6.03.2007

Arthur & George

No había leído a Julian Barnes hasta que, hace unos días, vi un libro color crema en una desierta librería de la Rue de la Violette. Las ediciones de Vintage tienen algo especial, difícil de describir pero fácilmente reconocible, que siempre me atrae y que en ese momento me decidió a indagar, al fin, en la obra de este autor discreto (ningún éxito comercial, ningún Booker Prize) pero fascinante desde, exactamente, la primera página.

Arthur & George, traducida por Anagrama en 2007, es una novela de contrapunto. Sobre una base sencilla, la oposición de contrarios, Barnes va edificando una estructura compleja pero bien equilibrada, donde cada elemento tiene su peso exacto y cumple su función al milímetro. El paso del tiempo es el hilo estricto de narración que se aprovecha desde el principio, con el nacimiento de los protagonistas, hasta el final. Arthur es el hijo de una buena familia escocesa venida a menos por culpa del padre, alcohólico y epiléptico. Desde su más tierna edad aprende que lo que consiga en la vida será sólo gracias a su propio esfuerzo. Y se pone a ello. George, por su parte, nace en un pueblecito inglés en el que su padre, de origen parsi, ejerce como vicario. El modo en que se forja el carácter de ambos niños (sus familias, el ambiente y las circunstancias que los rodean, sus propios miedos y contradicciones), narrado siempre en paralelo para que mientras leemos a uno no perdamos de vista al otro, es quizá una de las partes más bellas de la novela. El punto de vista narrativo es muy clásico: no hay experimentos ni audacias, sino estilo indirecto libre y algunos extractos de documentos reales. Sin embargo, gracias a una combinación perfecta entre hechos objetivos y sensibilidad, a medida que Arthur y George se hacen adultos, el lector entra a formar parte de la historia. Sólo él tiene la llave para encajar las piezas, una encima de otra; quizá por ello la relación que se establece entre ambos personajes cuando ya están en su, digamos, mediana edad, es algo cargado de sentido para todos: para Arthur, para Georges y para el lector, que se siente parte de un azar que juega a unir contrarios para hacerlos más fuertes.

Y es que, en primer lugar, los protagonistas son exactamente opuestos. Arthur se convierte desde muy joven en uno de los Englishmen más admirados del país. Es fuerte y lo demuestra continuamente en cualquier cosa que se proponga; despliega un sentido del humor encantador, una seguridad sin soberbia y, además, ha creado uno de los personajes más importantes de la literatura universal: Sherlock Holmes. George, en cambio, es un anónimo procurador incapaz de tomar decisiones que no estén basadas en las leyes inglesas. No le interesan los vicios ni las relaciones sociales y sólo se siente cómodo en medio de una rutina perfectamente conocida que un día, sin explicación, se trunca. Poco después, se produce el primer encuentro entre George Edalji y Arthur Conan Doyle. Ambos atraviesan un momento muy difícil de sus vidas, y precisamente a causa de ello se ayudan y ejercen una influencia más o menos consciente que servirá al otro para rehacerse y salir adelante. Es como si una ley del azar, tan bien utilizado en esta historia, pretendiera mostrar que, por muy antagónicos que sean, los extremos pueden entenderse y llegar a algo bueno juntos.

En segundo, lugar, la época en que se sitúa la novela nos muestra una oposición histórica y social: el paso del clasicismo a la modernidad en la Inglaterra de principios del siglo XX. En medio de una crisis que sacude a toda Europa, las luchas entre la tradición y las nuevas ideas crean un juego de contrarios en todas las disciplinas, pensamientos, costumbres que hoy, visto desde nuestra perspectiva, resulta fascinante. Las grandes cuestiones que sacuden a la sociedad inglesa de 1900 están presentes en la novela: la religión y al positivismo, el honor y la fuerza de los sentimientos, la fe y la razón, la libertad y el deber, el estado y el individuo... La historia de los personajes se refleja y se multiplica en la historia colectiva, en tanto en cuanto Arthur y George fueron personas reales y públicas. Las circunstancias que llevaron a ambos a conocerse están muy bien documentadas en la novela, lo cual permite a Barnes mostrar que la técnica de adquirir la perspectiva de un personaje histórico en interacción con la sociedad de su tiempo, al estilo de Marguerite Yourcenar, puede ofrecer resultados maravillosos si se hace bien. La sensibilidad empática de Barnes, en este caso, es muy buena. Arthur Conan Doyle y Georges Edalji, cada uno a su manera, fueron parte de una historia recreada y estructurada según ese equilibrio de contrarios que eventualmente son capaces de tocarse y ofrecerse lo mejor de sí mismos.

Aun así, a pesar de todo este armazón tan bien trabado, en la novela hay espacio suficiente para que el lector se pasee con libertad, ate sus propios cabos, juegue a detectives, sufra con los protagonistas y se ría con el mejor humor inglés de un narrador tan invisible como coherente. Sin olvidar, claro está, el espíritu lógico-implacable de Sherlock Holmes y los fantasmas de la Sociedad Espiritualista, que tuvo en Conan Doyle a uno de sus miembros destacados. Contrapunto en todos los niveles narrativos. Creo que voy a seguir leyendo a Barnes.

5.22.2007

Hombre lento

Aunque, por lo general, en las novelas de J.M Coetzee el hilo narrativo se teje alrededor de una pesadilla -una situación a punto de ser siempre insostenible-, creo que este Hombre lento (Mondadori, 2005) muestra uno de los ejemplos más conscientes y visibles. Aquí no es ya sólo un mal golpe del destino, ni un encadenamiento de consecuencias desesperantes, sino que esta vez la pesadilla está encarnada en la figura de una escritora llamada Elizabeth Costello. Un día, esta mujer irrumpe en casa de Paul Rayment y anuncia sin miramientos que se va a quedar por un tiempo. Paul, que acaba de perder la pierna en un accidente y no es, además, un hombre muy dado a los placeres sociales, establece con ella una relación que, literariamente, se puede situar a medio camino entre Kafka y el teatro del absurdo. Ambos esperan lo mismo: el estallido de la pasión que Paul siente por su enfermera, hace extensivo a sus hijos y, eventualmente, a su marido. Entretanto, las conversaciones que establecen para matar el tiempo, iniciadas a regañadientes y acabadas a puro grito, son una sucesión de desgarros de incomunicación que recuerdan inevitablemente a Estragón y Vladimir, los antihéroes de Samuel Beckett. Él le pide que se vaya y ella responde que fue él quien vino. Ella le pide que actúe y él no da más que rodeos y palos de ciego. El lector, claro está, sufre muchísimo pero no puede evitar reírse por la mezcla de ridículo y trágico de la situación.

En medio de la ansiosa espera, vemos pasar una cuidada selección de personajes excéntricos: una dama ciega y ardiente pero frustrada por su vergüenza, un chico que de tan bello lleva la muerte estampada en la cara... y, por supuesto, la gran Marijana, desencadenante del conflicto, con su pañuelo en la cabeza y su fuerza a todas luces sobrehumana. Hay muy pocos personajes más y se cumple prácticamente la unidad de espacio: el anticuado apartamento de Paul. Todo, salvo el desenlace, se gesta en este escenario asfixiante y amenazador, el lugar donde el antihéroe coetziano busca sin cesar el reposo que llegará tras el fin de la espera.

El clima de Hombre lento es, pues, bien angustioso y duro para el lector, como suele suceder en las novelas de Coetzee. Una vez más, los temas fundamentales (la soledad como estado inevitable y final, la proximidad de la muerte o la ineptitud humana para sobrellevar la pasión amorosa) aparecen en la historia y son cuestionados por los personajes desde puntos de vista diferentes, a menudo contradictorios. Esto crea una constante lucha entre ellos que aboca, al menor descuido, a la incomunicación. Los mensajes llegan, pero llegan mal. Las intenciones se pierden o se transforman. Los malentendidos se superponen. Aun así, los personajes, finalmente, sobreviven e incluso son capaces de reírse de vez en cuando y enrojecer esporádicamente.

En este sentido, el lenguaje como forma de comunicación esencial es un elemento explícito de la estructura narrativa de Hombre lento. En principio, nadie lo domina, excepto Elizabeth Costello: Paul es francés; la familia Jokic, croata. Todos deben hacer un esfuerzo para expresarse en inglés; una lengua, por otra parte, muy precisa y poco dada a ambigüedades. Los gritos de Elizabeth rogando a Paul que hable desde el corazón son patéticos porque son fútiles: él sólo puede hablar desde la forja metódica de las construcciones sintácticas. Sin embargo, al final comprobamos que la ventaja lingüística de la escritora sobre los demás es bien poco significativa, ya que no le proporciona ninguna victoria o éxito en la comunicación con los otros.

Así, pues, parece decirnos Coetzee, lo importante no es dominar el código lingüístico, sino tener el valor de hablar desde el corazón, lo cual supone arriesgarnos a quedar heridos de muerte. No es un panorama muy apetecible a primera vista, pero pronto la pesadilla adquiere un sentido y acaba por rezumar belleza, inteligencia y ternura.

