La sensación que deja esta novela de Evelyn Waugh después de su lectura es una mezcla entre curiosidad, amargura y vacío. A pesar de ser considerado como uno de los mejores escritores satíricos ingleses del siglo XX, lo cierto es que Waugh no me ha hecho reír. Tal vez porque nunca he encontrado la gracia a los retratos de la superficialidad de la clase alta que tantos escritores han practicado después de Proust o Musil. No es divertido ver reflejados los prejuicios, la vacuidad y la temeridad irresponsable y despilfarradora de una gente que se aburre e intenta distraerse como puede. Ésta es, básicamente, la trama de la novela de Waugh, un escritor que tuvo una gran popularidad durante su vida (1903-1966), que conoció bien los ambientes adinerados de Inglaterra y se dedicó a escribir sobre ellos. Cuando, en un momento dado, necesitó buscar otros temas o fuentes de inspiración para sus historias, quizá porque él mismo ya estaba aburrido de tanta superficialidad, empezó a viajar. Sus libros de viajes también gozaron de un gran éxito (Labels, de 1930, o Gente remota, de 1931, son algunos ejemplos), así como la trilogía Sword of Honour, que narra su experiencia durante la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de sus novelas, para mi sorpresa, están traducidas al español por varias editoriales como Anagrama, Cátedra, Edhasa o Altaya. Curiosamente, todas ellas han sido publicadas después de 1995, como si alguien entonces descubriera a Waugh y todos se lanzaran a publicarlo en español.
Un puñado de polvo (Espasa, 1995) es una novela que sirve, sobre todo, para aprender a recrear una sociedad lejana y desconocida. La narración se sitúa en Londres y sus alrededores durante los felices años 20. Aún no habían llegado ni la Depresión ni la guerra, las clases altas vivían despreocupadamente entre fiesta y fiesta, y el mejor remedio contra el aburrimiento era el chisme, o el adulterio, o ambas cosas. Lady Brenda Last decide seguir este patrón y,después de siete años de matrimonio, se lanza a vivir un romance con John Beaver, un hombre ciertamente sin atributos -para recordar de nuevo a Musil-, cuya meta en la vida es ser invitado a todos los almuerzos y fiestas posibles. Resulta muy triste, y Waugh se cuida bien de que así sea, la carencia de alternativas interesantes que contempla Brenda para salir de la monotonía de su matrimonio. En lugar de intentar encontrar algo que dé un poco de sentido e ilusión a su existencia, decide cambiar la incomprensión binaria por la incomprensión multitudinaria, y se dedica a aparecer junto a su John de fiesta en fiesta. Así, llega un momento en que todo Londres sabe de su amante excepto su propio marido. Tony Last piensa por defecto que su mujer es maravillosa, y ahí reside su error. Dar por hecho una cosa así es siempre peligroso.
La despreocupación irresponsable de esta alta sociedad londinense acaba resultando muy dolorosa, y Waugh muestra de este modo la desintegración y el peligro de la ausencia de valores como el esfuerzo, la humildad o el sacrificio. El castigo llega, como en las fábulas, para quienes no se han comportado bien. Es evidente que Un puñado de polvo no contiene ningún rasgo original, algo que impacte o marque al lector vivamente. Es más bien de una pequeña acumulación de detalles vacuos y decepcionantes lo que provoca al final esa sensación de amargura, y ahí reside el talento de Waugh. Al cerrar el libro y mirarlo con una mueca nos damos cuenta de que el autor ha cumplido su propósito: asquear al lector y concienciarlo de que es mentira eso de que el dinero da la felicidad.
6.23.2007
6.11.2007
El loro de Flaubert
Por
blanca gago domínguez
Después de quedar admirablemente sorprendida ante Arthur & George, leo esta otra novela de Julian Barnes, publicada en 1984 por Jonathan Cape Ldt. y traducida al español por Anagrama en 1992. Pocas veces dos libros del mismo autor me han causado una sensación tan distinta. Para empezar, no me gusta la rapidez con que se catalogó El loro de Flaubert como "novela". Es verdad que hoy en día en la novela cabe todo, pero no está de más advertir que, en realidad, el texto está a medio camino de la ficción y el ensayo. Un tipo de ensayo muy personal y bien poco sistemático, es cierto, pero ensayo al fin y al cabo en la medida en que Julian Barnes ofrece una interpretación propia de unos hechos y datos objetivos, como son las cartas y documentos relativos a la vida y la obra de Flaubert. A partir de ahí especula, intenta imaginar diversas situaciones cotidianas, conversaciones específicas, respuestas a otras cartas nunca encontradas, sentimientos escondidos y gestos ambiguos que rodearon al novelista francés más importante del siglo XIX.
