura, no después), y no caer en refugios apocalípticos de mundos paralelos o realidades alternativas. Ya que todos estamos dispuestos a aceptar, al fin y al cabo, que "el mundo que para nosotros cuenta es éste de aquí: el único que nos hiere con el dolor y la desdicha, pero también el único que nos da la plenitud de la existencia, esta sangre, este fuego, este amor, esta espera de la muerte".
Y así, entre personajes que se persiguen y se espían hasta la exasperación, o quizá por puro aburrimiento, y mediante la continua presencia de la necesidad de crear del escritor (encarnada en el personaje de Sábato), la novela avanza entre la melancolía, el horror y el humor -que surge sobre todo en los diálogos: impecables, inteligentes y agudísimos- hacia ese territorio de sombras, el Mal que forma parte de la esencia del ser humano, y que cada uno lleva dentro de sí pero muy pocas veces se dispone siquiera a mirar de reojo. Ernesto Sábato sí se enfrenta de nuevo a este mundo nuestro de las tinieblas, subiendo el último peldaño en la trilogía de la novela, negando la casualidad para perseverar en la búsqueda entregada que confiere sentido a toda su obra.
Y así, entre personajes que se persiguen y se espían hasta la exasperación, o quizá por puro aburrimiento, y mediante la continua presencia de la necesidad de crear del escritor (encarnada en el personaje de Sábato), la novela avanza entre la melancolía, el horror y el humor -que surge sobre todo en los diálogos: impecables, inteligentes y agudísimos- hacia ese territorio de sombras, el Mal que forma parte de la esencia del ser humano, y que cada uno lleva dentro de sí pero muy pocas veces se dispone siquiera a mirar de reojo. Ernesto Sábato sí se enfrenta de nuevo a este mundo nuestro de las tinieblas, subiendo el último peldaño en la trilogía de la novela, negando la casualidad para perseverar en la búsqueda entregada que confiere sentido a toda su obra.
4.21.2006
Prosa completa de Alejandra Pizarnik
Por
blanca gago domínguez
La recopilación que la Editorial Lumen ha hecho de todo aquello catalogado como "prosa" de Alejandra Pizarnik resulta, desde bien al principio, bastante caótico, lo cual, unido a la ausencia de pistas o guías para el lector despistado, provoca una tendencia al aburrimiento, cuando menos, o al enojo, cuando más, a medida que pasan las páginas de este libro. No son muchas, apenas trescientas, pero se hacen largas porque cuesta acercarse a ellas de verdad y disfrutarlas. Es cierto que Alejandra Pizarnik no es una autora fácil de comprender (y menos mientras se mantenga en su pedestal de escritora re-bajón), pero también lo es que, en estos casos, la edición de algo tan general como una "prosa completa" debe cuidar mucho la aproximación del lector a la heterogeneidad de los textos para que éstos no resulten tan confusos . Y creo que, en esta edición, Ana Nuño, a cargo de la misma, no lo ha logrado.
Mediante una ordenación cronológica del material literario, la prosa de Alejandra Pizarnik ofrece textos poco conocidos y sumidos hasta ahora en un olvido casi absoluto. Bajo el título general de "relatos" se clasifican textos de muy distinta procedencia y naturaleza, la mayoría de ellos de cariz poético o cercanos a lo que podría ser un diario personal, como la serie que refleja las impresiones de Pizarnik en España. Los textos pertenecientes al apartado "humor" son tremendamente eróticos, cortos y despiertos, todo lo contrario que los agrupados como "teatro", que a través del cuestionamiento continuo del lenguaje como medio de comunicación, buscan una trascendencia a veces demasiado seria o cargante. Creo que no me llegan a gustar por el tono afectado, elevado y monocorde que en ningún momento baja a rescatar al lector perdido ni cómplice, al lector atascado en la absurdidad de las palabras. A veces el tormento de Pizarnik se arriesga a asfixiar el propio texto, deja de respirar y progresar para dar vueltas sobre sí mismo alrededor de una imagen, una palabra. Pero también es cierto que este tratamiento del texto en prosa es lo que proyecta una absoluta coherencia entre la poesía de Pizarnik y esta prosa recién recopilada. Ana Nuño habla de "correspondencias múltiples" entre ambos géneros, y en la prosa incluye la ensayística, fundada en los textos de crítica literaria que la autora argentina escribió para varias revistas y que fueron los más difíciles de rescatar. Estos textos críticos son, a mi juicio, lo más interesante de la recopilación prosística, por el tono nostálgico y poético con que se aproximan a las obras literarias de otros autores, en su mayoría argentinos. Pizarnik habla de Bustos Domecq o de Lautréamont (uruguayo, no se olvide) siempre desde su punto de vista de creadora; en este sentido, las críticas contienen un impresionismo subjetivo que nunca pretende ocultarse y en el cual, precisamente, reside su gran interés. La poesía es, en último término, la razón por la que Pizarnik escribe lo que sea, pero cuando aplica su visión del mundo a las obras literarias de otros, el texto resulta abierto y respira, hay una voluntad de diálogo e interacción que se niega en otros textos y que provoca algún que otro instante de lo que busca Alejandra Pizarnik continuamente, y que dejó tan bien sentenciado en el poema siguiente:
Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir.
Mediante una ordenación cronológica del material literario, la prosa de Alejandra Pizarnik ofrece textos poco conocidos y sumidos hasta ahora en un olvido casi absoluto. Bajo el título general de "relatos" se clasifican textos de muy distinta procedencia y naturaleza, la mayoría de ellos de cariz poético o cercanos a lo que podría ser un diario personal, como la serie que refleja las impresiones de Pizarnik en España. Los textos pertenecientes al apartado "humor" son tremendamente eróticos, cortos y despiertos, todo lo contrario que los agrupados como "teatro", que a través del cuestionamiento continuo del lenguaje como medio de comunicación, buscan una trascendencia a veces demasiado seria o cargante. Creo que no me llegan a gustar por el tono afectado, elevado y monocorde que en ningún momento baja a rescatar al lector perdido ni cómplice, al lector atascado en la absurdidad de las palabras. A veces el tormento de Pizarnik se arriesga a asfixiar el propio texto, deja de respirar y progresar para dar vueltas sobre sí mismo alrededor de una imagen, una palabra. Pero también es cierto que este tratamiento del texto en prosa es lo que proyecta una absoluta coherencia entre la poesía de Pizarnik y esta prosa recién recopilada. Ana Nuño habla de "correspondencias múltiples" entre ambos géneros, y en la prosa incluye la ensayística, fundada en los textos de crítica literaria que la autora argentina escribió para varias revistas y que fueron los más difíciles de rescatar. Estos textos críticos son, a mi juicio, lo más interesante de la recopilación prosística, por el tono nostálgico y poético con que se aproximan a las obras literarias de otros autores, en su mayoría argentinos. Pizarnik habla de Bustos Domecq o de Lautréamont (uruguayo, no se olvide) siempre desde su punto de vista de creadora; en este sentido, las críticas contienen un impresionismo subjetivo que nunca pretende ocultarse y en el cual, precisamente, reside su gran interés. La poesía es, en último término, la razón por la que Pizarnik escribe lo que sea, pero cuando aplica su visión del mundo a las obras literarias de otros, el texto resulta abierto y respira, hay una voluntad de diálogo e interacción que se niega en otros textos y que provoca algún que otro instante de lo que busca Alejandra Pizarnik continuamente, y que dejó tan bien sentenciado en el poema siguiente:
Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir.
3.24.2006
Desgracia
Por
blanca gago domínguez
Esta es la primera novela que leo de J.M Coetzee, segundo Premio Nobel sudafricano, a quien descubro más por circunstancias ajenas a mi voluntad (en la librería del barrio había poca oferta de libros en inglés) que por un real interés. Sin embargo, debo decir que me ha sorprendido, atrapado, y ya puedo dar la razón a todos los entusiastas seguidores de este escritor que tan buenas críticas escriben siempre de sus novelas. Es cierto que, en general, Coetzee está muy bien tratado y gusta a muchos tipos de lectores, y ahora deespués de leer Disgrace (Vintage, 1999) creo entender por qué.