4.12.2007

El Cuaderno Gris

Después de una minuciosa relectura de esta obra tan sigilosa pero tan importante en la literatura catalana, puedo afirmar categóricamente que Josep Pla me parece el mejor autor contemporáneo en esta lengua. Esto que, quizá, en principio no impresione mucho, resulta como mínimo notable si nos molestamos en echar una rápida ojeada a la situación de la literatura catalana durante el sigo XX: la figura de Pla se yergue como brillante guía en medio de un panorama desolador. En efecto, después de una escasísima producción narrativa desde el Renacimiento al Romanticismo, en el siglo XIX se instauró en Cataluña un noucentisme empeñado en confundir literatura con preciosismo. El equívoco se mantuvo durante muchos años tanto en narrativa como en poesía, en detrimento de la ya de por sí ridícula credibilidad que la literatura catalana tenía en aquel entonces. Pla fue el primero, o por lo menos el único que de verdad consiguió entonces (y entramos ya en la primera mitad del siglo XX) despojar a la lengua literaria de sus pesados fardos, y crear así una prosa natural, inteligente, aguda y exacta, que exhibe con genial sencillez en El Cuaderno Gris (publicado en español por Destino, 1997).

Escrito entre 1918 y 1919, cuando el autor contaba veintipocos años, este dietario supone un continuo y exigente ejercicio de reflexión sobre la escritura y la vida, indisolublemente unidas pero difícilmente conciliables para un joven que está acabando los estudios de Derecho y no tiene la más mínima idea de cómo va a ganarse la vida sin dejar de escribir. Así, Josep Pla vuelca en la reflexión diaria, con una devoción extraordinaria, no sólo sus miedos y sentimientos más subjetivos, sino también la descripción perfecta de su entorno cotidiano. Estos ejercicios descriptivos albergan desde el paisaje ampurdanés que lo vio nacer hasta los bajos fondos barceloneses, desde el pescador que pasa horas contemplando el mar sin saber por qué hasta la pose teatral de Eugeni D’Ors hablando de la nimiedad más absoluta. Pla fue, básicamente, un hombre tímido que utilizó la curiosidad y la ironía como armas fundamentales de socialización, lo cual le proporcionó unas magníficas claves para acceder a los rasgos de su tiempo, profundizar en ellos, comprenderlos y explicarlos. Y así, escribe sobre el afán lúdico y conservador de los campesinos de Palaflugell, la situación de la enseñanza universitaria española, la mezcla de deseo y desdén que siente hacia las mujeres, las dificultades económicas de su familia o las suyas propias para pulir una lengua literaria torpe y misérrima y poderla utilizar como medio de expresión de ideas, como forma indisoluble con el fondo, transparente y constructiva.

El Cuaderno Gris es, por tanto, una lectura de la experiencia personalísima y la sensibilidad más que pudorosa de un autor que alcanzó como nadie la cumbre de la sencillez elegante y la pulcritud narrativa en lengua catalana. Pla nos invita, como lectores, a observar impecablemente, con respeto, humildad y un delicioso sentido del humor, la sociedad de su tiempo (que en la mayoría de ocasiones difiere poco de la sociedad de nuestro tiempo) y el papel que la literatura puede y debe adoptar en ésta. Así, El Cuaderno Gris se convierte, desde la primera página, en un ejercicio personal de observación y reflexión críticas, una maravillosa herramienta de pensamiento.

2.19.2007

El último suspiro del moro

Este título tan curioso corresponde a una de las novelas de Salman Rushdie, traducida al español por Plaza & Janés y publicada en 1995. Hasta hace un par de años, pocas veces había pensado en Rushdie como algo más que el autor de los controvertidos Versos satánicos, y sólo al empezar a conocer la literatura anglosajona contemporánea pude darme cuenta de la importancia de este escritor más allá de su polémica novela. En Gran Bretaña, Rushdie es un asiduo ganador del Booker Price (un premio honesto que también frecuenta mucho Coetzee) y uno de los mayores renovadores de la lengua literaria en las últimas décadas. En cambio, tengo la impresión de que a pesar de sus numerosas traducciones, fuera de los países anglófonos el nombre de Rushdie suele asociarse a la persecución y las amenazas a las que se vio sometido en los años noventa (aún está condenado a muerte en Irán) más que a los ambientes y personajes tan característicos de sus novelas, que en el mundo hispánico se han asociado en alguna ocasión al realismo mágico. Personalmente, esta comparación me dio risa cuando la leí por primera vez, porque no creo que las peripecias de la saga Da Gama-Zogoiby, protagonista de The Moor's last sigh, tenga mucho que ver con los Buendía, por poner un ejemplo, así como tampoco aprecio posibles puntos de encuentro en cuestiones puramente estilísticas o narrativas. Aun así, es cierto que todo lector sensible a la nostalgia de las épocas perdidas, remotas y difusas, en las que la realidad no se concebía sin la fantasía, el arte o los sueños, disfrutará de la prosa de Rushdie tanto como de la de García Márquez.

The Moor's last sigh parte de la época en que los portugueses, siempre tan anglófilos, llegaron a una India dominada por los británicos para establecer allí lazos comerciales con Europa. Los descendientes de Vasco da Gama se encontraban entre estos aventureros cuya identidad cultural estaba determinada por una mezcla de procedencias tan variopinta que ni siquiera ellos mismos lograban definir. Quizá fue esa mezcla, avivada por el clima cáido y la exuberancia colorista de la India, lo que propició el nacimiento de unos personajes tan peculiares como los que aparecen en la novela y cuyos orígenes se remontan al mismísimo Boabdil, aquel moro que lloró como mujer lo que no había sabido defender como hombre. Su ejemplar descendencia llega hasta Moraes Zogoiby, narrador de la historia y víctima final de una conjunción de grandezas y talentos demasiado egocéntricos para prestar a un niño la atención que requiere. Eso, unido a una enfermedad misteriosa que le hace envejecer inusitadamente rápido, lo convierte pronto en un ser extremadamente sensible y desdichado que, para enfrentarse a una soledad impuesta y una vida que se le escapa a marchas forzadas, se dedica a investigar el pasado de su estirpe y hallar así las raíces que den un poco de sentido a su dramática situación. El sufrimiento y el dolor, según Moraes, se combaten con fantasía, resignación y grandes cantidades de humor e ironía, y en la novela no faltan ocasiones en las que lucir estos elementos de forma perfectamente conjugada.

Así, el resultado es una brillante historia de una familia cuyos miembros parecen fatalmente atraídos por los extremos y la locura en sus diversas variantes. No existe ni cotidianeidad ni posible proceso de identificación o reconocimiento para el lector: todo resulta extraño, exótico, lejano y, por eso mismo, atractivo e interesante. Salvo en la parte final, donde la evocación de Boabdil se hace demasiado forzada y encontramos a Moraes por las Alpujarras en busca de unos cuadros robados de su madre, Rushdie sabe mantener bien la tensión y la combinación de recursos literarios para que el lector mantenga su interés y admiración por esta colección de personajes a cual más exéntrico y perverso. En este sentido, como decía, la sensación final, esa mezcla de incredulidad y fascinación, sí que se parece a la que nos puede dejar una buena novela del realismo mágico latinoamericano. Merece la pena probar la asociación.

1.23.2007

El libro negro

Decidí acercarme a la literatura de Ohran Pamuk empujada por los ecos del último Premio Nobel, otorgado a este escritor turco no sólo como reconocimiento a su carrera literaria, sino también por su lucha en favor de los derechos humanos. No sabía lo que iba a encontrar en este libro, pero ya desde las primeras páginas quedé fascinada por las historias que se tejen en torno al tema central: la búsqueda de la propia identidad. A la manera de los cuentos tradicionales de la literatura oriental, que España tan bien conoció gracias a la influencia árabe, en este Libro negro se mezclan los sueños imposibles con la realidad más dura y cotidiana, el pasado con el presente, las voces de los sabios maestros con los gritos de protesta de las nuevas generaciones... y así, la intriga que no cesa desde la primera página nos envuelva inmediatamente y nos lleva por un Estambul misterioso de callejuelas estrechas donde la belleza más pura se une a la corrupción más amarga. El guía de este viaje es Galip, un hombre básicamente enamorado de su mujer, que un día se encuentra abandonado por ella y decide salir a buscarla. Lo que en realidad persigue, no obstante, es su propia identidad a través de la indagación obsesiva de los escritos de Celâl, un hombre siempre en la sombra, siempre entre él y su mujer. Celâl es el "otro", ése a quien amamos y tememos y luchamos por olvidar, de quien huimos pero cuyo lugar deseamos usurpar. A veces, exigir al otro que descifre el sentido de nuestra vida puede empezar como un juego y acabar convirtiéndose en una pesadilla.

Mucho se ha escrito en literatura sobre la búsqueda de la propia identidad como anhelo de la máxima sabiduría y capacidad de decisión, como un posicionamiento definitivo del yo frente al mundo. Pamuk lo sabe y vuelca lo mejor de las tradiciones literarias de Oriente y Occidente para crear una novela hechizante a partir de la persecución del sentido secreto del propio rostro, cuyo descubrimiento cuesta a Galip lo que más quiere. Es decir, para acceder al conocimiento de nosotros mismos hay que aceptar la pérdida, la soledad, el dolor y la memoria. A cambio, siempre queda el consuelo de la escritura, que es, por supuesto, lo único tan sorprendente como la vida.