Gustave Flaubert es, sin duda, además de un escritor extraordinario, una figura histórica fascinante, y Barnes no oculta su devoción por este hombre capaz de hacerse perdonar todas su pequeñas debilidades y traiciones con ironía, inteligencia y la más exquisita sensibilidad. Adentrarse demasiado en la personalidad de una figura histórica, por mucho juego que ésta ofrezca, es siempre arriesgado, y el resultado final de la historia depende del acierto del punto de vista elegido. Y aquí es donde, en mi opinión, la novela de Barnes naufraga. La voz del narrador corresponde a un médico inglés viudo y francófilo, admirador entusiasta de la obra de Flaubert, que acude a Normandía para seguir sus huellas. En la narración a veces banal de los descubrimientos flaubertianos se mezclan con reticencia las referencias a la propia vida del médico. No se trata en absoluto de una voz lineal, sino que cada capítulo de la obra presenta una estructura completamente distinta: una cronología escueta, un relato intimista, una carta, una sucesión de citas y sus respectivos comentarios... A cada capítulo corresponde, asimismo, un tono diferente que sólo a veces conecta bien con el lector y desarrolla de forma fluida toda la información de la que dispone. La mayoría de veces estos cambios bruscos de voz, estructura y tono no consiguen más que despistar, desorientar y finalmente aburrir al lector. El interés se pierde porque no hay consistencia, la cohesión textual se diluye en un magma de datos y anécdotas, algunos de ellos excesivamente repetidos o sobreexplotados, como el interés obsesivo de Flaubert por los animales.
No es ésta, por tanto, una novela de lectura agradecida, y creo que sólo los lectores realmente interesados en la figura de Gustave Flaubert, más allá de su obra literaria, podrán disfrutarla. Paradójicamente, tal como se muestra en varias citas a lo largo del libro, el novelista francés fue un declarado enemigo de la investigación biográfica, y de la trascendencia de su vida personal para la posteridad. Su alma quedaba en sus obras, y eso era todo lo que tenía que ofrecer. Juzgándolo desde el punto de vista actual, creo que es más que suficiente.
Sin embargo, estoy de acuerdo con Barnes acerca de la aproximación a la correspondencia de Falubert como documento de su tiempo y ejercicio de inteligencia de riqueza extraordinaria. Éste no evitaba siquiera sus propias contradicciones a la hora de disparar sus dardos de ironía. Los fragmentos que aparecen en la obra están bien escogidos y consiguen acercarnos al carácter y la compleja personalidad del escritor. Aun así, no son suficientes, claro está, para que el lector pueda sumergirse en la verdadera voz flaubertiana, ésa que sí se capta en todas sus obras, desde Bouvard y Pécuchet hasta Madame Bovary, pasando por La educación sentimental -qué más da, todas son perfectas. En El loro de Flaubert, los extractos epistolares y, en general, todos los textos que componen cada capítulo son bastante cortos, con lo cual la impresión que permanece al final es que hemos pasado por encima de la vida y la obra del autor francés de un modo muy rápido y superficial, sin haber podido atrapar más que piezas sueltas de un todo que no acaba de encajar porque nunca estuvo cohesionado. Ni siquiera la ironía actúa como elemento unificador, ya que en varias ocasiones la voz del doctor viudo se convierte en un lamento que aplasta a Flaubert y al entorno decimonónico.
En fin, está claro que Julian Barnes ha ido mejorando con el tiempo.
