La lectura de esta novela, que Tusquets tradujo en 2005 (inventándose, de paso, la primera parte del título, lo cual considero una indecencia), supone mi primer acercamiento a Haruki Murakami, el escritor japonés con más prestigio y, sobre todo, con más éxito de ventas dentro y fuera de su país. En la contraportada de la edición de bolsillo de 2007, Rodrigo Fresán afirma que Murakami produce adicción y que "su modo de narrar tiene algo de hipnótico y opiáceo". Esto no tiene por qué ser exactamente un halago, pero es rigurosamente cierto. Esta historia de un chico post-adolescente y sus luchas interiores en la sociedad japonesa de los años sesenta resulta fascinante por varias razones.
Para empezar, el relato en primera persona es muy directo, lineal, y está construido sobre todo a base de reproducciones de diálogos que conforman el progreso de la trama y definen a los personajes. Eso hace que el lector se salte las reflexiones y los rodeos y vaya directo a los hechos, las palabras pronunciadas y las reacciones que unos y otras conllevan. No hay armas narrativas de doble filo, sorpresas malintencionadas o lagunas que rellenar.
La segunda razón es, en mi opinión, la creación del ambiente de Tokyo como una mezcla extraña de onigiris con umeboschi y canciones de los Beatles. Hasta ahora, mi único contacto literario con la cultura japonesa había sido a través de miradas occidentales, como la de Amélie Nothomb llorando sus pesadillas laborales en Estupor y temblores. Ahí, el choque era constante y en la inevitable comparación, los nipones siempre salían muy mal parados. En Tokyo blues, por primera vez, he podido situarme frente a la mirada de un escritor japonés que cuenta una historia de su propio mundo, en la que unos jóvenes se debaten de forma terrible entre la vida y la muerte, la comunicación y la soledad mientras su entorno sociocultural los empuja constantemente a lo segundo, de ahí la fascinación del lector. Siempre me pregunté por qué los jóvenes japoneses se suicidaban en masa. No es que este libro dé las claves de la respuesta, claro está, pero sí nos abre un poco la cortina para vislumbrar el modo en que éstos construyen su mundo y se relacionan con los demás, y cómo a medida que crecen y adquieren responsabilidades, va resultando más difícil sentirse no ya orgulloso, sino simplemente cómodo en su propia piel. Es notoria, en este sentido, la ausencia de la figura de los padres. Simplemente, no existen, y desde luego, cuando existen, poco tienen que ver con sus hijos, como si todos fueran simples conocidos ligados por un extraño azar.
En esta historia nadie lo tiene fácil, más bien todo lo contrario, pero sólo se salvan los que hablan -que son, ciertamente, los menos. Las claves para entender al protagonista narrador y su mundo de adolescentes tardío-desorientados, dentro un entorno en el que siempre parece que es domingo por la tarde (de ahí, quizá, la agudeza del título de la novela), son firmes y constantes. Así, la lectura puede adquirir velocidades inusitadas, parecidas a las de esas novelas de misterio donde, finalmente, lo único que nos importa es descubrir quién es el asesino. Existen pocos matices y los personajes están definidos en cuatro trazos básicos, a partir de los cuales actúan y se expresan fielmente a lo largo de la novela. Y esos cuatro trazos, tan simples como certeros, son los que quizá configuran definitivamente el efecto hipnótico-opiáceo del que hablaba Fresán.
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