El libro negro es una novela-círculo, bien compleja, riquísima en matices y frases en las que es aconsejable detenerse y reflexionar porque siempre ocultan algo fascinante. Es una novela de secretos y verdades cuyas voces siempre van de la mano de una extrema sensibilidad alzada ya por el protagonista, ya por el coro de personajes que lo rodean incesantemente a lo largo de la historia. Todas las finas capas o niveles narrativos que componen la novela están en constante movimiento, se complementan unos a otros y producen una sensación de asombrosa simultaneidad: el juego de cajas o espejos tan finamente dispuesto por las mejores obras de la literatura oriental (comenzando por Las Mil y una noches) se muestra aquí en todo su esplendor. No es de extrañar, pues, que el lector atento y propenso a la reflexión creativa como parte del juego literario sea aquí un invitado de honor. Pamuk conduce con extraordinaria maestría el flujo activo entre ambas partes por acuerdo tácito, y cada frase de este Libro negro es una ofrenda de placer y una demostración de brillante inteligencia desde la humildad, como muy pocos autores saben hacer hoy día. Ojalá este Premio Nobel 2006 sirva para que las novelas de Pamuk den una lección a la literatura occidental, generalmente tan replegada en sí misma, alimentándose de sus propias cosechas, entronada en sus logros e incapaz de ver más allá de su territorio.

1.07.2007

Historia del rey transparente

De vez en cuando leo algún artículo de Rosa Montero y siempre acabo pensando que cuando no se pone estupenda, puede escribir bien, e incluso llega a resultar interesante. Es difícil definir qué entiendo por "ponerse estupenda", ya que se trata de algo, aunque fácilmente reconocible, muy subjetivo, pero creo que podría explicarlo basándome en los conceptos de tono o voz narrativa. Rosa Montero suele utilizar la primera persona, tanto en sus novelas de ficción como en sus artículos, y es una voz que está siempre orgullosa de su individualidad, que no intenta diluirse en la omnisciencia sino que, bien al contrario, busca una constante afirmación objetiva a partir de su propia subjetividad. Del yo a los otros, podríamos decir, pero de modo unidireccional. Y es en ese proceso cuando la voz en primera persona se sitúa medio tono por encima del coro, y Rosa Montero se hincha, se exalta, se acaba poniendo estupenda y estropeando las buenas intenciones y las interesantes historias de las que parte en sus libros. Cuando nos avisa desde un principio de que va a hablar de ella o de lo que a ella más le conviene o importa (normalmente, algo relacionado con la feminidad en cualquiera de sus variantes) utilizando la proyección a la que antes me refería, ya podemos hacernos a la idea de que vamos a enfrentarnos a una narración personal y subjetiva. Aceptamos la voz y la imponente personalidad de la autora, nos acomodamos a ella y dejamos que nos guíe por su pasado, su presente, su realidad y sus miedos. Es lo que ocurría, por ejemplo, en La loca de la casa (Alfaguara, 2002). El problema aparece cuando, en un escenario y un tiempo muy lejanos, como aquellos en los que se sitúa la Historia del rey transparente (Alfaguara, 2005), no dejamos de escuchar la voz de Rosa Montero aunque pretenda camuflarse detrás de Leola, la heroína medieval de la novela. Leola es una joven que se presenta al lector de este modo:

"Soy mujer y escribo. Soy plebeya y sé leer. Nací sierva y soy libre. He visto en mi vida cosas maravillosas. He hecho en mi vida cosas maravillosas"

Con esta declaración ya nos queda claro desde el principio que, por encima de las historias contadas o el ambiente creado, siempre a caballo entre fantasía y realidad y muy bien definido, no dejaremos de escuchar la voz de Rosa Montero afirmando su individualidad, sus principios, su coherencia. Y, de paso, su orgullo de ser mujer. Ahí es cuando digo que se pone estupenda, lo cual estropea irremediablemente el relato por muy interesante que éste resulte y por muy bien contruido que esté. Así, la Historia del rey transparente, a pesar de los cátaros, el Fino Amor o las intrigas entre caballeros, temas absolutamente fascinantes, me ha parecido una novela totalmente prescindible por culpa de su omnipresente autora. Me habría gustado mucho más, por ejemplo, leer un ensayo sobre la explosión de modernidad y libertad que, como bien indica Rosa Montero en el apéndice de la obra, tuvo lugar en los siglos XII y XIII y constituyó el verdadero motor social y cultural de lo que luego conoceríamos como Renacimiento, ya a finales del siglo XV. Es verdad que la aparición de las ciudades, el refinamiento provenzal y la inusitada importancia que adquirió la mujer caracterizaron ese período trepidante y extraordinario de la historia en el que siempre es un placer sumergirse, y la energía que derrocha la escritora a la hora de entusiasmar al lector para aproximarlo a ese mundo es admirable. Sin embargo, todo este conocimiento volcado en la novela y estratégicamente dosificado a lo largo de la historia con fines instructivos no es suficiente para suavizar esa voz ya de por sí todopoderosa y que, al aparecer en primera persona, resulta aún más evidente. En ningún caso la documentación histórica, por muy rigurosa y brillante que sea, puede salvar una novela, y ésta no es una excepción. Por eso creo que Rosa Montero debería haber enfocado la escritura de este libro como lo que realmente es: una visión personal, rigurosa e inteligente de la mujer en la Edad Media.

12.31.2006

Mauricio o las elecciones primarias

Hacía mucho tiempo que no leía a Eduardo Mendoza, que se definió a sí mismo como un escritor acabado en un curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Quizá esta visión un tanto tremendista tenía que ver con la archifamosa frase "la novela ha muerto", lo cual en realidad fue un malentendido como otros muchos en el mundo de las entrevistas a escritores. Sin embargo, a los pocos meses de haber proclamado su propio final, el escritor publicó en Seix Barral esta novela de título, para empezar, bastante desafortunado, y a la que un regalo navideño me ha acercado con gran curiosidad.

El mismo Mendoza divide su obra en dos partes: las novelas serias, por llamarlas de algún modo, tipo La ciudad de los prodigios (1986), y las novelas-broma, que a veces ni siquiera nacen como tales (es el caso de Sin noticias de Gurb, 1990). En este último apartado se incluirían las que tienen como protagonista al detective sin nombre que tanto nos hizo reír a los alumnos de octavo curso de EGB, cuando El misterio de la cripta embrujada (1978) era lectura obligatoria.

El humor, ya soterrado y sutil, ya paródico y evidente, siempre ha sido una de las mejores características de las novelas de Mendoza. Un humor, en cualquier caso, muy fino y siempre crítico, basado en juegos de matices bien reales que permanecen instalados en la interacción social sin que a menudo reparemos en ellos. En esa observación y trasposición a la escritura novelesca reside, en efecto, una de las cualidades fundamentales del escritor barcelonés. Otra es el buen hacer en los diálogos, también resultado evidente de la escucha atenta de todo tipo de individuos y capas sociales, desde el burgués machista a la verdulera ordinaria. Quizá sólo los que conocemos bien la fauna de esta Barcelona donde se sitúan inevitablemente todas sus obras podemos captar la enorme variedad de registros y guiños que ofrece Mendoza al lector cómplice, pero el éxito de algunas de sus novelas demuestran que su pericia va mucho más allá de la observación local.

Durante la lectura de Mauricio o las elecciones primarias he echado en falta tanto el humor como la maestría de los diálogos del mejor Mendoza. Es como si en esta ocasión la estupidez anodina y la resignación hubieran empañado el brillo alegre y espontáneo que tanto lucían en otras novelas. Quizá es una necesidad de la trama, que no deja de resultar interesante y está, por supuesto, bien llevada en la narración: un dentista sin carácter vive la desilusión tras la llegada del socialismo al poder, la expectación ante la candidatura de Barcelona como sede olímpica y su propia indecisión frente a dos mujeres muy diferentes. El retrato social es excelente, y los personajes están bien definidos: el cura obrero medio loco, el pijo egoísta, la chica fría y liberal... también el protagonista, Mauricio, nos muestra sus debilidades, contradicciones y frustraciones de una forma cuidada y compleja. Sin embargo, el humor apagado y no vivo ni malicioso de otras ocasiones en que la ironía del narrador omnisciente se situaba en el punto justo entre seriedad y burla, hace que la historia acabe resultando un poco aburrida a pesar de su interés como reflejo de un contexto real y muy concreto. Por otra parte, he tenido la constante impresión de que los diálogos resultaban un tanto forzados, sin la frescura y la gracia de otras novelas del autor. Ni siquiera la gente de Santa Coloma resulta graciosa, y eso es medio grave.

Ya desde el principio había algo que no funcionaba: los nombres. Ya he dicho que el título no me parece una buena elección. Mendoza siempre se ha caracterizado por acertar de pleno al bautizar a sus personajes. Creo que el personaje de Onofre Bouvila no se me olvidará nunca gracias a su nombre, y tampoco los de Pajarito de Soto, Martita, Carlos Miralles... todos ellos son perfectos, y es cierto que ayudan a definir e imaginar mejor al personaje. En cambio, este Mauricio Greis nunca me lo acabé de creer, y menos a su novia Clotilde...¿cómo una abogada inteligente e irritante pero atractiva puede llamarse Clotilde en la Barcelona de los ochenta?