En primer lugar, pienso que la novela tiene varios niveles de lectura. Es algo parecido a lo que pasa con El extranjero, de Camus. Está la historia de un tipo que asiste al entierro de su madre, y por encima de eso hay algo más o menos sutil pero de una fuerza tremenda que provoca una lectura, cuando menos, inquietante, y una reflexión posterior de la que pueden extraerse grandes o pequeñas conclusiones. En ese sentido, Disgrace es una novela aparentemente muy sencilla, pero de una profundidad terrible, que en ocasiones resulta más cómodo evitar. La crudeza con que está construida la historia, y que se mantiene presente en todo momento a través de los diálogos entre los personajes, es difícil de digerir sin más. Luego queda un poso, tras la lectura, que obliga a una reflexión sobre la naturaleza humana y las relaciones que creamos entre nosotros.
Es difícil aceptar que, aunque algunos se empeñen en sostener lo contrario, el ser humano es básicamente perverso y dañino. Ser una "buena persona" es algo verdaderamente difícil aunque uno tenga las mejores intenciones, y depende mucho más de circunstancias externas, o del mismo azar, que de nuestra voluntad. La vida, parece decirnos Coetzee, ya se encarga de destruir nuestras buenas intenciones de un modo u otro. O mostrar su inutilidad. O su ridiculez.
Y eso es básicamente lo que el lector se encuentra de frente, y traga poco a poco, y retiene con toda su amargura al leer Desgracia. Es, ciertamente, una novela dura y pesimista, pero al mismo tiempo, y ahí reside su grandeza y la razón de que Coetzee sea tan respetado por todos, la historia es subyugante, y atrapa desde el primer momento al lector más desconfiado. La fuerza de los diálogos y la sucesión de escenas, los personajes que muestran sólo lo justo e insinúan tan impecablemente el resto... todo crea una atmósfera muy especial desde las primeras páginas de la novela y se mantiene hasta el final sin altibajos.
Por eso, descubrir (¡por fin!) a Coetzee y quedar tan admirada me lleva a creer que esto es sólo el principio, y que seguro que pronto vuelvo a asomarme a su prosa, esta vez por decisión propia y verdadero interés.
En primer lugar, pienso que la novela tiene varios niveles de lectura. Es algo parecido a lo que pasa con El extranjero, de Camus. Está la historia de un tipo que asiste al entierro de su madre, y por encima de eso hay algo más o menos sutil pero de una fuerza tremenda que provoca una lectura, cuando menos, inquietante, y una reflexión posterior de la que pueden extraerse grandes o pequeñas conclusiones. En ese sentido, Disgrace es una novela aparentemente muy sencilla, pero de una profundidad terrible, que en ocasiones resulta más cómodo evitar. La crudeza con que está construida la historia, y que se mantiene presente en todo momento a través de los diálogos entre los personajes, es difícil de digerir sin más. Luego queda un poso, tras la lectura, que obliga a una reflexión sobre la naturaleza humana y las relaciones que creamos entre nosotros.
Es difícil aceptar que, aunque algunos se empeñen en sostener lo contrario, el ser humano es básicamente perverso y dañino. Ser una "buena persona" es algo verdaderamente difícil aunque uno tenga las mejores intenciones, y depende mucho más de circunstancias externas, o del mismo azar, que de nuestra voluntad. La vida, parece decirnos Coetzee, ya se encarga de destruir nuestras buenas intenciones de un modo u otro. O mostrar su inutilidad. O su ridiculez.
Y eso es básicamente lo que el lector se encuentra de frente, y traga poco a poco, y retiene con toda su amargura al leer Desgracia. Es, ciertamente, una novela dura y pesimista, pero al mismo tiempo, y ahí reside su grandeza y la razón de que Coetzee sea tan respetado por todos, la historia es subyugante, y atrapa desde el primer momento al lector más desconfiado. La fuerza de los diálogos y la sucesión de escenas, los personajes que muestran sólo lo justo e insinúan tan impecablemente el resto... todo crea una atmósfera muy especial desde las primeras páginas de la novela y se mantiene hasta el final sin altibajos.
Por eso, descubrir (¡por fin!) a Coetzee y quedar tan admirada me lleva a creer que esto es sólo el principio, y que seguro que pronto vuelvo a asomarme a su prosa, esta vez por decisión propia y verdadero interés.
3.15.2006
El año en que se escapó el león
Por
blanca gago domínguez
El título de esta novela del argentino Carlos Sampayo (Editorial Norma, 2000) no parece, a primera vista, muy acertado, en tanto que la escapada de un animal salvaje del circo para adentrarse en la ciudad y aterrorizar a sus habitantes -y éste es, precisamente, el asunto que abre la trama de la novela- no es demasiado original ni especialmente atractivo. Sin embargo, el motivo inicial del animal perdido y asustado en la, llamémosla así, jungla urbana, se va complicando a partir de un contrapunto: León Ferrara, elegante carterista y experto bailarín de tango, cuya pericia en el oficio lo llevará a participar en una complicada operación de espionaje internacional. El escenario es el gran Buenos Aires de 1957, una ciudad llena de policías corruptos a las órdenes de militares que prohíben nombrar a Perón, exiliados de guerra, espías que no pueden permitirse tener sentimientos a pesar de criticar a aquellos para quienes trabajan...
Así, el león vagando por la ciudad es como una animalización metafórica de todos esos personajes sin rumbo cuya única meta es sobrevivir. Y poco a poco, como no podía ser menos en Buenos Aires, Casimiro, que así se llama el felino, se convierte en un mito al que nadie ha visto pero del que todo el mundo habla como si lo conociera de toda la vida. Es difícil no engancharse a la nostalgia irónica con que Sampayo narra las vicisitudes de los personajes y descubre en pocos trazos sus anhelos más secretos. Con esa misma ironía, el autor capta con finura los ambientos de pensión barata y comisaría sucia donde todo puede describirse mediante una letra de tango, que es la esencia de la vida, al menos de la de Buenos Aires en 1957. Aun así, o precisamente a causa de ello, la novela no pierde nunca la base real del momento histórico en que se sitúa: una ciudad donde se juntaron, efectivamente, criminales de guerra recién huidos de Europa con espías enviados para localizarlos y matarlos o enviarlos vivos de vuelta al viejo continente. Sampayo construye a partir de estos hechos una trama perfecta, con un ritmo muy vivo, muy rápido, y unos personajes inolvidables, desde León Ferrara, que se enamora perdidamente de una espía de ojos transparentes mientras Martita, su compañera de pensión, lo apremia para que se case y cumpla su sueño de tener dos lindos niños y una heladera repleta; hasta los comisarios Casares y Margarida, rivales y opuestos desde el colegio y cumplidores, cada cual a su manera, de su función en la sociedad.
Todos estos componentes del "Buenos Aires, bajos fondos" son tan luminosos y desafiantes -las respuestas del comisario Casares son pequeñas joyas arrabalescas- que los diálogos, y el estilo indirecto libre que se utiliza en la novela alternando las voces -incluida la del león Casimiro-, construyen una novela verdaderamente destinada a hacer disfrutar y reír, reír mucho, al lector.
Así, el león vagando por la ciudad es como una animalización metafórica de todos esos personajes sin rumbo cuya única meta es sobrevivir. Y poco a poco, como no podía ser menos en Buenos Aires, Casimiro, que así se llama el felino, se convierte en un mito al que nadie ha visto pero del que todo el mundo habla como si lo conociera de toda la vida. Es difícil no engancharse a la nostalgia irónica con que Sampayo narra las vicisitudes de los personajes y descubre en pocos trazos sus anhelos más secretos. Con esa misma ironía, el autor capta con finura los ambientos de pensión barata y comisaría sucia donde todo puede describirse mediante una letra de tango, que es la esencia de la vida, al menos de la de Buenos Aires en 1957. Aun así, o precisamente a causa de ello, la novela no pierde nunca la base real del momento histórico en que se sitúa: una ciudad donde se juntaron, efectivamente, criminales de guerra recién huidos de Europa con espías enviados para localizarlos y matarlos o enviarlos vivos de vuelta al viejo continente. Sampayo construye a partir de estos hechos una trama perfecta, con un ritmo muy vivo, muy rápido, y unos personajes inolvidables, desde León Ferrara, que se enamora perdidamente de una espía de ojos transparentes mientras Martita, su compañera de pensión, lo apremia para que se case y cumpla su sueño de tener dos lindos niños y una heladera repleta; hasta los comisarios Casares y Margarida, rivales y opuestos desde el colegio y cumplidores, cada cual a su manera, de su función en la sociedad.