Gustave Flaubert es, sin duda, además de un escritor extraordinario, una figura histórica fascinante, y Barnes no oculta su devoción por este hombre capaz de hacerse perdonar todas su pequeñas debilidades y traiciones con ironía, inteligencia y la más exquisita sensibilidad. Adentrarse demasiado en la personalidad de una figura histórica, por mucho juego que ésta ofrezca, es siempre arriesgado, y el resultado final de la historia depende del acierto del punto de vista elegido. Y aquí es donde, en mi opinión, la novela de Barnes naufraga. La voz del narrador corresponde a un médico inglés viudo y francófilo, admirador entusiasta de la obra de Flaubert, que acude a Normandía para seguir sus huellas. En la narración a veces banal de los descubrimientos flaubertianos se mezclan con reticencia las referencias a la propia vida del médico. No se trata en absoluto de una voz lineal, sino que cada capítulo de la obra presenta una estructura completamente distinta: una cronología escueta, un relato intimista, una carta, una sucesión de citas y sus respectivos comentarios... A cada capítulo corresponde, asimismo, un tono diferente que sólo a veces conecta bien con el lector y desarrolla de forma fluida toda la información de la que dispone. La mayoría de veces estos cambios bruscos de voz, estructura y tono no consiguen más que despistar, desorientar y finalmente aburrir al lector. El interés se pierde porque no hay consistencia, la cohesión textual se diluye en un magma de datos y anécdotas, algunos de ellos excesivamente repetidos o sobreexplotados, como el interés obsesivo de Flaubert por los animales.
No es ésta, por tanto, una novela de lectura agradecida, y creo que sólo los lectores realmente interesados en la figura de Gustave Flaubert, más allá de su obra literaria, podrán disfrutarla. Paradójicamente, tal como se muestra en varias citas a lo largo del libro, el novelista francés fue un declarado enemigo de la investigación biográfica, y de la trascendencia de su vida personal para la posteridad. Su alma quedaba en sus obras, y eso era todo lo que tenía que ofrecer. Juzgándolo desde el punto de vista actual, creo que es más que suficiente.
Sin embargo, estoy de acuerdo con Barnes acerca de la aproximación a la correspondencia de Falubert como documento de su tiempo y ejercicio de inteligencia de riqueza extraordinaria. Éste no evitaba siquiera sus propias contradicciones a la hora de disparar sus dardos de ironía. Los fragmentos que aparecen en la obra están bien escogidos y consiguen acercarnos al carácter y la compleja personalidad del escritor. Aun así, no son suficientes, claro está, para que el lector pueda sumergirse en la verdadera voz flaubertiana, ésa que sí se capta en todas sus obras, desde Bouvard y Pécuchet hasta Madame Bovary, pasando por La educación sentimental -qué más da, todas son perfectas. En El loro de Flaubert, los extractos epistolares y, en general, todos los textos que componen cada capítulo son bastante cortos, con lo cual la impresión que permanece al final es que hemos pasado por encima de la vida y la obra del autor francés de un modo muy rápido y superficial, sin haber podido atrapar más que piezas sueltas de un todo que no acaba de encajar porque nunca estuvo cohesionado. Ni siquiera la ironía actúa como elemento unificador, ya que en varias ocasiones la voz del doctor viudo se convierte en un lamento que aplasta a Flaubert y al entorno decimonónico.
En fin, está claro que Julian Barnes ha ido mejorando con el tiempo.
6.05.2007
De ratones y hombres
Por
blanca gago domínguez
Apenas conozco la obra de John Steinbeck -sólo leí Las uvas de la ira hace muchos años-, pero llevaba un tiempo buscando este relato, o novela corta, porque pensé que estaría bien volver a visitar los paisajes amarillos -es lo que recuerdo más vivamente de Las uvas de la ira- si es que seguían estando allí. Y sí, encontré el libro y comprobé que el amarillo invade y ciega esta historia escrita en 1937: en las llanuras, en los montones de heno, en los rizos de la mujer sin nombre que merodea por un granero lleno de polvo... y en el sol, claro, el sol persistente y justiciero que marca el ritmo del relato.
La familiaridad con que cualquier lector se puede acercar a esta novela parte, creo, del estricto realismo que Steinbeck utiliza en su escritura. Descripciones con los símbolos justos, narración ordenada cronológicamente, tipos simples y diálogos constantes que construyen un estilo populista y patético muy especial. Es como si el autor consiguiera diluirse en sus historias de un modo tan perfecto que hiciera de ello su grandeza literaria.
