2.12.2019

Primera persona


Descubrí a Margarita García Robayo hace poco, gracias a Editorial Tránsito. Me gustó muchísimo su novela Lo que no aprendí y, cuando por fin se publicó Primera persona, corrí a comprarlo a la librería porque tenía ganas de reencontrarme con el ambiente caribeño, familiar, asfixiante, ambiguo y traicionero que tan bien se refleja en la novela, y esa voz narrativa que se alza en medio de todos esos sofocos de forma clara, segura, a veces rabiosa, firme en todo caso. En Primera persona he encontrado esa voz multiplicada, como el ambiente, porque aquí la autora ya no solo recurre al entorno en que creció, la ciudad colombiana de Cartagena, sino también otras ciudades que visita, y especialmente la que habita, Buenos Aires. Esta multiplicidad de ambientes descritos, la mayoría latinoamericanos, aporta una riqueza sutil a los relatos que conforman este libro. La voz también es múltiple porque da saltos temporales y nos lleva de la infancia a la madurez, luego a la adolescencia, luego a la juventud. Se nos acerca al oído y susurra, pregunta, a veces responde, otras veces renuncia a las respuestas, pero nunca deja de indagar.

Me han gustado especialmente dos relatos de Primera persona por la profundidad de sus reflexiones, por todo lo que han evocado en mí mientras los leía. La memoria aparece aquí como réplica, como hilo para enhebrar la aguja del diálogo entre narrador y lector.

“Historia general de tu vida” engarza recuerdos con impresiones fugaces, sensaciones como destellos. Así, el enojo es “un cuerpo compacto que se ha instalado en la boca de tu estómago y pide salir”. Pasan de largo maridos, hijos y suegras, espejos y cacas de perro, el árbol de guayaba del que cae la narradora y la mamá diciéndole que no era su hija, sino un tumor que finalmente había conseguido expulsar. La narradora hila escenas vívidas, diálogos apenas esbozados, como en una película muy rápida que ve pasar ante ella, la de su vida, y solo se detiene en aquellos momentos que se aferran a su memoria, que por alguna razón no quieren escapar tan rápido. La acompañamos en ese recorrido intenso, veloz, para evocar con ella nuestros propios enojos, el miedo que sentimos aquel día al salir de casa, la vez que nuestro hijo se quedó aterrado al ver al Hombre Araña, o la constatación de que nuestra individualidad tan solo está hecha de “pequeños secretos de uno mismo”. Nada más que eso. Y nada menos.

En “Mi debilidad (apuntes desordenados sobre la condición femenina)”, Margarita García Robayo escribe acerca de la conciencia de la vulnerabilidad que las mujeres solemos adquirir a una temprana edad, cuando aún no podemos definirla pero sí sentirla. Desde ese momento, esa conciencia actúa como una alarma que nos persigue constantemente, y ante la cual podemos distraernos solo por un tiempo, pero “siempre vuelve palpitante y dolorosa”. Esa conciencia nos recuerda que ser mujer significa andar con cuidado, alerta, porque nunca se sabe. Somos débiles y tenemos que cuidarnos de un peligro que acecha, que no se nombra pero del que hay que aprender a huir.

Esa debilidad de las mujeres, esa lacra impuesta desde la infancia, conlleva una eterna e interna lucha llena de contradicciones al tratar de distinguir la naturaleza de nuestro género de las imposiciones culturales. Intentar reconciliar ambas partes para reconocernos es una tarea monumental, yo diría que imposible. A medida que nos adentramos en la madurez, resulta más difícil separar ambas cosas. Por ejemplo, cuando nos enfrentamos al llamado instinto maternal. Al concebir la crianza de nuestros hijos ¿qué nos viene en el ADN y qué es fruto de capas y capas de modelos maternales determinados por la historia y la costumbre? ¿Y al decidir si queremos o no ser madres? Esta dicotomía es algo que surge en mi vida cotidiana constantemente en forma de preguntas, de dudas, de sentimientos encontrados, a la hora de relacionarme con mi familia, con mis padres, con mi pareja, con mis hijos. “Déjate llevar por tu instinto”, me decían las matronas cuando tuve a mi primera hija. Yo las miraba sin atreverme a preguntar a qué se referían, dónde quedaba el instinto a estas alturas de civilización.
Y es que, como muy bien apunta Margarita García Robayo, quien más, quien menos, la mayoría de mujeres acabamos convirtiéndonos en algo parecido a lo que nuestras familias esperaban de nosotras. La mayoría acabamos emparejadas, con hijos, entregando mucho, quizá demasiado, en una vida convencional, por mucho que esta palabra nos incomode porque nos recuerda lo que aborrecemos, lo que un día negamos que reproduciríamos. Por ello, el día a día de muchas mujeres, y con este la percepción de nuestra identidad, se construye a base de contradicciones, a base de caminar por un sendero muy estrecho. Avanzamos entre lo que deseamos ser y lo que acabamos siendo realmente, que a veces es solo lo que nos dejan ser. Y ahí, cada quien se las compone como puede para que los gritos de la conciencia no retumben demasiado y podamos dormir lo bastante tranquilas sin oírlos, a modo de alarma, sonando a cada momento.


Primera persona, Editorial Tránsito, 2019, 209 páginas.
Lo que no aprendí, Malpaso editorial, 2014, 182 páginas.



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