Todos estos componentes del "Buenos Aires, bajos fondos" son tan luminosos y desafiantes -las respuestas del comisario Casares son pequeñas joyas arrabalescas- que los diálogos, y el estilo indirecto libre que se utiliza en la novela alternando las voces -incluida la del león Casimiro-, construyen una novela verdaderamente destinada a hacer disfrutar y reír, reír mucho, al lector.
3.10.2006
Carta del padre
Por
blanca gago domínguez
Hace tiempo que tenía olvidado en una estantería el libro de cuentos Something out there (Penguin, 1984), de Nadine Gordimer, escritora sudafricana que ganó el Premio Nobel en 1991. A raíz de una entrevista en un suplemento dominical recordé el libro y lo rescaté de la estantería con poco entusiasmo. Hay algo dentro de mí que me provoca un inexplicable pero profundo hastío cuando se trata de abordar un Premio Nobel desconocido. Sin embargo, y quizá precisamente debido a la falta de expectativas con que empecé los cuentos de Gordimer, puedo decir que disfruté de sus pinceladas sutiles del paisaje sudafricano, y de un país que me queda ciertamente muy lejos.
Aun así, el relato que más me llamó la atención no está ambientado en la Sudáfrica que conoce, ama y lucha por mejorar la autora, sino que se trata de algo totalmente distinto: la carta que podría haber escrito Hermann Kafka en respuesta a la de su hijo. Este texto de Gordimer, titulado Letter from his father, resulta original e interesante porque yo misma, y muchísimos más seguramente, también nos hemos preguntado alguna vez cómo habría reaccionado el enérgico padre de Kafka a las acusaciones de su hijo en la carta que, como el resto de su obra, no llegó a quemar Max Brod.
En esa carta, Kafka hijo describe el abismo que separaba su propia personalidad, sus inquietudes, su naturaleza... de las de su padre, y cómo éste se esforzaba por corregirlas o enderezarlas para lograr convertirlo en un chico fuerte, seguro, emprendedor, es decir, alguien a su propia imagen y semejanza. Nada más lejos del débil, inseguro y sensible Franz, que se sintió constantemente humillado durante su infancia y toda su juventud, sobre todo durante las dos tentativas de matrimonio que acabaron fracasando por decisión suya.
La respuesta de Hermann Kafka que escribe Gordimer a todas las intrincadas acusaciones del hijo es, para empezar, bastante verosímil. Creo que la escritora consigue meterse en la piel del padre decepcionado que intenta defenderse de un hijo al que nunca comprendió a pesar de sus esfuerzos. En algunos momentos llega a ser divertida la simpleza con que narra varios momentos de la vida familiar y sus enfrentamientos con Franz, quien, según él, se describió a sí mismo mucho mejor de lo que nadie haría nunca mediante la figura del insecto en La Metamorfosis. Ese es el hijo inadaptado , que sufre constantemente, que se encierra y tiene miedo de no se sabe qué. Hermann Kafka se pregunta en más de una ocasión cómo es posible que a un hijo suyo no le guste inflarse de cerveza o comer hasta reventar, o que no se ría nunca de sus chistes.
Al final, una vez leída esta carta, se puede llegar a la conclusión de que a veces las personas, aunque compartan buena parte de sus genes, son sencillamente demasiado distintas como para siquiera esbozar un entendimiento mutuo, y mucho menos compartir los mismos placeres o angustias. Impresiona imaginar el sufrimiento que debieron de experimentar tanto el padre como el hijo a causa de esta incompatibilidad congénita que se convirtió en carencia a medida que pasaron los años. La carta del padre escrita por Gordimer es otra manera, bien original e interesante, de acercarnos de nuevo a Kafka, a quien, por supuesto, nunca hay que perder de vista.
Aun así, el relato que más me llamó la atención no está ambientado en la Sudáfrica que conoce, ama y lucha por mejorar la autora, sino que se trata de algo totalmente distinto: la carta que podría haber escrito Hermann Kafka en respuesta a la de su hijo. Este texto de Gordimer, titulado Letter from his father, resulta original e interesante porque yo misma, y muchísimos más seguramente, también nos hemos preguntado alguna vez cómo habría reaccionado el enérgico padre de Kafka a las acusaciones de su hijo en la carta que, como el resto de su obra, no llegó a quemar Max Brod.
En esa carta, Kafka hijo describe el abismo que separaba su propia personalidad, sus inquietudes, su naturaleza... de las de su padre, y cómo éste se esforzaba por corregirlas o enderezarlas para lograr convertirlo en un chico fuerte, seguro, emprendedor, es decir, alguien a su propia imagen y semejanza. Nada más lejos del débil, inseguro y sensible Franz, que se sintió constantemente humillado durante su infancia y toda su juventud, sobre todo durante las dos tentativas de matrimonio que acabaron fracasando por decisión suya.
La respuesta de Hermann Kafka que escribe Gordimer a todas las intrincadas acusaciones del hijo es, para empezar, bastante verosímil. Creo que la escritora consigue meterse en la piel del padre decepcionado que intenta defenderse de un hijo al que nunca comprendió a pesar de sus esfuerzos. En algunos momentos llega a ser divertida la simpleza con que narra varios momentos de la vida familiar y sus enfrentamientos con Franz, quien, según él, se describió a sí mismo mucho mejor de lo que nadie haría nunca mediante la figura del insecto en La Metamorfosis. Ese es el hijo inadaptado , que sufre constantemente, que se encierra y tiene miedo de no se sabe qué. Hermann Kafka se pregunta en más de una ocasión cómo es posible que a un hijo suyo no le guste inflarse de cerveza o comer hasta reventar, o que no se ría nunca de sus chistes.
Al final, una vez leída esta carta, se puede llegar a la conclusión de que a veces las personas, aunque compartan buena parte de sus genes, son sencillamente demasiado distintas como para siquiera esbozar un entendimiento mutuo, y mucho menos compartir los mismos placeres o angustias. Impresiona imaginar el sufrimiento que debieron de experimentar tanto el padre como el hijo a causa de esta incompatibilidad congénita que se convirtió en carencia a medida que pasaron los años. La carta del padre escrita por Gordimer es otra manera, bien original e interesante, de acercarnos de nuevo a Kafka, a quien, por supuesto, nunca hay que perder de vista.
3.02.2006
Rey Rosa y Bolaño, o el mito del buen salvaje
Por
blanca gago domínguez
Por puro azar he leído casi al tiempo dos textos que se desarrollan entorno a una misma base argumental: el hombre que, por diversos motivos, decide apartarse de sus semejantes, refugiarse en la naturaleza y vivir de ella... lo cual, en ambos casos, conduce a una creciente misantropía y una enorme necesidad de soledad y aislamiento. Estos dos textos son la novela corta Lo que soñó Sebastián, de Rodrigo Rey Rosa, y el relato largo El gaucho insufrible, de Roberto Bolaño; ambos escritores latinoamericanos de la misma generación que cultivaron una amistad truncada por la muerte del segundo.
Los textos presentan, como es de esperar, grandes diferencias dentro del paralelismo básico argumental que he señalado. Lo que soñó Sebastián está situado en las tierras mayas de Guatemala, y El gaucho insufrible es uno de los pocos relatos de Bolaño sobre Argentina, y tal vez el mejor de los que he leído. En ambos casos la situación geográfica, política y social está muy presente a través de la tensión individuo-sociedad. Sebastián Sosa vive en medio de la selva tropical, entre animales que acechan por todas partes, sudores cálidos y mosquiteras... el ambiente es perfectamente comparable al que aparece en los cuentos de Horacio Quiroga, pero sin sus lentas descripciones. También los personajes, policías corruptos, sirvientes, cazadores sin ley, son claramente centroamericanos. El sol parece quemar cada página de Lo que soñó Sebastián, y el sopor de la siesta confunde sueño y realidad, vida y muerte, humillación y venganza... todo es como brumoso, sugerido, incierto.