Quizá es un problema mío, que no he conectado esta vez con la esencia de la novela mendocina, pero en todo caso creo que algo falla aquí respecto a las mejores obras de este autor que representó un papel fundamental en la renovación literaria española de la transición. Pero he de decir que, a pesar de todo, la crítica social y el tratamiento del ambiente que componen la novela son tan necesarios como despiadados, y en este sentido Mendoza sí que nos da, una vez más, un análisis inteligente de los vicios y defectos de una clase política cuyo único objetivo es mandar, y de paso enriquecerse. En eso, por fortuna, nada ha cambiado desde la magnífica La verdad sobre el caso Savolta (1975). Consuela pensar que, por mucho tiempo que haya pasado, los principios de este escritor continúan inamovibles y su crítica, implacable.

12.21.2006

La tarde azul

Después de haber descubierto la prosa de William Boyd en Las Nuevas Confesiones, no dudé mucho cuando vi esta otra novela suya olvidada en una estantería. La comparación de La tarde azul (publicada en 1993 por Penguin y traducida por Alfaguara en 1996) con la primera y deslumbrante lectura de este escritor criado en Ghana era inevitable y no demasiado aconsejable, como pude apreciar apenas comenzada la novela. En primer lugar, porque ambos libros no tienen mucho en común, lo cual es de agradecer, y en segundo lugar porque entonces el proceso de lectura se vuelve menos espontáneo y gratificante. Quizá fue esta errónea aproximación, que por suerte no tardé en abandonar, lo que me complicó la entrada en la historia. Sin embargo, creo que es también una cuestión de tono, y de eso tan indefinible como certero que se llama "encontrar la voz". La historia de La tarde azul empieza en Los Ángeles, 1936, cuando la arquitecta Kay Fisher conoce a un excéntrico caballero que afirma ser su padre. Tras un corto período de reconocimiento y tanteo, Kay acepta hacer un viaje con él, y en ese momento la trama nos traslada a Manila, en 1902. Aquí es donde Boyd encuentra esa voz, que una vez empieza a fluir hace que el lector se acomode y disfrute realmente de la historia. La recreación de un momento (la guerra entre España y Estados Unidos por la colonia filipina) y un lugar remotos pero no demasiado, gracias a la continua aparición de referencias que actúan como claves para comprender el contexto socio-histórico, es sencillamente espléndida. No recuerdo haber leído nada en literatura basado en ese período histórico y ese lugar, más allá de lo que explicaba Jaime Gil de Biedma en sus diarios, y la experiencia ha sido realmente interesante. La atmósfera nos pasea por una Manila decadente, sudorosa, llena de españoles orgullosos y arrogantes enfrentados a los nuevos americanos que pretenden quitarles lo que es suyo. En medio de prostíbulos y bailes burgueses, noches de insominio y deseo, personajes que nunca muestran su lado más oscuro pero tampoco lo niegan, Boyd nos sumerge en una historia terriblemente romántica, que avanza rodeada de crímenes y deslealtades. El protagonista, ese padre que aparece de repente y reivindica su derecho a buscar a la mujer que siempre ha amado, es una base principal de la novela. La otra, la hija-narradora, está mucho menos definida y resulta poco reconocible, difícilmente familiar o cuanto menos aceptable para el lector. Por ello el prólogo y el epílogo, es decir, las partes en que Kay no es simplemente una narradora-pretexto que se diluye en la historia, sino también el personaje principal, carecen de la fuerza que presenta la parte central, la historia de Manila y columna vertebral de la novela.

El trabajo de ensamblaje y estructuración, pues, contiene lamentables carencias que impiden ver la novela como un todo. Aun así, merece la pena adentrarse en esta historia de amor que va rozando con destreza la ternura más álgida, la pasión casi obsesiva, la capacidad de sacrificio y aceptación valiente de los propios sentimientos. Es, sí, otra historia de amor más que quizá sólo pueda ocurrir en las novelas, pero qué importa. Lo realmente admirable es que Boyd nos hace disfrutar de ella incondicionalmente, y nos lleva a una reflexión inevitable sobre el ¿Qué habría pasado si...? Son, al fin y al cabo, las espinas que tenemos clavadas y que sólo asoman para recordarnos que pudimos vivir otras vidas y elegir otros caminos. Es bueno volver a ellas de vez en cuando.

12.10.2006

Las aventuras de Arthur Gordon Pym

Publicada en 1938, ésta es la única novela que escribió Edgar Allan Poe, basándose en una obsesión de aquellos días: la posibilidad de que la Tierra fuera hueca y se pudiera atravesar por los polos. El argumento se convierte en una historia de pesadilla, que cruza constantemente los finos límites de la realidad para erigirse en representante de la que muchos críticos consideran primera novela de ciencia-ficción. En todo caso, y como sucede siempre en los textos de Poe, lo importante no es el argumento, es decir, las peripecias de los personajes, ni siquiera el hecho de que acaben o no atravesando la Tierra por los polos. Lo importante es la sensación que queda al lector una vez terminado el libro, y puedo asegurar que las sensaciones has sido proporcionales a las que experimenté con "Los crímenes de la Rue Morgue" o "El hundimiento de la Casa Usher" (o caída, según la traducción): miedo, asco, fascinación, todo mezclado y quizá un poco más acentuado debido a la extensión de la historia (tampoco muy larga, unas doscientas páginas).

Así, pues, Poe permanece fiel a sí mismo una vez más y aplica concienzudamente a su escritura no sólo sus ideas sobre poética, creación y composición artística, sino también sus obsesiones personales, que crecen inevitablemente por encima de la obsesión colectiva sobre la oquedad del globo terráqueo. En este sentido, la estructura de Las aventuras de Arthur Gordon Pym está bien delimitada, es rígida y clara, totalmente efectiva. El narrador y protagonista,un joven ávido de nuevos riesgos y experiencias, embarca junto a su amigo Augustus en una nave que llevará a ambos hacia el caos, la muerte, una serie de penurias a cuál más insoportable y, por encima de todo, el lado más perverso y vergonzoso de la especie humana, el lado que sólo se muestra abiertamente en situaciones límites, cuando entra en juego nuestra superviviencia. Criaturas extrañas y situaciones paranormales aderezan los ya de por sí difíciles viajes marítimos de exploración. De manera, claro está, que el pobre Arthur Gordon Pym queda para siempre traumatizado por sus pesadillas, reales e imaginarias, tanto más graves cuanto que nadie las cree una vez que regresa y las cuenta a la civilización.

No es la historia lo que más me ha gustado de esta novela (en realidad, la posibilidad de atravesar la Tierra por los polos me deja bastante indiferente), sino el reencuentro con esa inconfundible estructura utilizada por Poe a la que me refería antes. Para mí, los textos más importantes de este autor americano al que tanto debemos son dos pequeñas joyas que todos los escritores deberían aprender de memoria, o por lo menos tener siempre a mano: Filosofía de la composición y El principio poético. Ambos ensayos, cortos, precisos y brillantes, explican por qué Poe se convirtió, de la segunda mitad del siglo XIX en adelante, en el autor con más influencia entre las nuevas generaciones de escritores occidentales. Más allá de Baudelaire y Mallarmé, que en repetidas ocasiones proclamaron su devoción al maestro y reconocieron la importancia de éste en su poética, escritores como Borges o Cortázar aprendieron las reglas del arte de contar teniendo muy en cuenta las directrices de Poe, y Bolaño siempre lo tenía presente cuando se trataba de dar explicaciones. Filosofía de la composición y El principio poético son ensayos prácticos y agradablemente sencillos en los que el autor expone los pasos que deben seguirse a la hora de crear un texto literario. Cada cuento, cada poema, su única novela son perfectos ejemplos de las teorías que iniciaron el cambio de actitud en la búsqueda de perfección formal, hoy conocido retrospectivamente como el inicio de la Modernidad. En este sentido, la narrativa de Arther Gordon Pym es una muestra más de cómo Poe utilizaba el terror como instrumento literario, cómo calculaba los efectos y dominaba las sensaciones que creaban las palabras... Un ejemplo más de la bien hallada perfección artística, o cómo el fondo y la forma son caras de la misma moneda.

12.02.2006

Las nuevas confesiones

Oí el nombre de William Boyd en una conversación casi ajena, y a los pocos días me topé con un libro suyo, The New Confessions, descrito como el Ciudadano Kane de la novela. Me intrigó tanto el comentario como la edición, cuidada y enorme de Penguin (la traducción al español es de Alfaguara, y apareció en 1989), así que lo empecé y durante el último mes, deliberadamente, lo he ido leyendo con extrema lentitud. Quería prolongar la permanente sensación de estar viajando junto a un viejo conocido: el narrador de la novela, John James Todd. Desde su infancia hasta su madurez crepuscular en una villa mediterránea, Todd comparte con el lector una serie de experiencias y reflexiones que conjugan apaciblemente la intimidad más desgarradora con el cinismo silencioso o la frialdad protectora. Las nuevas confesiones no es en absoluto una novela original, ni quiere serlo, a pesar del título quizá pretencioso y emulador de la obra maestra de Rousseau, que es lo único que no me gusta del libro. A pesar de todo, es cierto que hay un paralelismo entre ambas obras, salvando distancias, y sobre todo una constante admiración de Todd hacia Rousseau, que fue el primer escritor que, en 1762, se atrevió a escribir una historia sobre sí mismo en tanto que ser humano, con un alma compuesta de razón y sentimientos. Se abría así el camino hacia el Romanticismo y la representación del yo individual y la subjetividad perceptiva como medio de creación literaria.

