8.21.2007

La conjura de los necios

Al conocer las circunstancias en las que fue publicada esta novela (John Kennedy Toole se suicidó porque ningún editor la aceptaba, y fue su abnegada madre quien consiguió que se publicara en 1980, después de arrastrarse durante años por las editoriales estadounidenses en busca de una oportunidad para su ya fallecido hijo), no se puede evitar acometer la lectura de La Conjura de los necios con un cierto respeto. Pensar que su autor ha muerto por ella añade, ciertamente, un toque bien macabro a la serie de prejuicios (muchos o pocos, pero siempre alguno) con que nos enfrentamos a un libro. En mi caso, los elementos que configuraban este horizonte de expectativas eran básicamente dos. El primero, que se trataba de una extraordinaria novela que nadie supo valorar justamente en vida del autor, y que acabó ganando merecidamente el Premio Pulitzer en 1981. El segundo, que una vez comenzada, resultaba imposible dejar de reír.

Como suele ocurrir, el enfrentamiento personal con la obra termina de un modo muy eficaz con las premisas iniciales, ya sea reformulándolas o, en el mejor de los casos, ajustándolas a nuestra propia realidad. Así, he comprobado que, en primer lugar, La Conjura de los necios es una muy buena novela, pero no me ha llegado a parecer extraordinaria. En segundo lugar, la evidente y continua sátira no ha servido para hacerme reír, salvo en algunas escenas, sino para provocarme un espantoso sufrimiento. No he dejado de sufrir en toda la historia, y por ahí reconozco y mido su valor.

Está claro que John Kennedy Toole buscaba producir ese efecto en el lector, aunque no sé si de una forma tan consciente. Una sátira siempre contiene una visión muy dramática de la realidad que está retratando (en este caso, la sociedad estadounidense de los años sesenta, y especialmente los conflictos sociales en Nueva Orleans), más allá de la utilización del humor como recurso básico y estructural de la novela. Sin embargo, yo sólo he podido compadecerme de la larga serie de esperpénticos personajes que desfilan a lo largo de la historia por esa ciudad en la que siempre es Martes de Carnaval (y la conexión valleinclanesca es más fuerte de lo que pueda parecer). Empezando por el protagonista, Ignatius Reilly, y siguiendo con su madre, la pobre Irene, absolutamente todos los personajes que conforman el estrecho mundo que gira entorno a los Reilly están perdidos. Ni siquiera su lucidez los puede salvar porque, aunque sean conscientes de la desolación y la miseria de la sociedad en la que viven, saben muy bien que no hay ningún modo de salir de ella. Sólo queda esperar un día bueno, como hace el Patrullero Mancuso, un día en que por fin consiga detener a alguien.

Aun así, es cierto que existen en la novela algunos escasos momentos de ternura: la conversación entre Darlene y Jones al conocerse en el bar de Lana, o las risas en la casa de Irene Reilly con Santa Battaglia y el señor Robichaux antes de que su hijo los sorprenda y empiece a blasfemar horrorizado. Son momentos fugaces, pequeñas concesiones quizá para que no quedemos abrumados por la crueldad y la sátira funcione. En cualquier caso, la lectura de La conjura de los necios me ha parecido muy dura y, en algunos pasajes, excesiva. Pensar que el autor fue capaz de crear a Ignatius Reilly, que, como dice su madre, lo aprendió todo en los libros excepto cómo ser una buena persona, me produce un gran desasosiego. Ignatius es un monstruo, cierto, pero un monstruo comprensible, un monstruo terriblemente real.

Es, pues, este ambiente fantasmagórico, histriónico y cruel en que se desarrollan estos personajes extremos el rasgo principal que hace de La Conjura de los necios una muy buena novela de pesadilla. La linde entre la risa y el horror es demasiado sutil como para no pensar detenidamente en el trasfondo real, en los más que fieles reflejos de injusticia, intolerancia, incomunicación e hipocresía vacua de la sociedad que actúa como espejo de la que aparece en el relato. Asusta pensar que quizá fue ella la que acabó con el autor.

3 comentarios:

  1. Tienes toda la razón: ese ambiente de pesadilla, de surrealismo, pero de un surrealismo atosigante, es el que hace que uno se encuentre siempre al borde la silla, a punto de saltar de ella en un ataque de nervios.
    Sigo prefiriendo a Bernahrad.

    saludos,

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  2. Que loco, a mi es el libro que más me hizo reir en toda mi vida. Habría que releerlo (lo leí hace unos años ya) pero tengo ese recuerdo imborrable. Por eso se dcie que un libro se recrea en cada lectura, con cada persona que se sumerge en sus hojas.
    Eso es hermoso.
    saludos.

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  3. Es verdad, Marxe, un libro se recrea en cada lectura, y quizá en unos años vuelva a leerlo y sea totalmente diferente.

    Saludos,

    Blanca

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