Por su parte, El gaucho insufrible utiliza la situación de la última gran crisis económica argentina, a partir de la cual Héctor Pereda, prestigioso abogado porteño, decide irse a vivir a la Pampa. Pronto se acostumbra a cazar conejos para sobrevivir y contar con los silenciosos gauchos lugareños como única compañía en las llanuras inmensas. Ni Pereda ni Sosa extrañan la civilización, muy al contrario, la rehúyen cuando se ven obligados, muy a su pesar, a tomar con ella el mínimo contacto, y ya no reconocen como suyas las leyes humanas escritas o tácitas, necesarias para la convivencia en sociedad. Ambos son felices en su retiro, ya no piden ni esperan nada, sólo inmovilidad y quietud.
Es interesante reparar en el papel de las mujeres, que cumplen una doble función: por un lado, introducen una inesperada y breve relación sexual en la que ellas son la parte activa (es decir, tanto la india de El gaucho insufrible como María en Lo que soñó Sebastián aparecen, se ofrecen y luego se van tan tranquilas). Por otro lado, constituyen el antagonista de los personajes principales y masculinos: son los seres civilizados que acceden al mundo inmóvil y solitario para rechazarlo casi al momento. La joven y atractiva Véronique aguanta pocos días en casa de Sebastián, y la mirada asilvestrada de éste le produce un gran temor, y la criada de Pereda suelta un rotundo: "Cuando salgo de Buenos Aires noto que no soy la misma, y yo ya estoy muy mayor para cambiar".
En mi opinión, lo más llamativo e interesante de estos textos, ambos de una gran calidad narrativa, es el trazo de ese hombre solo que encuentra su lugar en el mundo en medio de la naturaleza, un falso locus amoenus cuya hostilidad es lo que le permite medir sus propias fuerzas, su integridad, y salir digno y orgulloso de su victoria.
Los textos presentan, como es de esperar, grandes diferencias dentro del paralelismo básico argumental que he señalado. Lo que soñó Sebastián está situado en las tierras mayas de Guatemala, y El gaucho insufrible es uno de los pocos relatos de Bolaño sobre Argentina, y tal vez el mejor de los que he leído. En ambos casos la situación geográfica, política y social está muy presente a través de la tensión individuo-sociedad. Sebastián Sosa vive en medio de la selva tropical, entre animales que acechan por todas partes, sudores cálidos y mosquiteras... el ambiente es perfectamente comparable al que aparece en los cuentos de Horacio Quiroga, pero sin sus lentas descripciones. También los personajes, policías corruptos, sirvientes, cazadores sin ley, son claramente centroamericanos. El sol parece quemar cada página de Lo que soñó Sebastián, y el sopor de la siesta confunde sueño y realidad, vida y muerte, humillación y venganza... todo es como brumoso, sugerido, incierto.
Por su parte, El gaucho insufrible utiliza la situación de la última gran crisis económica argentina, a partir de la cual Héctor Pereda, prestigioso abogado porteño, decide irse a vivir a la Pampa. Pronto se acostumbra a cazar conejos para sobrevivir y contar con los silenciosos gauchos lugareños como única compañía en las llanuras inmensas. Ni Pereda ni Sosa extrañan la civilización, muy al contrario, la rehúyen cuando se ven obligados, muy a su pesar, a tomar con ella el mínimo contacto, y ya no reconocen como suyas las leyes humanas escritas o tácitas, necesarias para la convivencia en sociedad. Ambos son felices en su retiro, ya no piden ni esperan nada, sólo inmovilidad y quietud.
Es interesante reparar en el papel de las mujeres, que cumplen una doble función: por un lado, introducen una inesperada y breve relación sexual en la que ellas son la parte activa (es decir, tanto la india de El gaucho insufrible como María en Lo que soñó Sebastián aparecen, se ofrecen y luego se van tan tranquilas). Por otro lado, constituyen el antagonista de los personajes principales y masculinos: son los seres civilizados que acceden al mundo inmóvil y solitario para rechazarlo casi al momento. La joven y atractiva Véronique aguanta pocos días en casa de Sebastián, y la mirada asilvestrada de éste le produce un gran temor, y la criada de Pereda suelta un rotundo: "Cuando salgo de Buenos Aires noto que no soy la misma, y yo ya estoy muy mayor para cambiar".
En mi opinión, lo más llamativo e interesante de estos textos, ambos de una gran calidad narrativa, es el trazo de ese hombre solo que encuentra su lugar en el mundo en medio de la naturaleza, un falso locus amoenus cuya hostilidad es lo que le permite medir sus propias fuerzas, su integridad, y salir digno y orgulloso de su victoria.
2.23.2006
Mrs. Dalloway
Por
blanca gago domínguez
He leído muchos libros de Virginia Woolf. Lo he ido haciendo escalonadamente, a lo largo de varios años. Empecé con Orlando, quizás su novela más madura (o eso suele afirmar la crítica, y creo que estoy de acuerdo, si tomamos el adjetivo como sinónimo de "complejo" o "profundo" o "matizado"), luego vinieron Las olas y Al faro, sus artículos de Escenas de Londres, sus cartas (en la edición tan completa de Lumen, Cartas a mujeres) y sus diarios, publicados por Siruela. Recién decidí acercarme a Mrs. Dalloway en su lengua original, con un cierto temor debido, en primer lugar, a que no podía quitarme de la cabeza a Meryl Streep como Clarissa Dalloway en Las horas, y eso es siempre muy molesto a la hora de leer un libro a pesar de que, en este caso, la película ofrece una adaptación muy, muy libre del personaje. La segunda y principal razón de mi temor era que, al haber leído las novelas de Virginia Woolf siempre en traducciones al español, no estaba segura de poder reconocer y disfrutar la voz original de la autora. Pensaba que quizá había dado con traducciones tan buenas que eran precisamente las causantes de esa exquisitez que tanto he admirado, ese tono con el punto exato entre la ironía, el entusiasmo y la pulcritud, esa distancia calculada pero calurosa... es difícil describir la escritura de Virginia Woolf, porque es única, no se parece a ninguna otra, y ni siquiera he sabido nunca de ningún epígono que aspirara a emularla.
Debo decir que, aunque Meryl Streep se empeñaba en asomarse de vez en cuando mientras leía Mrs. Dalloway, lo cierto es que he disfrutado muchísimo leyendo la novela, y he podido acomodarme desde el principio a la voz original, tan profunda, tan perfecta, de una autora que ya me parece como de la familia. Cada libro es un reencuentro, y las primeras páginas de Mrs. Dalloway ya derrumbaron ese miedo o cautela con que me acerqué al libro.
La historia que se narra es simple: Clarissa Dalloway es una mujer madura, bien situada, bien casada, bien admirada por la sociedad en que vive. Una mujer bien. Un día recibe la visita sorpresa de Peter Walsh, el hombre con quien estuvo a punto de casarse, a quien amó locamente, pero finalmente rechazó. Prefirió a Richard Dalloway, mucho más sensato, más responsable, más bien. La novela trancurre en un día, durante el cual el lector comparte la frustración de Clarissa Dalloway en tensión ante el anhelo de Peter Walsh, y la historia paralela del matrimonio de Rezia y Septimus. Ningún elemento estridente o fuera de tono, como es habitual: Virginia Woolf nos guía acompasando los sentidos al pensamiento de los personajes. Y el correr fluido del tiempo que se escapa inevitablemente, se desliza en silencio, y al final deja paso a la cruel pero firme sensación de que todos ellos han sido incapaces de nadar, ni siquiera un poquito, a contracorriente. Magistral lección de esta escritora irrepetible.
Debo decir que, aunque Meryl Streep se empeñaba en asomarse de vez en cuando mientras leía Mrs. Dalloway, lo cierto es que he disfrutado muchísimo leyendo la novela, y he podido acomodarme desde el principio a la voz original, tan profunda, tan perfecta, de una autora que ya me parece como de la familia. Cada libro es un reencuentro, y las primeras páginas de Mrs. Dalloway ya derrumbaron ese miedo o cautela con que me acerqué al libro.