Todd lee las Confesiones durante su encierro como prisionero de la Primera Guerra Mundial. Gracias a su guardián de celda, que a partir de entonces y hasta el final de su vida se convertirá en su mejor amigo, Todd consigue olvidar mientras lee la pesadilla que ha vivido con apenas dieciocho años. Sin darse cuenta, este encuentro con el escirtor suizo traza el camino de lo que será una vida dedicada a expresar sus propios anhelos a partir de la figura de Rousseau. Para ello, Todd elige sumergirse en el mundo del cine mudo, que empezaba a abrirse paso en la sociedad europea de posguerra, y su película The Confessions será la última obra maestra antes de la era del sonido. Antes de su retiro en la villa mediterránea, víctima del cruel macartismo ejercido por Estados Unidos durante los años cincuenta, logrará cerrar el círculo con The last walk of Jean Jacques Rousseau.

A través de este peregrinaje en busca del alma del escritor suizo, Todd nos muestra la suya propia, y la del tiempo y las circunstancias que lo van acompañando con el andar de los años. Las divagaciones solitarias y románticas de Rousseau constituyen la esencia de la vida de Todd, y están regidas por la teoría matemática que aprendió de niño: el "Principio de Incertidumbre e Incomplementación", o cómo nuestras decisiones no obedecen a ninguna lógica, sino al desorden reflejo del mundo. En efecto, Todd se muestra a lo largo de las seiscientas páginas de la novela como un hombre sensible, incapaz de controlar sus impulsos y acostumbrado a pagar por ellos, un hombre valiente y generoso, perfeccionista y obsesivo que intenta adaptarse a lo que la vida le va exigiendo. Su voz, tan clara y sobre todo tan despojada de autosatisfacción o de esos aires de grandilocuencia que suelen acechar en los relatos largos en primera persona (personajes que nacen con el siglo, son un espejo de éste y como tales cargan con una cierta autosatisfacción), es lo que más me ha fascinado de la novela. Una voz que no se permite el quiebro ni la compasión, que recurre a la simplicidad como principio fundamental de expresión literaria, y a partir de ahí construye su grandeza.

10.29.2006

En Patagonia

En 1974 Bruce Chatwin, escritor y periodista inglés aficionado al nomadismo, inició un viaje por Patagonia del que resultaría esta novela publicada en 1977 por Pan Books y traducida al español varios años más tarde por El Aleph Ediciones. Según nos cuenta Chatwin en los primeros capítulos, el motivo del viaje fue encontrar el origen de un misterioso trozo de piel que su abuela guardaba como oro en paño y del que nunca quiso desprenderse. Un trozo de piel de un animal prehistórico desconocido, inclasificable, cuyo origen se hallaba en la inmensa región austral. Sin embargo, este motivo inicial, o quizá mejor excusa, se olvida pronto, ya que Chatwin, a través de una narración en primera persona, apenas aterriza en Patagonia y comienza a escribir sobre todo lo que allí observa y le sucede, consigue transportarnos y encandilarnos de un modo asombroso. Sólo al final, ya perdidos con regocijo entre los detalles y las conversaciones, nos acordamos de lo que lo llevó hasta allí. Entonces el libro se cierra y el camino se acaba.

Chatwin va conociendo a varios emigrantes británicos, o descendientes de éstos, que llegaron a Patagonia dispuestos a empezar de nuevo. Algunos sienten la tierra como suya, otros son incapaces de dejar de soñar con las verdes colinas escocesas. Todos son valientes y lacónicos, al parecer dos de los rasgos más sobresalientes de los habitantes patagónicos. La prosa de Chatwin también lo es, así que desde el inicio del viaje todo encaja a la perfección para hacer que el lector disfrute de una historia simple pero aderezada con sabios toques de originalidad, dulzura y amargura muy bien combinados para que la impresión final, el gusto definitivo, sea suave y hondo al mismo tiempo. Chatwin quedó definitivamente marcado por lo que vivió en Patagonia, y su mayor triunfo es haber conseguido transmitir toda la grandeza y el esplendor de esa región única a través de su escritura.

Así, pues, En Patagonia no es un libro de viajes, o al menos no sólo eso. Es también un flujo de historias, o pedazos de ellas que se hablan entre susurros, a veces de forma casi poética. Resulta exquisita, por ejemplo, la manera en que se cuenta la pérdida del guanaco blanco y los indios Ona como consecuencia de la aparición de los colonizadores que se asentaron con sus ovejas en Tierra del Fuego (historia que narró detalladamente Francisco Coloane en El guanaco blanco, publicado por LOM Ediciones). Es un episodio tristísimo de la historia de Latinoamérica, como tantos otros, que Chatwin plasma con absoluta elegancia a través de los comentarios casuales de un latifundista orgulloso de sus raíces británicas:

"Usted sabe, estos indios eran de clase baja. Quiero decir que no eran como los aztecas o los incas. No tenían civilización ni nada parecido. En general, eran un lote bastante pobre."

Así, a través de pinceladas que no muestran sino insinúan, se construye la historia y se va formando la imagen de una tierra dura y acogedora, recóndita y sorprendente, poblada por personajes con un pasado que ya no cuenta, que simplemente se perdió o se olvidó poco a poco. Chatwin consigue crear un universo fascinante alrededor del narrador viajero, que a través de su curiosidad y de sus ojos siempre abiertos y limpios nos introduce en las casas, las cocinas, en el corazón de los ríos, en una barbería donde el dueño se suicida y su vecina recuerda cómo leía a Marx en voz alta... En Patagonia es un libro sorprendente, un placer inesperado para quien gusta de viajar desde el sillón.

10.15.2006

Ciudades de la noche roja

Siempre me había interesado la historia de William Burroughs, la vida tan desesperada que llevó, desbordante de errores, locuras y alucinaciones... Me llamaba la atención el hecho de que alguien que se volvió adicto a todo tipo de drogas en su tierna juventud y se sintió siempre tan rodeado y atraído por la muerte pudiera vivir hasta los ochenta y tres años derrochando energía. Pensaba que quizás su personalidad tan fuerte y su afán de experimentación se reflejarían en una escritura, cuando menos, sorprendente, o tal vez sólo interesante, o de cualquier modo enriquecedora y atractiva para el lector. No ha resultado ser así, y tras acabar Ciudades de la noche roja (1981) me siento no sólo bastante decepcionada, sino también muy sorprendida: la imagen pública de este hombre es inversamente proporcional a la calidad de su literatura. Es decir, el aura de ídolo pop, respetable miembro de la Generación Beat y fuente de inspiración y rebeldía entre la juventud de los años ochenta me parece intolerablemente hueca.

Burroughs, que fue aclamado por sus técnicas de escritura revolucionaria, que inventó la rutina y el corte para mezclar textos, resulta ser un novelista insoportable. Ni su pretenciosa y repetitiva caída en el abismo, ni su provocación a base del eterno círculo de drogas, homosexualidad y muerte, han logrado despertarme en ningún momento del trance en que caí apenas comenzada mi lectura. Sólo con buena voluntad y tras imponerme una especie de valiente desafío he conseguido acabar Ciudades de la noche roja, primera parte de una trilogía a la que siguen El lugar de los caminos muertos (1984) y Tierras del occidente (1987). La historia se centra en un grupo de revolucionarios adictos a varias drogas que buscan el modo de poder vivir en plena libertad mientras una epidemia sobrenatural se expande por el mundo. La narración emplea la técnica del corte y por lo tanto carece de toda cohesión: los hilos espacio-temporales están totalmente sueltos y así pasamos de un diálogo en México a un monólogo en Nueva York, con personajes aleatorios, arduo lenguaje cercano a la ciencia-ficción y sucesión de pesadillas sexuales que aburren prácticamente desde las primeras páginas.

Es una lástima que esta lectura me haya destrozado la imagen de escritor decadente pero interesante que tenía de Burroughs, construida sobre todo a base de retazos de su vida y anécdotas juntadas por ahí. El episodio de la "muerte accidental" de su mujer, Joan Vollver, a la que disparó mientras jugaba a Guillermo Tell, es ciertamente terrorífico. Y no es el único episodio turbio del escritor, que junto a Jack Kerouak (cuya obra ahora se me antoja apasionante por comparación) se vio envuelto en más de un asunto turbio, como la muerte de algún amigo o conocido que nunca llegó a aclararse. Además, por supuesto, de constantes problemas con la justicia a causa de las drogas y la homosexualidad del escritor. Decía Burroughs que fue la muerte de su mujer lo que desató su pasión por la escritura como único modo de soportar al ser horrible que se alojaba en su interior. Quizá era sincero, y en este caso sólo se me ocurre que su escritura era una terapia, una exteriorización de la pesadilla que vivía continuamente en su cerebro. La duda que me queda es que ese modo de escritura pueda haber dejado una verdadera enseñanza entre los creadores de la cultura pop y los autores de las últimas generaciones estadounidenses. Quizá un par de destellos alucinados, por los que pudieron explorarse nuevas vías, o una cierta actitud social que muchas veces es mera pose... en fin, no sé. Aunque pensándolo bien, no es nuevo el hecho de que muchos grandes experimentadores, líderes artísticos y dioses revolucionarios, fueron en realidad pésimos escritores.