El populismo conlleva algún elemento cansino como, por ejemplo, la fidelísima reproducción del lenguaje de los tipos que pueblan el relato. Ninguno de ellos habla bien, claro está, ya que pertenecen a la América rural, un lugar en donde nadie utiliza bien los tiempos verbales, ni pronuncia el final de las palabras. Odio este recurso. Sé que es perfectamente justificable e incluso digno de alabanza si está bien hecho, pero me molesta y me recuerda a los cuentos de Ignacio Aldecoa, aunque afortunadamete poco tienen que ver éstos con De ratones y hombres.
Sin embargo, el rasgo más característico del populismo de Steinbeck, que se adentra ya en la estructura interna del relato más allá del registro lingüístico, es la tipología de personajes y las relaciones que se establecen entre ellos. Los inmensos campos estadounidenses provocan una inevitable sensación de soledad, abandono y deseo de aniquilación de los cuales nadie, por mucho que lo intente, se puede salvar. La denuncia social contenida en la obra es brillante y efectiva porque está cuidadosamente dispersa por toda la historia. Así, los diálogos e interacciones entre los personajes son, en este sentido, un instrumento fundamental para mostrar la injusticia, la lucha por la supervivencia y el abandono que sufren los desfavorecidos (pobres, negros, mujeres...), todos ellos marginados cuya voz, cada vez que intenta alzarse, acaba brutalmente aplastada, ya sea en forma de tiranía humana o divina.
En De ratones y hombres los sentimientos positivos que esbozan los personajes (y no son pocos) giran siempre en torno a Lennie, un hombre con la mentalidad de un niño y la fuerza de un gigante. Su presencia inspira ternura a todo el que está de su bando -el de los que no tienen nada-, y que gracias a él se intenta comunicar. Lo hacen de una forma muy básica y torpe, pero que al fin y al cabo es la única posible, porque es la única que conocen. Y son, precisamente, esa ternura y esa voluntad de comunicación las que acaban volviéndose contra él, lo cual convierte a Lennie en una víctima, de acuerdo con el patetismo que impregna las historias de Steinbeck: los sueños y las esperanzas de los personajes son sistemáticamente aplastados por un grito, una amenaza, una muerte.
Y la muerte aparece en el momento exacto, como alivio de la tensión que se ha ido creando en el relato. La muerte es mejor que la vida porque la vida es ya insoportable: riguroso pesimismo, pues. Pero el alivio como desenlace de la tensión es, sobre todo, la estrategia literaria quizá más presente tanto en De ratones y hombres como en Las uvas de la ira. Steinbeck sabe cómo agarrar al lector y no dejarlo respirar hasta el final. Ahí puede residir, en mi opinión, el gran éxito, el respeto y la admiración que siempre ha producido la obra de este californiano que obtuvo el Premio Nobel en 1962, así como la base de sus distintas etapas narrativas y experimentaciones artísticas diversas, que no conozco bien. La tensión, como una tormenta del sur que se avecina desde la primera página y acaba descargando sin piedad en la última, es un proceso empleado a la perfección en esta novela, que se lee de un tirón porque es imposible hacerlo de otro modo. Sin embargo, la catarsis es corta y no definitiva, porque el lector alcanza a vislumbrar de nuevo el polvo y las cegadoras llanuras amarillas. Nada va a cambiar, parece susurrar Steinbeck, pero eso ya queda para la imaginación, y sobre todo la mayor o menor inclinación al pesimismo que tenga cada cual.
La familiaridad con que cualquier lector se puede acercar a esta novela parte, creo, del estricto realismo que Steinbeck utiliza en su escritura. Descripciones con los símbolos justos, narración ordenada cronológicamente, tipos simples y diálogos constantes que construyen un estilo populista y patético muy especial. Es como si el autor consiguiera diluirse en sus historias de un modo tan perfecto que hiciera de ello su grandeza literaria.
El populismo conlleva algún elemento cansino como, por ejemplo, la fidelísima reproducción del lenguaje de los tipos que pueblan el relato. Ninguno de ellos habla bien, claro está, ya que pertenecen a la América rural, un lugar en donde nadie utiliza bien los tiempos verbales, ni pronuncia el final de las palabras. Odio este recurso. Sé que es perfectamente justificable e incluso digno de alabanza si está bien hecho, pero me molesta y me recuerda a los cuentos de Ignacio Aldecoa, aunque afortunadamete poco tienen que ver éstos con De ratones y hombres.