La historia que se narra es simple: Clarissa Dalloway es una mujer madura, bien situada, bien casada, bien admirada por la sociedad en que vive. Una mujer bien. Un día recibe la visita sorpresa de Peter Walsh, el hombre con quien estuvo a punto de casarse, a quien amó locamente, pero finalmente rechazó. Prefirió a Richard Dalloway, mucho más sensato, más responsable, más bien. La novela trancurre en un día, durante el cual el lector comparte la frustración de Clarissa Dalloway en tensión ante el anhelo de Peter Walsh, y la historia paralela del matrimonio de Rezia y Septimus. Ningún elemento estridente o fuera de tono, como es habitual: Virginia Woolf nos guía acompasando los sentidos al pensamiento de los personajes. Y el correr fluido del tiempo que se escapa inevitablemente, se desliza en silencio, y al final deja paso a la cruel pero firme sensación de que todos ellos han sido incapaces de nadar, ni siquiera un poquito, a contracorriente. Magistral lección de esta escritora irrepetible.
2.12.2006
Jardines de Kensington
Por
blanca gago domínguez
Al acabar la lectura de esta novela del argentino Rodrigo Fresán (Mondadori, 2003), quedé firmemente convencida de lo siniestra y fascinante que puede resultar a la vez la literatura infantil. En sus mundos poblados de monstruos siempre existe la posibilidad de vencer al dragón, sus personajes no crecen y no se corrompen con el paso del tiempo y las decepciones... el refugio de locura de los libros infantiles -¿para niños adultos? ¿para adultos que no quieren dejar de ser niños?- no distingue sueño de pesadilla, y en él la muerte puede ser simplemente una formidable aventura.
Este es el tema entorno al cual gira el argumento de Jardines de Kensington, cuya estructura se basa en la oposición de dos historias constantemente entrecruzadas. Por un lado, la que narra la creación del personaje de Peter Pan por el escritor James Matthew Barry, contada de forma tanto más impactante cuanto que resulta estar bien ceñida a los hechos reales que tejieron la vida del autor inglés. Peter Pan nació como un regalo a los hermanos Llewelyn Davies, a los que Barry adoró porque le permitieron crear un mundo a su medida, vivir como en un cuento, negarse a crecer. Muy rápidamente, el personaje se convirtió en un clásico en el que se refugian o reflejan tantos niños como adultos, fieles a una Neverland que nunca pierden de vista. Es preciso aclarar que todo esto está muy por encima de la utilización que la psicología de aficionados ha hecho del personaje, convirtiéndolo en un simple mito de la inmadurez. Peter Pan es mucho más que eso, como se encarga de descubrirnos a través de las páginas de la novela el narrador y protagonista de la segunda historia que teje el argumento, un escritor londinense, nacido en los años sesenta, víctima de la psicodelia alucinógena de sus padres y la culpa creativa de la muerte de su hermano. Como resultado de esta infancia experimental y a raíz de la lectura de Peter Pan, el narrador decide que él tampoco crecerá nunca, y se acaba convirtiendo en un escritor superventas de literatura infantil. Las aventuras de su personaje, Jim Yang, y la cronocicleta con la que viaja en el tiempo, mantienen en vilo al mundo entero.
La manera en que se mezclan ambas historias es lo que da a la novela la fuerza orgullosa que exhibe, una fuerza que me dejó exhausta en Mantra (Mondadori, 2000) y que aquí resulta mucho más contenida y, por ello, placentera. Fresán ya no se desborda, Jardines de Kensington no es una pesadilla sino una reflexión lúcida que no tiene miedo de ahondar en lo peor, lo más vergonzoso del ser humano, ya sea en el amor, la muerte, las relaciones entre padres e hijos, el miedo a nosotros mismos... y la culpa, "la culpa todopoderosa como motor de la maquinaria que impulsa la mayoría de nuestras acciones".
Leer a Fresán no es un acto ni agradable ni agradecido porque, si somos lectores activos y honestos, implica un enfrentamiento a lo que no nos gusta y nos empeñamos en esconder. Aun así, creo que la lectura de Jardines de Kensington es altamente recomendable para la estimulación de la inteligencia y la conciencia de la realidad.
Este es el tema entorno al cual gira el argumento de Jardines de Kensington, cuya estructura se basa en la oposición de dos historias constantemente entrecruzadas. Por un lado, la que narra la creación del personaje de Peter Pan por el escritor James Matthew Barry, contada de forma tanto más impactante cuanto que resulta estar bien ceñida a los hechos reales que tejieron la vida del autor inglés. Peter Pan nació como un regalo a los hermanos Llewelyn Davies, a los que Barry adoró porque le permitieron crear un mundo a su medida, vivir como en un cuento, negarse a crecer. Muy rápidamente, el personaje se convirtió en un clásico en el que se refugian o reflejan tantos niños como adultos, fieles a una Neverland que nunca pierden de vista. Es preciso aclarar que todo esto está muy por encima de la utilización que la psicología de aficionados ha hecho del personaje, convirtiéndolo en un simple mito de la inmadurez. Peter Pan es mucho más que eso, como se encarga de descubrirnos a través de las páginas de la novela el narrador y protagonista de la segunda historia que teje el argumento, un escritor londinense, nacido en los años sesenta, víctima de la psicodelia alucinógena de sus padres y la culpa creativa de la muerte de su hermano. Como resultado de esta infancia experimental y a raíz de la lectura de Peter Pan, el narrador decide que él tampoco crecerá nunca, y se acaba convirtiendo en un escritor superventas de literatura infantil. Las aventuras de su personaje, Jim Yang, y la cronocicleta con la que viaja en el tiempo, mantienen en vilo al mundo entero.
La manera en que se mezclan ambas historias es lo que da a la novela la fuerza orgullosa que exhibe, una fuerza que me dejó exhausta en Mantra (Mondadori, 2000) y que aquí resulta mucho más contenida y, por ello, placentera. Fresán ya no se desborda, Jardines de Kensington no es una pesadilla sino una reflexión lúcida que no tiene miedo de ahondar en lo peor, lo más vergonzoso del ser humano, ya sea en el amor, la muerte, las relaciones entre padres e hijos, el miedo a nosotros mismos... y la culpa, "la culpa todopoderosa como motor de la maquinaria que impulsa la mayoría de nuestras acciones".
Leer a Fresán no es un acto ni agradable ni agradecido porque, si somos lectores activos y honestos, implica un enfrentamiento a lo que no nos gusta y nos empeñamos en esconder. Aun así, creo que la lectura de Jardines de Kensington es altamente recomendable para la estimulación de la inteligencia y la conciencia de la realidad.
2.04.2006
Ferdydurke
Por
blanca gago domínguez
Empecé esta novela de Witold Gombrowicz (en la edición de Seix Barral, 2001) convencida, en primer lugar, del papel fundamental que, según el común acuerdo de la crítica, juega el libro en la literatura argentina del siglo XX. En segundo lugar, sentía una gran curiosidad por acercarme a un texto que, en realidad, es fruto del empeño delirante de una panda de locos ajedrecistas del café Rex, en la calle Corrientes, a finales de los años 40. Gombrowicz había escrito Ferdydurke en polaco, su lengua materna, antes de llegar a Argentina, país en el que permanecería hasta su muerte, no por casualidad. Arrastrado por este grupo de entusiastas admiradores, emprendió junto a ellos la traducción a una lengua que no dominaba, y el resultado fue una re-escritura, una re-creación, una novela distinta que en realidad poco tiene que ver con el original. Con los años, Ferdydurke se convierte en una obra conocida y respetada por la crítica, y Gombrowicz, en un autor cuya importancia en la literatura argentina ya no se discute.
