11.24.2007

El cielo protector

Paul Bowles tuvo la idea de escribir esta novela en un autobús, mientras recorría la Quinta Avenida de Nueva York. Empujado por ella llegó a Tánger justo cuando Europa salía de la Segunda Guerra Mundial y el Norte de África aparecía frente a él como un inmenso espacio que lo iba a absorber durante el resto de su vida. Es extraordinario cómo un norteamericano fue capaz de escribir una novela como ésta y, al mismo tiempo, renegar de su país para quedarse a vivir en la tierra bajo la cual se encontraba el cielo protector. En efecto, este precioso título sólo adquiere su completo significado una vez que nos adentramos en un paisaje maravillosamente inmerso en la historia. Bowles no describe lugares pintorescos o costumbres curiosas, el suyo no es un libro de viajes; el choque de culturas es, en este caso, inexistente.

En la novela, la pareja formada por Kit y Port viaja junto a Tunner, que cumple a la perfección su papel de agitador discreto aunque persistente. Ninguno de ellos posee un pasado ni un futuro; lo único que hacen es ir de un pueblo a otro, de una ciudad a otra. El narrador omnisciente no nos concede accesorios más o menos útiles con los que identificar y juzgar a los personajes, y tampoco vueltas atrás en el tiempo que favorezcan el recuerdo nostálgico de la patria abandonada. Todos los elementos de la historia se mueven constantemente hacia adelante y, sin embargo, no podemos decir que los protagonistas busquen algo concreto, más allá de un sitio donde pasar la noche, comer y beber. No hay objetivos a corto o largo plazo, sólo el anhelo de vivir el momento desde dentro. Ése es, pues, el elemento clave que los define y los diferencia, marca sus relaciones a lo largo de la novela y permite al lector acercarse a ellos, sufrir y compartir sus crecientes angustias. Bowles eligió así el camino más difícil y logró crear esta historia magistral, que golpea hondo porque se mueve entre las pulsiones más básicas e incomprensibles del ser humano.

Kit y Port, a pesar de llevar juntos diez años y profesarse mutuamente un amor incondicional, son incapaces de comunicarse y, sobre todo, de entenderse. Cada uno reacciona de modo distinto ante una puesta de sol, una amenaza, la posibilidad de una infidelidad... Kit vive en alerta permanente, mientras que Port hace todo lo posible por abandonarse al curso de la vida y lucha por desembarazarse de su conciencia, sus prejuicios, la herencia que se ha convertido en un fardo. Sabe que el cielo lo resguarda de algo terrible que hay detrás, y que puede avecinarse en cualquier momento. Así, la novela avanza tejiendo con fuerza las redes que van creando los personajes entre sí, hasta que éstas son tan espesas que se vuelven del revés, resisten varios golpes mortales y acaban en un suave y dulce delirio, sólo posible gracias a la bellísima prosa de Bowles.

El flujo de pensamiento de las conciencias de los protagonistas, las emociones que sienten con tanta intensidad en un entorno tan atrayente como hostil, y que son incapaces de expresar y compartir, muestran la inteligencia con que el autor norteamericano supo sacar partido a su descubrimiento del Norte de África. El punto de vista que adopta y, lo que es más difícil, desarrolla en constante escapada hacia adelante a lo largo del relato, convierten a esta novela en un caso extraordinario en la historia de la literatura contemporánea. No hay falsa moral, ideales perdidos ni anticonvencionalismos de pose... si pensamos que fue escrita entre 1946 y 1948, todo resulta aún más excepcional, y creo que es prácticamente imposible encontrar algo parecido a esta novela en la literatura más actual. El cielo protector no sólo capta o intuye, sino que consigue expresar con certeza las emociones humanas más puras: otorga palabras al escalofrío que nos recorre, al augurio, al sentimiento inexplicable que no podemos quitarnos de la cabeza. Mediante un estilo tan limpio como contenido (el único que podía construir una novela así), empezamos a caminar por la arena bajo el sol y llegamos al fondo de nosotros mismos, para acabar dándonos cuenta de que, curiosamente, el desierto es muy grande pero nada se pierde nunca en él.

11.11.2007

Samarcanda

Amin Maalouf es libanés, vive en París, escribe en francés y es uno de los dignos salvadores de la literatura francófona más actual, gracias a novelas como León el africano (1986), La Roca de Tanios (ganadora, aunque eso hoy día bien poco signifique, del Premio Goncourt 1993), o Samarcanda (1988, traducida en 2003 por Alianza Editorial), una historia entre la realidad documentada y la fascinante leyenda de Omar Khayyam en la Persia del siglo XI. En esta novela, Maalouf juega con ventaja porque conoce al lector occidental, sabe lo que está dispuesto a aceptar y lo que no, sitúa a la perfección el punto de vista que es aconsejable adoptar en la historia, y elige un narrador fiable, estadounidense de madre francesa (perfecta confluencia de culturas: la vieja y la nueva tradición de Occidente) para relatar, con una mezcla justa de erudición y emoción, la historia que parte de la ciudad de Samarcanda y termina en la Persia de principios del siglo XX.