10.02.2006

Entre líneas: el cuento o la vida

Descubrí a Luis Landero cuando era adolescente y sabía muy poco de la literatura española más contemporánea. Javier Marías y él levantaron la tapa más o menos al mismo tiempo, pero a Marías lo acabé abandonando y de Landero, quiza debido a su lentitud en publicar, todavía espero ansiosa la última novedad. En 2001 compré la primera edición de Entre líneas: el cuento o la vida (Tusquets Ediciones) y esta tarde la he releído. Es un libro que debe reservarse para un día medio gris, con muchas horas de soledad por delante: sólo así las voces del narrador en primera persona y su heterónimo, Manuel Pérez Aguado, alcanzan su plenitud y coherencia máximas.

Los personajes de este libro que hace de la concisión uno de sus mayores encantos se confunden y entrelazan igual que los retazos de realidad y ficción que van cosiendo en el camino. El pueblo extremeño de Alburquerque es, en verdad, un país muy lejano, y Simbad es Proust y también la señora que vuelve del mercado y cuenta a sus vecinas lo que acaba de pasar en la carnicería. Esta constante mezcolanza es la historia y la esencia de la literatura, y cada escritor puede enfrentarse a sus reflexiones sobre el eterno enigma de un modo u otro. Landero lo hace impecablemente, quizá porque, creo yo, es uno de los escritores españoles que mejor ha utilizado sus obsesiones literarias y su necesidad de contar para crear algo bueno. No es que tenga más que los otros, pero quizá lo ha sabido organizar, hasta ahora, muy muy bien. Sus novelas Juegos de la edad tardía (1989) y Caballeros de fortuna (1994) son únicas. El mágico aprendiz (1999) y El guitarrista (2002) quizá no alcanzan la calidad de sus predecesoras, pero siguen siendo magníficas. Incluso su colección de artículos periodísticos ¿Cómo le corto el pelo, caballero? (2004) merece la pena.

Creo que Landero me gusta tanto porque se esfuerza siempre en recordar que su yo vital está compuesto por un profesor, un lector y un escritor. A veces es difícil convivir con los tres: hay luchas internas, burlas, zonas excluyentes... y algunos momentos, pocos, en que los tres forman de verdad una intensa y armónica persona. Todo ello, junto a recuerdos como el de la abuela que repetía escandalizada que los cuentos no se podían cambiar porque dejaban de ser verdaderos, conforma la mutilación esencial del escritor extremeño y lo condena a mantenerse fiel al espejismo de la literatura sin dejar de sospechar a veces que a él lo que le gusta de verdad es deambular por el mundo sin hacer nada de provecho.

Sobre todo esto trata Entre líneas: el cuento o la vida, que se mueve asombrosamente por la línea que va desde la anécdota risueña a la trascendencia nostálgica, buscando siempre el equilibrio trinitario. Es una exquisitez circense que a mí, como espectadora, me deja maravillada.

9.22.2006

Paul Claudel y André Gide: Correspondencia

Debería estar leyendo otro tipo de libros, pero no pude resistirme a comprar una edición viejísima, que encontré por casualidad, de la Correspondencia entre Paul Claudel y André Gide desde 1899 a 1926, y que Gallimard publicó en 1949 con la colaboración de ambos.

Junto a las cartas aparecen fragmentos del Diario de Gide y otros documentos que nos ayudan a entender la difícil relación, básicamente epistolar, que mantuvieron los dos escritores franceses, y cómo ésta fue cambiando a lo largo del tiempo. Se trata de una correspondencia verdaderamente apasionante y muestra de forma muy sincera no sólo el pensamiento artístico y, sobre todo, moral de ambos, sino también el ambiente literario y las complicadas relaciones que entretejían los distintos grupos de poder en aquel tiempo.

Paul Claudel y André Gide son completamente opuestos como creadores y también como personas. Quizá sea eso lo que los atrae en un principio y los empuja a iniciar un intercambio epistolar bastante regular sin apenas haberse visto, en el que tratan sobre todo temas literarios y morales. Fueron éstos últimos los que provocaron la crisis, el enfado sin reconciliación y hasta el desprecio, según lo que se desprende de algunas cartas de Claudel a amigos comunes, en las que habla del "caso Gide".

Paul Claudel fue, ante todo, un poeta católico. Su obra no se comprende sin la doctrina cristiana más férrea, y suele reflejar la satisfacción constante que le produce la seguridad de poseer la verdad, de haberla atrapado y disfrutar de ella sin reparos ni pudor. Nunca he soportado ni sus poemas ni su teatro, pero sus cartas son distintas. Es cierto que la seguridad arrolladora de este hombre fascina y aplasta, como escribió Gide en su Diario. Cuando Claudel considera que su relación con André Gide ya ha obtenido un nivel aceptable de confianza, ataca sin tregua y empieza a pedir al autor de Les Nourritures terrestres su conversión al catolicismo. Claudel estaba convencido de que una de sus misiones principales en la vida consistía en arrojar la luz del catolicismo sobre las pobres almas que dudaban, que tenían miedo y sufrían porque no acababan de estar seguros de que el Dios cristiano fuera la verdad absoluta, ni siquiera una verdad aceptable. Y realmente lo hizo muy bien: Francis Jammes, Jacques Rivière... su círculo de admiradores convertidos llegó a ser bastante numeroso, y podría haberlo sido más si Claudel no hubiera trabajado como diplomático, lo que le obligaba a pasar largas temporadas en el extranjero y apenas frecuentaba los círculos literarios parisinos. Tampoco le hacía falta, claro; él se bastaba a sí mismo y no necesitaba nada más.

Gide era todo lo contrario: inseguro, heterodoxo, variable... su lucidez extrema y su incomodidad frente al mundo le provocan hondas crisis que supera mediante la escritura, los amigos, los viajes, y finalmente la confesión de su homosexualidad. La página 478 de Les Caves du Vatican, donde el narrador describe la perversa atracción que le produce un candoroso chiquillo, es el desencadenante del escándalo general y la indignación de Claudel en particular, que después de exigir el arrepentimiento de Gide y al ver que éste no hace sino reafirmarse en su postura (luego llegará Corydon), corta en seco la relación con el poseedor de ese, según él, "defecto abominable".

Así, pues, es la confrontación de caracteres y mentalidades, unida a la sinceridad aplastante de la que ambos escritores hacen gala, lo que hace a estas cartas tan sumamente interesantes. Su lectura nos acerca sin tapujos a los extremos y variantes que condujeron la gran época que fue la primera mitad del siglo XX, cuando tantas cosas explotaron a la vez en Occidente, y la literatura tomó las riendas de esa explosión en tantas ocasiones.

9.16.2006

Ada o el ardor

Aunque no estoy completamente segura, sí me atrevería a afirmar que la crítica ha ido comprendiendo a Nabokov y devolviendo su obra al lugar que se merece con el paso de los años, cuando ya los escándalos de Lolita o, en menor medida, Ada o el ardor, parecen asuntos de poca importancia.

Así, pues, felizmente, Nabokov ya no es aquel vicioso que escribía para relatar sus perversiones y carecía de elegancia y estilo precisamente por ello. Al contrario, a medida que pasa el tiempo desde la primera publicación de las novelas del escritor ruso, vemos con mayor claridad que su figura es una de las pocas que supieron aplicar con inteligencia las exigentes teorías formalistas y vanguardistas de principios del siglo XX a las necesidades de la novela contemporánea. Esto es, Nabokov no olvidó ni por un momento que el novelista es, por encima de todo, un contador de historias, un creador que no parte de lo observado sino de lo imaginado, y que sólo alcanza su verdadera grandeza cuando logra que ese mundo inventado por él conmocione al lector más que lo cotidiano.