Ricardo Piglia y Ernesto Sábato, entre otros, afirman que esta proyección o trasvase entre las literaturas polaca y argentina es posible gracias a que ambas viven situaciones parecidas en condiciones sociohistóricas equivalentes, y adolecen así de lo que constituye la principal razón por la que Gombrowicz escribió Ferdydurke: la Inmadurez. En el prólogo a la primera edición en castellano, publicada en 1947, el autor desarrolla esta idea de la manera siguiente:
"Es un hecho que los hombres están obligados a ocultar su inmadurez, pues a la exteriorización sólo se presta lo que ya está maduro en nosotros. Ferdydurke plantea esta pregunta: ¿no veis que vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que podéis expresar no corresponde a vuestra realidad íntima? Mientras fingís ser maduros vivís, en realidad, en un mundo bien distinto. Si no lográis juntar de algún modo más estrecho esos dos mundos, la cultura será siempre para vosotros un instrumento de engaño" (página 16)
Así, pues, Ferdydurke es una novela en que se acepta esa inmadurez inherente al ser humano y se utiliza como punto de partida de una búsqueda formal y existencial que supera con desdén las formas literarias clásicas: la retórica fosilizada, las convenciones lingüísticas, las reglas escritas y tácitas que empantanan una literatura y le impiden avanzar. Es decir, la inmadurez es un motor de fuerza, no un defecto del que debamos avergonzarnos, y ahí se basa su crítica a las literaturas con complejo de inferioridad, como la polaca o la argentina.
Esta búsqueda constante, que rechaza las fórmulas establecidas del lenguaje, crea una dinámica de progresión de la novela que poco tiene que ver con las disposiciones tradicionales del argumento, las coordenadas fijas espacio-temporales, el desarrollo de los personajes... Ferdydurke es una novela inesperada en la que las palabras ya no significan lo de siempre. Cada frase es un golpe, una sacudida al código lingüístico establecido en la que se ve el delirio vocacional del grupito del café Rex que, entre partida y partida de ajedrez, escribió y discutió con Gombrowicz cada línea de la novela. El resultado es un libro vertiginoso, lleno de sorpresas y difícil, muy difícil, porque el cuestionamiento de la forma está constantemente presente, y exhibe una lucidez apabullante plantando cara al absurdo. En ese sentido, el autor apunta lo siguiente:
"En vez de esconder mi insuficiencia cultural, mi dependencia de la esfera interior y los móviles personales de mi trabajo, como lo hacen otros autores, los desnudé con toda crudeza y además demostré mi propia inconformidad con la forma de la obra: el lector puede ver cómo me enloquece la tiranía de las formas idiomáticas, el mecanismo del estilo, la construcción y la armonización de las partes, etc..." (página 20)
Ante una novela así, el lector sólo puede agachar la cabeza ante la valentía del autor y, como en toda novela existencialista, darse el gusto de extraer sus conclusiones, aplicables a una conducta propia, una decisión original, unos principios vitales.
Ricardo Piglia y Ernesto Sábato, entre otros, afirman que esta proyección o trasvase entre las literaturas polaca y argentina es posible gracias a que ambas viven situaciones parecidas en condiciones sociohistóricas equivalentes, y adolecen así de lo que constituye la principal razón por la que Gombrowicz escribió Ferdydurke: la Inmadurez. En el prólogo a la primera edición en castellano, publicada en 1947, el autor desarrolla esta idea de la manera siguiente:
"Es un hecho que los hombres están obligados a ocultar su inmadurez, pues a la exteriorización sólo se presta lo que ya está maduro en nosotros. Ferdydurke plantea esta pregunta: ¿no veis que vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que podéis expresar no corresponde a vuestra realidad íntima? Mientras fingís ser maduros vivís, en realidad, en un mundo bien distinto. Si no lográis juntar de algún modo más estrecho esos dos mundos, la cultura será siempre para vosotros un instrumento de engaño" (página 16)
Así, pues, Ferdydurke es una novela en que se acepta esa inmadurez inherente al ser humano y se utiliza como punto de partida de una búsqueda formal y existencial que supera con desdén las formas literarias clásicas: la retórica fosilizada, las convenciones lingüísticas, las reglas escritas y tácitas que empantanan una literatura y le impiden avanzar. Es decir, la inmadurez es un motor de fuerza, no un defecto del que debamos avergonzarnos, y ahí se basa su crítica a las literaturas con complejo de inferioridad, como la polaca o la argentina.
Esta búsqueda constante, que rechaza las fórmulas establecidas del lenguaje, crea una dinámica de progresión de la novela que poco tiene que ver con las disposiciones tradicionales del argumento, las coordenadas fijas espacio-temporales, el desarrollo de los personajes... Ferdydurke es una novela inesperada en la que las palabras ya no significan lo de siempre. Cada frase es un golpe, una sacudida al código lingüístico establecido en la que se ve el delirio vocacional del grupito del café Rex que, entre partida y partida de ajedrez, escribió y discutió con Gombrowicz cada línea de la novela. El resultado es un libro vertiginoso, lleno de sorpresas y difícil, muy difícil, porque el cuestionamiento de la forma está constantemente presente, y exhibe una lucidez apabullante plantando cara al absurdo. En ese sentido, el autor apunta lo siguiente:
"En vez de esconder mi insuficiencia cultural, mi dependencia de la esfera interior y los móviles personales de mi trabajo, como lo hacen otros autores, los desnudé con toda crudeza y además demostré mi propia inconformidad con la forma de la obra: el lector puede ver cómo me enloquece la tiranía de las formas idiomáticas, el mecanismo del estilo, la construcción y la armonización de las partes, etc..." (página 20)
Ante una novela así, el lector sólo puede agachar la cabeza ante la valentía del autor y, como en toda novela existencialista, darse el gusto de extraer sus conclusiones, aplicables a una conducta propia, una decisión original, unos principios vitales.
1.22.2006
Estrella distante
Por
blanca gago domínguez
Sigo con Bolaño, en este caso con el Bolaño precursor de sus dos grandes novelas, Los detectives salvajes y 2666. En su afán por interrelacionar obras y personajes, lo cual llega a entusiasmar a muchos de sus lectores, aunque sólo sea por el placer de descubrir paralelismos y conexiones ya secretas, ya evidentes, a medida que leemos las diferentes novelas que componen la obra de Bolaño, Estrella distante (Anagrama, 1996) enlaza con el último capítulo de La literatura nazi en América mediante un nexo que queda establecido desde el principio con estas líneas:
"En el último capítulo de mi novela La literatura nazi en América se narraba tal vez demasiado esquemáticamente (no pasaba de las veinte páginas) la historia del teniente Ramírez Hoffman, de la FACH. Esta historia me la contó mi compatriota Arturo B, veterano de las guerras floridas y suicida en África, quien no quedó satisfecho del resultado final. El último capítulo de La literatura nazi servía como contrapunto, acaso como anticlímax del grotesco literario que lo precedía, y Arturo deseaba una historia más larga, no espejo ni explosión de otras historias sino espejo y explosión en sí misma. Así pues, nos encerramos durante un mes y medio en mi casa de Blanes y con el último capítulo en mano y al dictado de sus sueños y pesadillas compusimos la novela que el lector tiene ahora ante sí. Mi función se redujo a preparar bebidas, consultar algunos libros, y discutir, con él y con el fantasma cada día más vivo de Pierre Menard, la validez de muchos párrafos repetidos."
Arturo B, Arturo Belano, el protagonista de Los detectives salvajes es, pues, el narrador de esta historia, compuesta según lo dicho aquí arriba al dictado de sus propios sueños y pesadillas. No al dictado literal, en todo caso, cuyo resultado, creo, sería formalmente más parecido a Amberes que a la novela que nos ocupa aquí. No es éste un texto onírico o irreal, enrevesado o ilógico. Muy al contrario, la estructura de Estrella distante se nos aparece espléndida, y revela una historia en la mejor línea del Bolaño más conocido, más celebrado, que presta su voz a este alterónimo Arturo Belano, escritor chileno que malvive en Barcelona y se ve forzado a recordar a un hombre que conoció en 1972, antes del golpe militar, cuando acudía a los talleres literarios de la Universidad con otros poetas jóvenes. El hombre que recuerda era frío y brillante, de ojos como prestados, y estaba siempre por encima del resto de jóvenes que escribían poemas y soñaban con un futuro en clave marxista. Este hombre, Alberto Ruiz-Tagle o Carlos Wieder, es el centro alrededor del cual se desarrolla la novela: todos lo buscan, lo recuerdan de uno u otro modo, se preguntan quién fue, qué quiso, dónde está. Por qué hizo lo que hizo. Bolaño describe la historia de una estética que quiso revolucionar la poesía, más allá de toda moral, y para ello recurre (sí, también) al género clásico de la novela negra: hay un misterio y debe resolverse cuanto antes. Ésa es la base del ritmo, que crece o decrece según su voluntad. En medio, cabe de todo: cartas que no se contestan, personajes que dejan su profunda mirada un instante y luego desaparecen, muerte, horror, y por encima de todo, arte concebido como una forma de vida más allá de cualquier otra cosa.