Así, el narrador, Benjamín Lesage acude a Tabriz en busca de un viejo manuscrito rodeado de misterio que según la leyenda escribió Omar Khayyam, astrónomo, matemático y poeta del siglo XI. Este hombre, instaurador entre otras cosas del calendario yalalí (aún hoy utilizado) y la “x” de las ecuaciones, compuso unos maravillosos Robaiyyat o cuartetos traducidos y admirados en muchísimas lenguas (Visor e Hiperión, entre otras, han publicado ediciones en español), y llenos de interrogaciones acerca de la inexistencia o la futilidad de la materia después de la muerte. En una época en que el Islam proyectaba su imperio basado en la fe religiosa, una rama ismaelita fundaba la Orden de los Asesinos y nadie se hubiera atrevido a negar la existencia de Dios, los versos del descreído Khayyam, escritos en secreto y bajo la protección del hábil político Nizani-al-Mulk, conservados inexplicablemente a lo largo de los siglos, aparecen ahora llenos de tristeza y terriblemente ajenos a su época.

Maalouf consigue despertar la admiración del lector por el protagonista de su novela, lo rodea de un aura fascinante gracias a que halla el punto exacto de contención, desapego y originalidad. Es decir, lo observa a una distancia prudente que nunca traspasa ciertos límites (como, por ejemplo, su amor por la poetisa Djahane y la larga relación que mantuvieron), y ése es su acierto más evidente en la siempre difícil recreación de un personaje histórico.

Ahora bien, como decía antes, toda esta fascinación que produce el protagonista (aunque, en realidad, sólo aparece en la primera mitad de la novela), resulta malograda por la sensación de que el escritor libanés juega con ventaja, ya que se aproxima a la historia desde un punto de vista muy occidental, lo cual le permite escoger sólo aquellos elementos que van a satisfacer a un lector cuyas expectativas y carencias conoce muy bien. Así, Samarcanda se va convirtiendo poco a poco, a medida que avanza el argumento, en una novela cómoda y correcta: encontramos la proporción exacta de datos históricos, leyendas orientales, tradiciones pintorescas y reivindicaciones contemporáneas. Todo ello se lleva a cabo a través de la figura del narrador, que enlaza el esplendor y las miserias del pasado con el relato de los acontecimientos que sacudieron el antiguo territorio persa en los siglos XIX y XX. Maalouf lo adereza todo muy bien y añade un toque tan bizarro como facilón: el Titanic como símbolo de la fragilidad de la civilización occidental y los peligros del progreso arrogante que pierde el respeto ante Dios y la tradición.

Finalmente, la novela de Maalouf deja una sensación bastante edulcorada, como de haber realizado demasiadas concesiones y evitado los obstáculos de un camino siempre difícil cuando se trata de enfrentar culturas y recursos literarios tan distintos. Por temor a provocarnos una indigestión, Samarcanda deja con hambre, lo cual quizá es una especie de treta del autor libanés para que lo sigamos leyendo. O, mejor aún, para que nos adentremos de un modo más profundo y, sobre todo, más arriesgado, en la literatura oriental, en el punto de vista de las grandes civilizaciones portadoras de un pasado que ignoramos y un presente al que nos empeñamos en volver la espalda. Quizá Maalouf sepa que ése es el camino para sensibilizar (odio esta palabra, pero no encuentro otra mejor) al lector occidental para que empiece a abrir sus estrechas miras. Aun así, es una lástima que desprecie su talento en favor de algo en lo que la literatura nunca debe caer: un servicio.

Amin Maalouf, Samarcanda
Alianza, Editorial, Madrid, 2003.
Traducción de María Concepción García-Lomas.

11.01.2007

Obras completas de Dorothy Parker

Hacía muchos años que me intrigaba la figura de esta escritora neoyorquina y por fin, el otro día, en el momento menos esperado y después de años de búsqueda intermitente por las más selectas librerías de varias ciudades europeas (dos o tres, nomás), encontré una maravillosa edición de sus obras completas, The Collected Dorothy Parker, que desafortunadamente no está editada en español (Lumen publicó su Narrativa completa en 2003, pero no su poesía).