Con estas premisas, Nabokov creó una obra narrativa, primero en ruso y luego en inglés, cuya magnitud está aún lejos de poder calibrarse. A la etapa inglesa pertenecen su mayor éxito de ventas, Lolita, y la menos conocida Ada o el ardor, publicada en 1969, que narra una historia de amor incestuoso a lo largo de las vidas de sus protagonistas, Ada y Van. En medio de una tierra imaginaria, mezcla imposible de Europa y América y emulación del Paraíso, los dos hermanos se entregan desde muy jóvenes al descubrimiento del deseo y el sexo. Ambos son personajes perfectamente delimitados y desarrollados desde el inicio de la historia, por lo cual sus personalidades, que huyen en todo momento de la banalidad y lo demuestran claramente (ellos están por encima de todo lo que los rodea: son demasiado inteligentes, agudos, visionarios y tremendamente egoístas, además de poseer una belleza suprasensorial), no evolucionan con los años, lo mismo que la esencia de su relación. Lo que cambia es el mundo exterior, los otros, y Ada y Van deben adaptarse a estos cambios y lo hacen con más o menos acierto: Van abandona el Paraíso, Ada se casa, ambos apartan cuidadosamente de su conciencia el suicidio de Lucette, la hermana pequeña... pero la mirada del Van narrador, que utiliza un magnífico juego estratégico de voces para contar la historia desde el punto de vista más conveniente, está siempre muy por encima de la cotidianeidad y la mera sucesión de acontecimientos. De ahí el romanticismo tan frío de la novela, que es quizá el aspecto más atractivo para el lector, sin olvidar las otras muchas constantes que introduce Nabokov hasta crear la compleja estructura dispuesta en la novela: el erotismo, la crónica familiar, la locura, el mito... todos estos elementos están perfectamente ensamblados a expensas del que, a mi juicio, convierte Ada o el ardor en una obra magistral: el tratamiento del tiempo. La distancia y la imposibilidad por parte del lector de identificarse con los personajes hacen que el sentido del transcurso del tiempo sea más agudo, ya que avanza en consonancia con la historia. Así, percibimos la infancia como un período eterno, colmado de veranos interminables bajo el sol, y luego de repente el paso acelerado de los años que se deshacen en las manos, y el poder evocador y nostálgico de la memoria, y la tiranía caprichosa de los recuerdos que determinan, a nuestro pesar, lo que somos y lo que hacemos... ahí está el verdadero poder de la novela, y la grandeza de Nabokov, a quien muchos deben más de lo que creen.

9.06.2006

Nouveaux prétextes

Bajo este título publicó Le Mercure de France en 1951 una serie de textos que había ido escribiendo periódicamente para la revista André Gide, enlazados mediante el lema "réflexions sur quelques points de littérature et de morale". Precisamente porque toda la ficción que escribió Gide se caracterizó por una profunda amoralidad, cuando se trataba de contemplar y analizar el panorama literario europeo y las obras clásicas, el autor francés desplegaba su fino sentido crítico para atacar firmemente cualquier atisbo de inclinación social, partidismo, color, tendencia panfletaria u otras numerosas expresiones que sirven para designar una aberración literaria que parece hoy en día, como mucho, un pecado venial. Del mismo modo que una parte de la crítica tiene una opinión formada sobre un libro antes de abrirlo, muchos autores se refugian en su imagen mediática y en su poder de atracción para mantener su credibilidad, basada en una tendencia política y social determinada. Por ello creo que sería necesario revisar, como hace Gide, la figura de Baudelaire. No sólo del Baudelaire poeta, el excelente visionario de Les Fleurs du Mal, sino el crítico, el fundador de la crítica literaria moderna y creador de una teoría poética a partir de la cual la poesía europea cambiaría para siempre.

Durante la primera mitad del siglo XX, varios críticos franceses "très comme il faut", gramáticos católicos que veían en el protestantismo una amenaza a la férrea tradición del nacionalismo francés, se preguntaban cuándo las jóvenes generaciones se iban a dar cuenta, por fin, de que Baudelaire era un mal escritor: banal, mediocre, falso innovador... Gide se extrañaba de que estas eminencias no fueran capaces de apreciar las formas perfectas de los textos de Baudelaire: a esta perfección formal debe su supervivencia cualquier artista. Sin embargo, la extrañeza de Gide es sólo aparente; puesto que él sabe bien que la dificultad de leer a Baudelaire reside en que éste basa su fuerza en la búsqueda a la que invita al lector con el fin de establecer una especie de connivencia, una colaboración más allá de la aparente impropiedad de los términos. Eso es lo que irrita a los críticos: la sabia imprecisión de una frase o una imagen, que impide cambiar el mínimo elemento sin que el texto se desmorone. Sólo el verdadero escritor consigue mantener esta estructura que implica, claro está, un esfuerzo por parte del lector que Gide considera básico para comprender y apreciar la obra:

"J'ai ce travers de ne croire qu'aux oeuvres qu'on ne comprend pas bien d'abord, qui ne se livrent pas sans réticence et sans pudeur. On n'obtient rien d'exquis sans effort: j'aime que l'oeuvre se défende, qu'elle exige du lecteur ou du spectateur cet effort par quoi il obtiendra sa joie parfaite" (de "Journal sans dates", p.150)

Lo cual quiere decir, más o menos:

"Tengo la manía de no creer más que en las obras que no comprendemos bien al principio, que no se entregan sin reticencia y pudor. No se obtiene nada exquisito sin esfuerzo: me gusta que la obra se defienda, que exija del lector o espectador ese esfuerzo que le proporcionará el goce perfecto".

Leer a Gide y a Baudelaire en estos tiempos me parece un buen ejercicio contra la liviandad y la superficialidad de la que adolecen muchos autores considerados grandes escritores. La exigencia constante de perfección formal como único modo de creación artística es algo que se olvida a menudo. Y aunque las posturas críticas de ambos, en un contexto limitado, pueden parecer más que nada acordes con su tiempo o como mucho avanzadas, lo cierto es que las ideas literarias que defienden son extremadamente válidas hoy en día. Y yo echo de menos ejercicios de crítica rigurosa, exigente y de gran tirada, como los que ofrecía Gide cada semana en Le Mercure de France. ¿Por qué ahora la crítica mediática en muchos casos ni siquiera ha leído bien a Gide y Baudelaire? O si los han leído de verdad, lo disimulan.

Por eso la lectura de estos Nouveaux prétextes me ha resultado tan gratificante. Pero claro, para mí volver a Gide siempre es como volver a casa.

9.01.2006

Portnoy's complaint

Cumpliendo con mis intenciones de profundizar un poco en la obra de Philip Roth, leo por fin esta novela de 1969, que la crítica trató en su momento como "el libro sobre sexo más divertido jamás escrito". Es verdad que el monólogo del protagonista, un treintañero neurótico con un gran complejo de Edipo, es irónico y contiene algunos fragmentos brillantes por su capacidad de autocrítica y una mezcla de egoísmo y sentimiento de culpa muy interesantes. La madre de Alexander Portnoy es una pelirroja histérica que amenaza a su hijo con un cuchillo cuando a éste le da por no comer. El padre sufre estreñimiento crónico y es incapaz de suscitar la mínima admiración en ningún miembro de la familia. En medio de este difícil panorama, el protagonista de la novela desarrolla una personalidad marcada por el miedo, la represión, el ingenio, la autocrítica y una fascinación por el sexo descrita con detalle en el monólogo y que, en 1969, debió de resultar altamente revolucionaria, pero en la actualidad se queda un poco ñoña. En mi opinión, ahí es donde se aprecia claramente que la novela ha envejecido mal, como algunas de las primeras películas de Woody Allen, cuyos personajes guardan un cierto parecido con el protagonista. Si la novela, o más bien el carácter de Alexander Portnoy, no estuviera tan basado en el sexo, seguramente este envejecimiento sería mucho más digno, pero casi cuarenta años después de la publicación del libro, la educación sexual de la clase media occidental ha mejorado un poco (no mucho, pero sí un poco), y lo que antes escandalizaba o daba morbo ahora resulta casi ridículo.

En realidad, lo que más me ha gustado de la novela han sido los fragmentos de discurso en que Portnoy se pone serio a su pesar: la maravillosa explicación de las razones por las que un vecino suyo, apenas adolescente, se suicidó; el valiente reconocimiento de su incapacidad para formar una familia y cumplir las expectativas que su familia tiene puestas en él; el análisis de sus propias contradicciones acerca de lo que espera de la vida y lo que está dispuesto a arriesgar para conseguirlo... Esas son, en mi opinión, las mejores páginas del libro, lo cual no significa que quiera quitar mérito a los episodios más sexuales y las escenas más divertidas, a menudo sostenidas en diálogos muy rápidos e ingeniosos.

Hacia el final, Portnoy relata su viaje a la tierra prometida y su encuentro con una activista judía, una mujer mitad hippie mitad sargento. A mi juicio, la manera en que Roth aborada este viaje como final del monólogo y conclusión de la historia resulta un poco floja. Creo que el lamento del protagonista se merece un final más contundente, o más abierto, en fin, otra cosa distinta a esta especie de desembarco catártico que se acaba revelando totalmente inútil, puesto que Portnoy, evidentemente, no encuentra lo que estaba buscando a pesar de su empeño. Sería horrible si lo consiguiera, ya que el personaje perdería toda la credibilidad y la fuerza que ha estado forjando a lo largo de la novela frente a un doctor, podemos decir, poco útil. Los neuróticos incapaces, claro está, no se arreglan con viajes a la tierra prometida en busca de raíces inexistentes.