En este sentido, Estrella distante es un reencuentro con el Bolaño de siempre, el más fácilmente reconocible, el dueño de esa voz que atrapa y agita porque está viva y tiene tanta fuerza que es imposible escapar a su influjo. Pero no más que eso. No hay que buscar otras voces, otras sorpresas, otros caminos... sólo la cadencia que ya nos es tan familiar (¿por eso los "párrafos repetidos" del texto introductorio?), porque ya no es posible olvidarse de Los detectives salvajes ni de 2666.
"En el último capítulo de mi novela La literatura nazi en América se narraba tal vez demasiado esquemáticamente (no pasaba de las veinte páginas) la historia del teniente Ramírez Hoffman, de la FACH. Esta historia me la contó mi compatriota Arturo B, veterano de las guerras floridas y suicida en África, quien no quedó satisfecho del resultado final. El último capítulo de La literatura nazi servía como contrapunto, acaso como anticlímax del grotesco literario que lo precedía, y Arturo deseaba una historia más larga, no espejo ni explosión de otras historias sino espejo y explosión en sí misma. Así pues, nos encerramos durante un mes y medio en mi casa de Blanes y con el último capítulo en mano y al dictado de sus sueños y pesadillas compusimos la novela que el lector tiene ahora ante sí. Mi función se redujo a preparar bebidas, consultar algunos libros, y discutir, con él y con el fantasma cada día más vivo de Pierre Menard, la validez de muchos párrafos repetidos."
Arturo B, Arturo Belano, el protagonista de Los detectives salvajes es, pues, el narrador de esta historia, compuesta según lo dicho aquí arriba al dictado de sus propios sueños y pesadillas. No al dictado literal, en todo caso, cuyo resultado, creo, sería formalmente más parecido a Amberes que a la novela que nos ocupa aquí. No es éste un texto onírico o irreal, enrevesado o ilógico. Muy al contrario, la estructura de Estrella distante se nos aparece espléndida, y revela una historia en la mejor línea del Bolaño más conocido, más celebrado, que presta su voz a este alterónimo Arturo Belano, escritor chileno que malvive en Barcelona y se ve forzado a recordar a un hombre que conoció en 1972, antes del golpe militar, cuando acudía a los talleres literarios de la Universidad con otros poetas jóvenes. El hombre que recuerda era frío y brillante, de ojos como prestados, y estaba siempre por encima del resto de jóvenes que escribían poemas y soñaban con un futuro en clave marxista. Este hombre, Alberto Ruiz-Tagle o Carlos Wieder, es el centro alrededor del cual se desarrolla la novela: todos lo buscan, lo recuerdan de uno u otro modo, se preguntan quién fue, qué quiso, dónde está. Por qué hizo lo que hizo. Bolaño describe la historia de una estética que quiso revolucionar la poesía, más allá de toda moral, y para ello recurre (sí, también) al género clásico de la novela negra: hay un misterio y debe resolverse cuanto antes. Ésa es la base del ritmo, que crece o decrece según su voluntad. En medio, cabe de todo: cartas que no se contestan, personajes que dejan su profunda mirada un instante y luego desaparecen, muerte, horror, y por encima de todo, arte concebido como una forma de vida más allá de cualquier otra cosa.
En este sentido, Estrella distante es un reencuentro con el Bolaño de siempre, el más fácilmente reconocible, el dueño de esa voz que atrapa y agita porque está viva y tiene tanta fuerza que es imposible escapar a su influjo. Pero no más que eso. No hay que buscar otras voces, otras sorpresas, otros caminos... sólo la cadencia que ya nos es tan familiar (¿por eso los "párrafos repetidos" del texto introductorio?), porque ya no es posible olvidarse de Los detectives salvajes ni de 2666.
1.10.2006
Amberes
Por
blanca gago domínguez
"Escribí este libro para mí mismo, y ni de eso estoy muy seguro. Durante mucho tiempo sólo fueron páginas sueltas que releía y tal vez corregía convencido de que no tenía tiempo. ¿Pero tiempo para qué? Era incapaz de explicarlo con precisión. Escribí este libro para los fantasmas, que son los únicos que tienen tiempo porque están fuera del tiempo (...)"
Bajo el título "Anarquía total: veintidós años después", así empieza Roberto Bolaño el prefacio a Amberes (Anagrama, 2002). De este modo, el lector queda avisado desde el principio de que éste no es un libro del tipo al que nos tiene acostumbrados Bolaño, y a medida que pasan las páginas, se da cuenta efectivamente de que no lo es. Amberes resulta al final una sucesión de fragmentos enloquecidos, imágenes oníricas con un fuerte contenido emocional y sexual, obsesiones situadas en la carretera que va de Castelldefels a Barcelona. Las escenas no siguen ningún hilo lógico o narrativo, son breves como destellos y sólo ahí reside su fuerza, la posibilidad de transmitir tantas emociones en tan pocas líneas. De otro modo, con la presencia de un hilo lineal impuesto por el desarrollo de las escenas hacia textos más largos y estructurados, la carga emocional tendría que disminuir su intensidad en función de la sostenibilidad de la obra. Así, Amberes debe leerse como una demostración de fuerza muy íntima en realidad, una voluntad de echar afuera los miedos y ascos y recuerdos envenenados mediante una prosa casi poética pero bien contundente. En este sentido, se trata de un libro para el lector curioso, atrapado por la figura tan atractiva de Bolaño y que, cautivado por las historias que se cuentan en Los detectives salvajes o 2666, desee hurgar un poco, ir más allá pero de otra manera.
Todo escritor tiene sus fantasmas, que siempre lo acompañan, a veces lo aterran y otras le dan una fuerza que nunca encontraría en otro lado, y los de Bolaño se pasean a sus anchas por Amberes. Qué distintas son estas voces de aquellas que ganaban concursos en Llamadas telefónicas, por ejemplo. Éstas son apenas susurros o aullidos, lamentos sórdidos y miserables de un policía, una chica siempre demasiado joven, un jorobadito mexicano, un escritor extranjero (¿el propio Bolaño?). Las voces de estas figuras que aparecen y desaparecen sin avisar a lo largo de los fragmentos son lo único que da unidad al texto. Y poco más: el escenario, la atmósfera onírica y marginal...el Bolaño más oscuro está aquí, congelado fuera del tiempo, como señala en su prefacio. Contemplarlo, y sobre todo sumergirse en su pesadilla no es tarea fácil ni agradable. Quedan avisados.
Bajo el título "Anarquía total: veintidós años después", así empieza Roberto Bolaño el prefacio a Amberes (Anagrama, 2002). De este modo, el lector queda avisado desde el principio de que éste no es un libro del tipo al que nos tiene acostumbrados Bolaño, y a medida que pasan las páginas, se da cuenta efectivamente de que no lo es. Amberes resulta al final una sucesión de fragmentos enloquecidos, imágenes oníricas con un fuerte contenido emocional y sexual, obsesiones situadas en la carretera que va de Castelldefels a Barcelona. Las escenas no siguen ningún hilo lógico o narrativo, son breves como destellos y sólo ahí reside su fuerza, la posibilidad de transmitir tantas emociones en tan pocas líneas. De otro modo, con la presencia de un hilo lineal impuesto por el desarrollo de las escenas hacia textos más largos y estructurados, la carga emocional tendría que disminuir su intensidad en función de la sostenibilidad de la obra. Así, Amberes debe leerse como una demostración de fuerza muy íntima en realidad, una voluntad de echar afuera los miedos y ascos y recuerdos envenenados mediante una prosa casi poética pero bien contundente. En este sentido, se trata de un libro para el lector curioso, atrapado por la figura tan atractiva de Bolaño y que, cautivado por las historias que se cuentan en Los detectives salvajes o 2666, desee hurgar un poco, ir más allá pero de otra manera.