Sin embargo, el rasgo más característico del populismo de Steinbeck, que se adentra ya en la estructura interna del relato más allá del registro lingüístico, es la tipología de personajes y las relaciones que se establecen entre ellos. Los inmensos campos estadounidenses provocan una inevitable sensación de soledad, abandono y deseo de aniquilación de los cuales nadie, por mucho que lo intente, se puede salvar. La denuncia social contenida en la obra es brillante y efectiva porque está cuidadosamente dispersa por toda la historia. Así, los diálogos e interacciones entre los personajes son, en este sentido, un instrumento fundamental para mostrar la injusticia, la lucha por la supervivencia y el abandono que sufren los desfavorecidos (pobres, negros, mujeres...), todos ellos marginados cuya voz, cada vez que intenta alzarse, acaba brutalmente aplastada, ya sea en forma de tiranía humana o divina.
En De ratones y hombres los sentimientos positivos que esbozan los personajes (y no son pocos) giran siempre en torno a Lennie, un hombre con la mentalidad de un niño y la fuerza de un gigante. Su presencia inspira ternura a todo el que está de su bando -el de los que no tienen nada-, y que gracias a él se intenta comunicar. Lo hacen de una forma muy básica y torpe, pero que al fin y al cabo es la única posible, porque es la única que conocen. Y son, precisamente, esa ternura y esa voluntad de comunicación las que acaban volviéndose contra él, lo cual convierte a Lennie en una víctima, de acuerdo con el patetismo que impregna las historias de Steinbeck: los sueños y las esperanzas de los personajes son sistemáticamente aplastados por un grito, una amenaza, una muerte.
Y la muerte aparece en el momento exacto, como alivio de la tensión que se ha ido creando en el relato. La muerte es mejor que la vida porque la vida es ya insoportable: riguroso pesimismo, pues. Pero el alivio como desenlace de la tensión es, sobre todo, la estrategia literaria quizá más presente tanto en De ratones y hombres como en Las uvas de la ira. Steinbeck sabe cómo agarrar al lector y no dejarlo respirar hasta el final. Ahí puede residir, en mi opinión, el gran éxito, el respeto y la admiración que siempre ha producido la obra de este californiano que obtuvo el Premio Nobel en 1962, así como la base de sus distintas etapas narrativas y experimentaciones artísticas diversas, que no conozco bien. La tensión, como una tormenta del sur que se avecina desde la primera página y acaba descargando sin piedad en la última, es un proceso empleado a la perfección en esta novela, que se lee de un tirón porque es imposible hacerlo de otro modo. Sin embargo, la catarsis es corta y no definitiva, porque el lector alcanza a vislumbrar de nuevo el polvo y las cegadoras llanuras amarillas. Nada va a cambiar, parece susurrar Steinbeck, pero eso ya queda para la imaginación, y sobre todo la mayor o menor inclinación al pesimismo que tenga cada cual.
6.03.2007
Arthur & George
Por
blanca gago domínguez
No había leído a Julian Barnes hasta que, hace unos días, vi un libro color crema en una desierta librería de la Rue de la Violette. Las ediciones de Vintage tienen algo especial, difícil de describir pero fácilmente reconocible, que siempre me atrae y que en ese momento me decidió a indagar, al fin, en la obra de este autor discreto (ningún éxito comercial, ningún Booker Prize) pero fascinante desde, exactamente, la primera página.
Arthur & George, traducida por Anagrama en 2007, es una novela de contrapunto. Sobre una base sencilla, la oposición de contrarios, Barnes va edificando una estructura compleja pero bien equilibrada, donde cada elemento tiene su peso exacto y cumple su función al milímetro. El paso del tiempo es el hilo estricto de narración que se aprovecha desde el principio, con el nacimiento de los protagonistas, hasta el final. Arthur es el hijo de una buena familia escocesa venida a menos por culpa del padre, alcohólico y epiléptico. Desde su más tierna edad aprende que lo que consiga en la vida será sólo gracias a su propio esfuerzo. Y se pone a ello. George, por su parte, nace en un pueblecito inglés en el que su padre, de origen parsi, ejerce como vicario. El modo en que se forja el carácter de ambos niños (sus familias, el ambiente y las circunstancias que los rodean, sus propios miedos y contradicciones), narrado siempre en paralelo para que mientras leemos a uno no perdamos de vista al otro, es quizá una de las partes más bellas de la novela. El punto de vista narrativo es muy clásico: no hay experimentos ni audacias, sino estilo indirecto libre y algunos extractos de documentos reales. Sin embargo, gracias a una combinación perfecta entre hechos objetivos y sensibilidad, a medida que Arthur y George se hacen adultos, el lector entra a formar parte de la historia. Sólo él tiene la llave para encajar las piezas, una encima de otra; quizá por ello la relación que se establece entre ambos personajes cuando ya están en su, digamos, mediana edad, es algo cargado de sentido para todos: para Arthur, para Georges y para el lector, que se siente parte de un azar que juega a unir contrarios para hacerlos más fuertes.