8.15.2006

Americana

Esta es la primera novela que escribió Don DeLillo, antes de convertirse en una especie de escritor de prestigio en Estados Unidos, a raíz de la publicación de títulos como White noise (traducido como Ruido de fondo) o Underworld (Submundo). Es verdad que la novela ya apunta maneras, aunque sea una afirmación demasiado fácil desde esta perspectiva posterior, cuando el vaticinio ya se ha cumplido. Sólo quiero decir que Americana, publicada en 1971, es una especie de visión cósmica de la conciencia estadounidense, que en ocasiones llega a ser terrible. No lo puedo evitar, me atraen sin remedio los escritores cínicos, y DeLillo utiliza el cinismo como una de la bases de su novela. El protagonista, David Bell, un joven tan atractivo que firma autógrafos en los aeropuertos, me ha provocado sensaciones parecidas al protagonista sin nombre de El gran momento de Mary Tribune. No es que la novela de Hortelano sea la versión cañí y ésta la versión gringa, por supuesto, pero tienen un aire, y por algo sólo se publicaron con un año de diferencia. Dicho esto, creo que ya es suficiente para mostrar que merece la pena leer la novela de DeLillo. Pero hay más cosas:

La historia está bien diferenciada en dos partes: la parte de Nueva York, donde David trabaja en una agencia de publicidad y se dedica a conspirar para seguir el juego de poder entre los altos cargos y a tener sexo con muchas mujeres, y luego está la parte del viaje, cuando David cruza los Estados Unidos y rueda una película en un pueblo perdido del medio oeste. Es la película de su propia vida, de los miedos y demonios que se ha guardado durante mucho tiempo y ahora se expresan por medio de actores encontrados al azar que se entusiasman al ver su cámara de 16 mm. Las dos partes están bien acopladas pero son totalmente distintas; el único hilo conductor es la propia conciencia de David, que mezcla presente y pasado y se enfrenta a la sociedad norteamericana de un modo que, en ocasiones, a pesar de la máscara de cartón duro forjada a través de los años, lo hiere. El consuelo es que los demás no son mejores que él. Él, al menos, es guapo y está orgulloso de ello.

La brillantez de la novela, en mi opinión, se asienta sobre todo en los diálogos, y en lo que constituye el guión de la película de David: conversaciones entre los actores, frente a la cámara, y el director, detrás de ésta, gritando a coro la angustia de un país que, en plena guerra de Vietnam, no sabe qué hacer con los que no quieren o no pueden seguir su juego de muerte. Los recuerdos de David sobre su familia, los años en la universidad y su matrimonio son a veces terribles por la frialdad con que contemplan el dolor, y de ahí nace el cinismo que el protagonista utiliza como defensa. Los destellos de ingenio más evidentes vienen de la mano de las observaciones de los personajes en esos a menudo delirantes diálogos que componen la novela, y constituyen visiones agudas y muy claras de la sociedad estadounidense:

"El éxito comercial de un anuncio publicitario se basa en hacer que el consumidor quiera cambiar su modo de vida. Se mueve de la conciencia en primera persona a la conciencia en tercera persona, el hombre que todos queremos ser. La publicidad ha descubierto a este hombre. Consumir en América no es comprar, es soñar. Los anuncios sugieren que el sueño de entrar en la tercera persona del singular puede hacerse realidad".

Terrible.

8.06.2006

84, Charing Cross Road

Una cierta vaga idea acerca de este libro fue lo que me llevó a sacarlo de la biblioteca en un día sin demasiadas expectativas por delante. En la contraportada decía algo sobre las librerías de segunda mano, un tema siempre interesante. Al empezar a leerlo vi que se trataba de una historia totalmente cierta, en realidad una transcripción de las cartas que durante más de veinte años se escribieron Helene Hanff, escritora neoyorquina y pobre, y Frank Doel, empleado de la librería londinense Marks & Co., situada en el 84 de Charing Cross Road. A través de estas cartas, siempre breves e ingeniosas, vamos conociendo poco a poco no sólo a sus autores, sino los ambientes que los rodean de un modo delicioso. Miss Hanff es en este aspecto mucho más explícita que el contenido y "british gentleman" Frank Doel, y por ello es que empieza a romper la distancia de las primeras cartas, que hablan sólo de pedidos de libros, para escribir sobre su trabajo, sus gustos literarios, su vida en Nueva York... Frank Doel disfruta con su brillante sentido del humor, que pronto es admirado por todo el personal de la librería, y empiezan a tratar a Helene como si fuera de la familia cuando reciben los primeros regalos desde Nueva York. En los años 50, época de posguerra y racionamiento, los ingleses agradecían maravillados el jamón y los huevos en polvo (?) que Miss Hanff enviaba con tanto cariño. Y así, poco a poco, se prolonga y estrecha una relación epistolar entre dos personas que jamás se vieron, pero se entendieron a la perfección.

Los pasajes más interesantes de esta novelita epistolar (menos de cien páginas) son los que se refieren, claro está, a los libros y a la lectura, es decir, la mayoría. Helene Hanff es una escritora autodidacta, mordaz, que odia la ficción y, más que leer, se dedica a releer con una devoción excepcional. En sus cartas hay pasajes sobre los clásicos ingleses que son una verdadera joya de crítica fina, audaz, despojada absolutamente de cualquier atisbo de pedantería y petulancia... el estilo de la neoyorquina pegada a su máquina de escribir y su paquete de cigarrillos está totalmente alejado de la línea crítica oficial, y más aún debido al canal por donde se transmite: las cartas entre ella y Frank son pinceladas, agudezas que pican aquí y allá y dejan al lector imaginar el resto. Por ello, la lectura de 84 Charing Cross Road resulta muy alentadora e interesante para reflexionar sobre el papel de la literatura en nuestra vida personal y el modo en que nos acercamos a los libros y disfrutamos de ellos. Algo, creo, muy necesario en esta época de vértigo editorial y comercialización en masa.

Después de 84, Charing Cross Road, leo el reverso de la moneda: La Duquesa de Bloomsbury Street, el diario que escribió Helene Hanff los días que pasó en Londres, cuando al fin pudo conocer la ciudad con la que tanto había soñado. Frank Doel estaba muerto y la librería ya no existía, pero ella no cae en la nostalgia de algo que ni siquiera llegó a ver y nos traza en pocas páginas un retrato de la ciudad y sus gentes lleno de ironía y elegancia. Otra joyita de esta mujer maniática y divertidísima de la que todos, en tanto que lectores, deberíamos aprender algo.

8.03.2006

Robinson Crusoe

Daniel Defoe escribió a principios del siglo XVIII la que sería considerada primera novela en lengua inglesa, con un protagonista, Robinson Crusoe, que representa el primer héroe moderno, el primer individualista de los tiempos de la razón y la ciencia.

Es verdad que, al leer el libro, resultan sorprendentes algunos actos y rasgos del pensamiento de Robinson (que siempre nos llega íntegro, ya que el discurso narrativo utiliza en todo momento la primera persona) porque quedan extremadamente cercanos, y también porque habría sido imposible escribirlos sólo unos cuantos años antes, a finales del siglo XVII, con los últimos pero firmes coletazos del barroco. Robinson ya piensa como un ser independiente, lúcido y responsable de sí mismo. Algunos fragmentos de su relato, construido bajo la perspectiva de unos años más tarde, cuando la aventura ya ha sucedido y terminado y el protagonista vive una más plácida pero no impasible vejez, sorprenden por su carácter lógico y totalmente autónomo: es el pensmaiento de un hombre que debe hacer frente a una soledad que no es sino la proyección de la verdadera situación del ser humano dentro del entorno social. Todos estamos solos, arguye Defoe, y lo mejor que podemos hacer es aceptar nuestra condición y tratar de vivir del modo más consecuente y responsable para nosotros mismos. La sombra de Dios juega en el libro un papel de acompañamiento, pero nunca dirige o impone.

Robinson razona de un modo absolutamente válido aún hoy en día: conoce sus propios demonios y trata de que no ataquen demasiado fuerte, sabe cuáles son sus debilidades y cómo afectan a sus decisiones (entre otras cosas, son la razón por la que acaba en una isla desierta), afronta sus carencia y decide en función de su bienestar individual , su superviviencia y su futuro, dentro de una ética de respeto e interacción con el medio. Como el hombre moderno. Su lista de cosas buenas y malas, enteramente reproducida en la novela, nos puede sonar mucho. ¿Quién no ha hecho una lista de pros y contras, real o imaginaria, para aclararse antes de tomar una decisión o plantear un cambio?

Robinson observa, mide, calcula y crea una estrategia que sigue hasta el final de la novela y que resulta efectiva gracias a un esfuerzo enteramente personal. En el relato, la religión y la ayuda de Dios funcionan como un aliciente psicológico, un soporte estabilizador para los momentos bajos, y nada más. Dios no salva a Robinson, sino que éste sobrevive gracias al trabajo constante, paciente, progresivo, inteligente...Cuando naufraga en la que hoy es la isla chilena de Juan Fernández, no tiene la más mínima idea de cómo emplear manos para construir, para crear. Poco a poco se convierte en un experto ganadero, agricultor, artesano... sin que nadie lo enseñe, gracias a su tenacidad alimentada principalmente por la necesidad y la voluntad. Y en ese esfuerzo por el trabajo encuentra Robinson su consuelo, sus ganas de seguir viviendo, y su recompensa. Es impresionante lo moderna que resulta el alma de este hombre del siglo XVIII: hasta las crisis esporádicas y los días de bajón están finamente relatados en la novela.

Por eso, creo, me siento reconfortada al acabar de leer Robinson Crusoe...una lección de ética y superación personal en un ambiente que es hostil hasta que logramos transformarlo y hacerlo nuestro sin aspirar a nada más (porque después de la isla, en realidad ya no hay nada más...Defoe se podía muy bien haber ahorrado el episodio de los lobos en los Pirineos, con el pobre Viernes pasando frío). Algo que Cándido, otro lúcido del siglo XVIII, comparte con Robinson, pero él prefiere la fórmula más sencilla de cultivar el propio huerto.