Todo escritor tiene sus fantasmas, que siempre lo acompañan, a veces lo aterran y otras le dan una fuerza que nunca encontraría en otro lado, y los de Bolaño se pasean a sus anchas por Amberes. Qué distintas son estas voces de aquellas que ganaban concursos en Llamadas telefónicas, por ejemplo. Éstas son apenas susurros o aullidos, lamentos sórdidos y miserables de un policía, una chica siempre demasiado joven, un jorobadito mexicano, un escritor extranjero (¿el propio Bolaño?). Las voces de estas figuras que aparecen y desaparecen sin avisar a lo largo de los fragmentos son lo único que da unidad al texto. Y poco más: el escenario, la atmósfera onírica y marginal...el Bolaño más oscuro está aquí, congelado fuera del tiempo, como señala en su prefacio. Contemplarlo, y sobre todo sumergirse en su pesadilla no es tarea fácil ni agradable. Quedan avisados.
1.06.2006
Sobre héroes y tumbas
Por
blanca gago domínguez
No es fácil escribir acerca de esta novela aquí, porque cualquier trabajo de síntesis objetiva por mi parte resultará, francamente, incompleto e inexacto. Así, pues, voy a tratar de ceñirme al relato de mis impresiones tras la lectura de esta segunda parte de la trilogía novelística de Ernesto Sábato -que empieza con El túnel y acaba con Abbadón, el exterminador-. Sobre héroes y tumbas se publicó en 1961 en Buenos Aires, ciudad que asoma latiendo en cada página, en cada escena, y se impone en nuestra visión de lectores, se yergue desafiante por mucho que nunca hayamos estado allí. La ciudad profunda aparece en todas sus dimensiones, desde los miradores al alcantarillado, como pieza clave donde se desenvuelven las ansias de los personajes. La ciudad en un aquí y ahora, coordenadas con que estos personajes se sitúan en el mundo en circunstancias determinadas. Sábato no elude el peronismo, las diferencias sociales, el subte, los viejos de los parques... muy al contrario, utiliza todos estos elementos y los absorbe para lograr un testimonio integral: la realidad de Buenos Aires en los años 60 fundida con un espacio de sueño, delirio, pesadillas universales y atemporales que acechan cada noche en una piecita, en un caserón abandonado. En esa fusión reside uno de los aspectos de la grandeza de esta novela.
A partir de la ciudad, Sábato habla de la argentinidad como sentimiento, esa nostalgia permanente de haber perdido lo que nunca se llegó a tener, una sensación que cada personaje desarrolla a su manera para mostrar o intentar ocultar sus carencias, sus miedos, sus frustraciones. De ahí el sarcasmo, la violencia, el doble juego que nos lleva a uno de los motivos de la novela: la máscara.
"siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo de trágico, quizá hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso"
Sábato se pregunta qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, ante nuestra conciencia, enfrentados a un yo que, como en el caso de Fernando Vidal, uno de los personajes clave de la novela y artífice del "Informe sobre ciegos" (parte III de Sobre héroes y tumbas), puede deformarse y metamorfosearse continuamente. O como Alejandra, la otra gran protagonista, atormentada por fuerzas extrañas, oscuras, destructivas contra las que a veces no es posible ni siquiera luchar. Fernando y Alejandra desarrollan a lo largo de la novela una relación cuya evolución y complejidad el lector no puede más que intuir, y ahí residen su fuerza y su tragedia, su atracción. Un padre y una hija con un pasado oscuro, que se odian hasta la muerte, se aman hasta el incesto, se destruyem mediante un fuego purificador... y todo ello narrado por la velada emoción de Bruno, las impresiones entrecortadas de Martín, las palabras desgarradoras de Alejandra y la obsesión por los ciegos de Fernando, que es la esencia de la novela y que se condensa en frase como ésta:
"La noche, la infancia, las tinieblas, el terror y la sangre, sangre, carne y sangre, los sueños, abismos, abismos insondables, soledad soledad soledad, tocamos pero estamos a distancias inconmesurables, tocamos pero estamos solos".
Sobre héroes y tumbas es una novela conmovedora y trágica. Lo que se propone Sábato, y lo consigue con creces, es sacudir y despertar al lector, de modo que éste, al acabar la lectura, ya no sea el mismo, igual que el escritor no lo fue al acabar de escribir. Pero lo más emocionante y admirable de la narración es que logra superar la maldición latente de la resignación, y aunque la felicidad absoluta no existe, como nos hacían creer de chicos, sí es posible apreciar y disfrutar las pequeñas felicidades, las que narra Hortensia Paz, esos frágiles y fugaces momentos de amor o de éxtasis que el arte es capaz de eternizar. Y ésta es la única felicidad que existe en medio del perpetuo desencuentro que es la vida. Así, Ernesto Sábato cumple lo que él mismo definió como "novela profunda":
"Una novela profunda surge frente a situaciones límite de la existencia, dolorosas encrucijadas en que intuimos la insoslayable presencia de la muerte. En medio de un temblor existencial, la obra es nuestro intento, jamás del todo logrado, por reconquistar la unidad inefable de la vida"
(de Antes del Fin)
A partir de la ciudad, Sábato habla de la argentinidad como sentimiento, esa nostalgia permanente de haber perdido lo que nunca se llegó a tener, una sensación que cada personaje desarrolla a su manera para mostrar o intentar ocultar sus carencias, sus miedos, sus frustraciones. De ahí el sarcasmo, la violencia, el doble juego que nos lleva a uno de los motivos de la novela: la máscara.
"siempre es terrible ver a un hombre que se cree absoluta y seguramente solo, pues hay en él algo de trágico, quizá hasta de sagrado, y a la vez de horrendo y vergonzoso"
Sábato se pregunta qué máscara nos queda cuando estamos en soledad, ante nuestra conciencia, enfrentados a un yo que, como en el caso de Fernando Vidal, uno de los personajes clave de la novela y artífice del "Informe sobre ciegos" (parte III de Sobre héroes y tumbas), puede deformarse y metamorfosearse continuamente. O como Alejandra, la otra gran protagonista, atormentada por fuerzas extrañas, oscuras, destructivas contra las que a veces no es posible ni siquiera luchar. Fernando y Alejandra desarrollan a lo largo de la novela una relación cuya evolución y complejidad el lector no puede más que intuir, y ahí residen su fuerza y su tragedia, su atracción. Un padre y una hija con un pasado oscuro, que se odian hasta la muerte, se aman hasta el incesto, se destruyem mediante un fuego purificador... y todo ello narrado por la velada emoción de Bruno, las impresiones entrecortadas de Martín, las palabras desgarradoras de Alejandra y la obsesión por los ciegos de Fernando, que es la esencia de la novela y que se condensa en frase como ésta:
"La noche, la infancia, las tinieblas, el terror y la sangre, sangre, carne y sangre, los sueños, abismos, abismos insondables, soledad soledad soledad, tocamos pero estamos a distancias inconmesurables, tocamos pero estamos solos".
Sobre héroes y tumbas es una novela conmovedora y trágica. Lo que se propone Sábato, y lo consigue con creces, es sacudir y despertar al lector, de modo que éste, al acabar la lectura, ya no sea el mismo, igual que el escritor no lo fue al acabar de escribir. Pero lo más emocionante y admirable de la narración es que logra superar la maldición latente de la resignación, y aunque la felicidad absoluta no existe, como nos hacían creer de chicos, sí es posible apreciar y disfrutar las pequeñas felicidades, las que narra Hortensia Paz, esos frágiles y fugaces momentos de amor o de éxtasis que el arte es capaz de eternizar. Y ésta es la única felicidad que existe en medio del perpetuo desencuentro que es la vida. Así, Ernesto Sábato cumple lo que él mismo definió como "novela profunda":
"Una novela profunda surge frente a situaciones límite de la existencia, dolorosas encrucijadas en que intuimos la insoslayable presencia de la muerte. En medio de un temblor existencial, la obra es nuestro intento, jamás del todo logrado, por reconquistar la unidad inefable de la vida"
(de Antes del Fin)
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