Desde entonces, he estado sumergida cada noche en los cuentos, poemas y artículos literarios de esta maravillosa mujer, que ya es para mí una de las mejores escritoras del siglo XX, sólo después de Virginia Woolf y probablemente alguna otra que no recuerdo (en realidad, no he leído a tantas). Ahora que lo pienso, Woolf y Parker tienen varias cosas en común. O, al menos, podríamos decir que comparten ciertos rasgos literarios tan firmes y decisivos que bastan por sí solos para unirlas, más allá de las circunstancias biográficas o socioculturales propias de cada una. Para empezar, descubrir a Dorothy Parker nos ayuda a imaginar lo que podría haber escrito Virginia Woolf si hubiera sido norteamericana y heterosexual. La delicadeza británica queda sustituida por un tremendo descaro más propio de la sociedad estadounidense de principios del siglo XX (los ingleses hacían y pensaban lo mismo, pero no lo mostraban tan abiertamente). Lo bueno es que el descaro no se sale ni un ápice del marco trazado por la ironía más brillante e inteligente que podamos imaginar. Martillazos de ironía van cayendo sin cesar sobre los acontecimientos cotidianos, las conversaciones a medias, los gritos y los silencios, los teléfonos (hay muchos teléfonos en este libro, que podemos imaginar fácilmente: pesados, enormes y negros).

En la sociedad neoyorquina de los años veinte, la única arma de que disponía una mujer para ganarse una reputación que le permitiera vivir de su escritura era, sin duda, el ingenio, y a Dorothy Parker le sobraba a raudales. Tanto en sus obras de ficción, en verso o prosa, como en sus artículos y críticas literarias (combinación bastante infrecuente en el panorama literario del siglo pasado), la autora despliega su energía y la encauza por caminos poco flexibles pero muy certeros. Es decir, Parker escribe siempre a partir de lo que observa a su alrededor: la sociedad de su tiempo, sus amigos y conocidos, el mundo en que vive y por el que siente una permanente curiosidad. Todo eso ha llevado a algunos críticos a considerar su obra como una de las primeras muestras de literatura urbana contemporánea, lo cual no está mal porque, en efecto, la ciudad de Nueva York es un gigante mudo que se adivina detrás de cada uno de sus textos. Y es que esta norteamericana fue toda una figura de su tiempo, tan temida como admirada; una hija del jazz, la nonchalance y el espíritu rebelde-sufragista mezclado inevitablemente con la vergüenza y la soledad. Ese fue el ambiente que Dorothy Parker supo capturar para elaborar una materia prima sobre la que construía su personal reflexión acerca del ser humano y sus comportamientos sociales. La ignorancia, la tristeza o el aburrimiento que muestran los personajes de esta autora están cargados de naturalidad, se construyen con un estilo cercano a la vez que elaborado, efectivo, constantemente apartado de la mayor tentación literaria de la época: la frivolidad (tan típica de otros autores inmersos en un medio social parecido, como Evelyn Waugh, o incluso enfrentados directamente a él, como los miembros de la Generación Beat, a los que Parker atacó en sus artículos a base de dardos envenenados de hilarante cinismo).

Esta mujer, que fue capaz de aparecer en el Madrid sitiado de 1937 y describir llena de admiración cómo seguían funcionando las escuelas de la República en medio de los bombardeos bien merece una aproximación. Al leer sus textos, podemos imaginarla fácilmente sentada junto a nosotros (pequeña, morena, con flequillo abundante) haciendo muchas cosas a la vez: hablando, fumando, escuchando, gesticulando, bebiendo, riendo… Es conmovedora la energía que desprenden sus textos. En este sentido, los diálogos, en el caso de los relatos, constituyen un vértice estructural muy importante. Conversaciones brillantes, momentos escogidos a la perfección y congelados en el instante preciso. Pocos autores definen tan agudamente el tiempo de sus relatos. Así, los finales recogen la historia de un modo muy elegante, sin caer en la frase efectiva o el golpe fácil, que tan pobre resulta como recurso (y que, personalmente, tanto odio).

En cuanto a los poemas, son destellos fugaces de sensaciones humanas, la mayoría quizá demasiado femeninas como para que permitir que el texto sobreviva, perdure y ofrezca lecturas más versátiles. Por eso, en mi opinión, es difícil que llegue a reconocerse el mérito de Dorothy Parker como poetisa. No ocurre lo mismo con sus críticas literarias, que trascienden sin duda la época y las circunstancias en que fueron escritas para darnos a todos lecciones de buena literatura. No importa que hablen de libros ya olvidados, de las excéntricas costumbres de su amigo Hemingway, de Lolita o de los efectos del apio en el organismo humano. Lo que importa es esa prosa fascinante, esa inteligencia viva y divertidísima, siempre rara en la literatura y rarísima, desde luego, en la crítica literaria, con que nos regala generosamente Dorothy Parker.

Está claro, valió la pena esperar tantos años. Encuentros como éste me reafirman en la idea de que, pase lo que pase, hay que continuar leyendo incansablemente.

The Collected Dorothy Parker
Penguin Books, London, 1973.