Y es que, en primer lugar, los protagonistas son exactamente opuestos. Arthur se convierte desde muy joven en uno de los Englishmen más admirados del país. Es fuerte y lo demuestra continuamente en cualquier cosa que se proponga; despliega un sentido del humor encantador, una seguridad sin soberbia y, además, ha creado uno de los personajes más importantes de la literatura universal: Sherlock Holmes. George, en cambio, es un anónimo procurador incapaz de tomar decisiones que no estén basadas en las leyes inglesas. No le interesan los vicios ni las relaciones sociales y sólo se siente cómodo en medio de una rutina perfectamente conocida que un día, sin explicación, se trunca. Poco después, se produce el primer encuentro entre George Edalji y Arthur Conan Doyle. Ambos atraviesan un momento muy difícil de sus vidas, y precisamente a causa de ello se ayudan y ejercen una influencia más o menos consciente que servirá al otro para rehacerse y salir adelante. Es como si una ley del azar, tan bien utilizado en esta historia, pretendiera mostrar que, por muy antagónicos que sean, los extremos pueden entenderse y llegar a algo bueno juntos.
En segundo, lugar, la época en que se sitúa la novela nos muestra una oposición histórica y social: el paso del clasicismo a la modernidad en la Inglaterra de principios del siglo XX. En medio de una crisis que sacude a toda Europa, las luchas entre la tradición y las nuevas ideas crean un juego de contrarios en todas las disciplinas, pensamientos, costumbres que hoy, visto desde nuestra perspectiva, resulta fascinante. Las grandes cuestiones que sacuden a la sociedad inglesa de 1900 están presentes en la novela: la religión y al positivismo, el honor y la fuerza de los sentimientos, la fe y la razón, la libertad y el deber, el estado y el individuo... La historia de los personajes se refleja y se multiplica en la historia colectiva, en tanto en cuanto Arthur y George fueron personas reales y públicas. Las circunstancias que llevaron a ambos a conocerse están muy bien documentadas en la novela, lo cual permite a Barnes mostrar que la técnica de adquirir la perspectiva de un personaje histórico en interacción con la sociedad de su tiempo, al estilo de Marguerite Yourcenar, puede ofrecer resultados maravillosos si se hace bien. La sensibilidad empática de Barnes, en este caso, es muy buena. Arthur Conan Doyle y Georges Edalji, cada uno a su manera, fueron parte de una historia recreada y estructurada según ese equilibrio de contrarios que eventualmente son capaces de tocarse y ofrecerse lo mejor de sí mismos.
Aun así, a pesar de todo este armazón tan bien trabado, en la novela hay espacio suficiente para que el lector se pasee con libertad, ate sus propios cabos, juegue a detectives, sufra con los protagonistas y se ría con el mejor humor inglés de un narrador tan invisible como coherente. Sin olvidar, claro está, el espíritu lógico-implacable de Sherlock Holmes y los fantasmas de la Sociedad Espiritualista, que tuvo en Conan Doyle a uno de sus miembros destacados. Contrapunto en todos los niveles narrativos. Creo que voy a seguir leyendo a Barnes.
