11.11.2007

Samarcanda

Amin Maalouf es libanés, vive en París, escribe en francés y es uno de los dignos salvadores de la literatura francófona más actual, gracias a novelas como León el africano (1986), La Roca de Tanios (ganadora, aunque eso hoy día bien poco signifique, del Premio Goncourt 1993), o Samarcanda (1988, traducida en 2003 por Alianza Editorial), una historia entre la realidad documentada y la fascinante leyenda de Omar Khayyam en la Persia del siglo XI. En esta novela, Maalouf juega con ventaja porque conoce al lector occidental, sabe lo que está dispuesto a aceptar y lo que no, sitúa a la perfección el punto de vista que es aconsejable adoptar en la historia, y elige un narrador fiable, estadounidense de madre francesa (perfecta confluencia de culturas: la vieja y la nueva tradición de Occidente) para relatar, con una mezcla justa de erudición y emoción, la historia que parte de la ciudad de Samarcanda y termina en la Persia de principios del siglo XX.

Así, el narrador, Benjamín Lesage acude a Tabriz en busca de un viejo manuscrito rodeado de misterio que según la leyenda escribió Omar Khayyam, astrónomo, matemático y poeta del siglo XI. Este hombre, instaurador entre otras cosas del calendario yalalí (aún hoy utilizado) y la “x” de las ecuaciones, compuso unos maravillosos Robaiyyat o cuartetos traducidos y admirados en muchísimas lenguas (Visor e Hiperión, entre otras, han publicado ediciones en español), y llenos de interrogaciones acerca de la inexistencia o la futilidad de la materia después de la muerte. En una época en que el Islam proyectaba su imperio basado en la fe religiosa, una rama ismaelita fundaba la Orden de los Asesinos y nadie se hubiera atrevido a negar la existencia de Dios, los versos del descreído Khayyam, escritos en secreto y bajo la protección del hábil político Nizani-al-Mulk, conservados inexplicablemente a lo largo de los siglos, aparecen ahora llenos de tristeza y terriblemente ajenos a su época.

Maalouf consigue despertar la admiración del lector por el protagonista de su novela, lo rodea de un aura fascinante gracias a que halla el punto exacto de contención, desapego y originalidad. Es decir, lo observa a una distancia prudente que nunca traspasa ciertos límites (como, por ejemplo, su amor por la poetisa Djahane y la larga relación que mantuvieron), y ése es su acierto más evidente en la siempre difícil recreación de un personaje histórico.

Ahora bien, como decía antes, toda esta fascinación que produce el protagonista (aunque, en realidad, sólo aparece en la primera mitad de la novela), resulta malograda por la sensación de que el escritor libanés juega con ventaja, ya que se aproxima a la historia desde un punto de vista muy occidental, lo cual le permite escoger sólo aquellos elementos que van a satisfacer a un lector cuyas expectativas y carencias conoce muy bien. Así, Samarcanda se va convirtiendo poco a poco, a medida que avanza el argumento, en una novela cómoda y correcta: encontramos la proporción exacta de datos históricos, leyendas orientales, tradiciones pintorescas y reivindicaciones contemporáneas. Todo ello se lleva a cabo a través de la figura del narrador, que enlaza el esplendor y las miserias del pasado con el relato de los acontecimientos que sacudieron el antiguo territorio persa en los siglos XIX y XX. Maalouf lo adereza todo muy bien y añade un toque tan bizarro como facilón: el Titanic como símbolo de la fragilidad de la civilización occidental y los peligros del progreso arrogante que pierde el respeto ante Dios y la tradición.

Finalmente, la novela de Maalouf deja una sensación bastante edulcorada, como de haber realizado demasiadas concesiones y evitado los obstáculos de un camino siempre difícil cuando se trata de enfrentar culturas y recursos literarios tan distintos. Por temor a provocarnos una indigestión, Samarcanda deja con hambre, lo cual quizá es una especie de treta del autor libanés para que lo sigamos leyendo. O, mejor aún, para que nos adentremos de un modo más profundo y, sobre todo, más arriesgado, en la literatura oriental, en el punto de vista de las grandes civilizaciones portadoras de un pasado que ignoramos y un presente al que nos empeñamos en volver la espalda. Quizá Maalouf sepa que ése es el camino para sensibilizar (odio esta palabra, pero no encuentro otra mejor) al lector occidental para que empiece a abrir sus estrechas miras. Aun así, es una lástima que desprecie su talento en favor de algo en lo que la literatura nunca debe caer: un servicio.

Amin Maalouf, Samarcanda
Alianza, Editorial, Madrid, 2003.
Traducción de María Concepción García-Lomas.

2 comentarios:

  1. ¿hay alguna novela de maalouf que sí te guste, maría concepción? samarcanda no la he leído, pero otras suyas sí, y al menos legibles y entretenidas sí las encuentro

    amor

    :-)

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  2. Es un libro fascinante, muestra la inmensidad de la sabiduría musulmana de esa época Y también el abismo Entre estos Conocimientos con la realidad del pueblo. Deslumbrante como toda la obra de Amin Maalouf. Una belleza.

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