Arthur & George, traducida por Anagrama en 2007, es una novela de contrapunto. Sobre una base sencilla, la oposición de contrarios, Barnes va edificando una estructura compleja pero bien equilibrada, donde cada elemento tiene su peso exacto y cumple su función al milímetro. El paso del tiempo es el hilo estricto de narración que se aprovecha desde el principio, con el nacimiento de los protagonistas, hasta el final. Arthur es el hijo de una buena familia escocesa venida a menos por culpa del padre, alcohólico y epiléptico. Desde su más tierna edad aprende que lo que consiga en la vida será sólo gracias a su propio esfuerzo. Y se pone a ello. George, por su parte, nace en un pueblecito inglés en el que su padre, de origen parsi, ejerce como vicario. El modo en que se forja el carácter de ambos niños (sus familias, el ambiente y las circunstancias que los rodean, sus propios miedos y contradicciones), narrado siempre en paralelo para que mientras leemos a uno no perdamos de vista al otro, es quizá una de las partes más bellas de la novela. El punto de vista narrativo es muy clásico: no hay experimentos ni audacias, sino estilo indirecto libre y algunos extractos de documentos reales. Sin embargo, gracias a una combinación perfecta entre hechos objetivos y sensibilidad, a medida que Arthur y George se hacen adultos, el lector entra a formar parte de la historia. Sólo él tiene la llave para encajar las piezas, una encima de otra; quizá por ello la relación que se establece entre ambos personajes cuando ya están en su, digamos, mediana edad, es algo cargado de sentido para todos: para Arthur, para Georges y para el lector, que se siente parte de un azar que juega a unir contrarios para hacerlos más fuertes.
Y es que, en primer lugar, los protagonistas son exactamente opuestos. Arthur se convierte desde muy joven en uno de los Englishmen más admirados del país. Es fuerte y lo demuestra continuamente en cualquier cosa que se proponga; despliega un sentido del humor encantador, una seguridad sin soberbia y, además, ha creado uno de los personajes más importantes de la literatura universal: Sherlock Holmes. George, en cambio, es un anónimo procurador incapaz de tomar decisiones que no estén basadas en las leyes inglesas. No le interesan los vicios ni las relaciones sociales y sólo se siente cómodo en medio de una rutina perfectamente conocida que un día, sin explicación, se trunca. Poco después, se produce el primer encuentro entre George Edalji y Arthur Conan Doyle. Ambos atraviesan un momento muy difícil de sus vidas, y precisamente a causa de ello se ayudan y ejercen una influencia más o menos consciente que servirá al otro para rehacerse y salir adelante. Es como si una ley del azar, tan bien utilizado en esta historia, pretendiera mostrar que, por muy antagónicos que sean, los extremos pueden entenderse y llegar a algo bueno juntos.
En segundo, lugar, la época en que se sitúa la novela nos muestra una oposición histórica y social: el paso del clasicismo a la modernidad en la Inglaterra de principios del siglo XX. En medio de una crisis que sacude a toda Europa, las luchas entre la tradición y las nuevas ideas crean un juego de contrarios en todas las disciplinas, pensamientos, costumbres que hoy, visto desde nuestra perspectiva, resulta fascinante. Las grandes cuestiones que sacuden a la sociedad inglesa de 1900 están presentes en la novela: la religión y al positivismo, el honor y la fuerza de los sentimientos, la fe y la razón, la libertad y el deber, el estado y el individuo... La historia de los personajes se refleja y se multiplica en la historia colectiva, en tanto en cuanto Arthur y George fueron personas reales y públicas. Las circunstancias que llevaron a ambos a conocerse están muy bien documentadas en la novela, lo cual permite a Barnes mostrar que la técnica de adquirir la perspectiva de un personaje histórico en interacción con la sociedad de su tiempo, al estilo de Marguerite Yourcenar, puede ofrecer resultados maravillosos si se hace bien. La sensibilidad empática de Barnes, en este caso, es muy buena. Arthur Conan Doyle y Georges Edalji, cada uno a su manera, fueron parte de una historia recreada y estructurada según ese equilibrio de contrarios que eventualmente son capaces de tocarse y ofrecerse lo mejor de sí mismos.
Aun así, a pesar de todo este armazón tan bien trabado, en la novela hay espacio suficiente para que el lector se pasee con libertad, ate sus propios cabos, juegue a detectives, sufra con los protagonistas y se ría con el mejor humor inglés de un narrador tan invisible como coherente. Sin olvidar, claro está, el espíritu lógico-implacable de Sherlock Holmes y los fantasmas de la Sociedad Espiritualista, que tuvo en Conan Doyle a uno de sus miembros destacados. Contrapunto en todos los niveles narrativos. Creo que voy a seguir leyendo a Barnes.
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