Después de quedar admirablemente sorprendida ante Arthur & George, leo esta otra novela de Julian Barnes, publicada en 1984 por Jonathan Cape Ldt. y traducida al español por Anagrama en 1992. Pocas veces dos libros del mismo autor me han causado una sensación tan distinta. Para empezar, no me gusta la rapidez con que se catalogó El loro de Flaubert como "novela". Es verdad que hoy en día en la novela cabe todo, pero no está de más advertir que, en realidad, el texto está a medio camino de la ficción y el ensayo. Un tipo de ensayo muy personal y bien poco sistemático, es cierto, pero ensayo al fin y al cabo en la medida en que Julian Barnes ofrece una interpretación propia de unos hechos y datos objetivos, como son las cartas y documentos relativos a la vida y la obra de Flaubert. A partir de ahí especula, intenta imaginar diversas situaciones cotidianas, conversaciones específicas, respuestas a otras cartas nunca encontradas, sentimientos escondidos y gestos ambiguos que rodearon al novelista francés más importante del siglo XIX.
Gustave Flaubert es, sin duda, además de un escritor extraordinario, una figura histórica fascinante, y Barnes no oculta su devoción por este hombre capaz de hacerse perdonar todas su pequeñas debilidades y traiciones con ironía, inteligencia y la más exquisita sensibilidad. Adentrarse demasiado en la personalidad de una figura histórica, por mucho juego que ésta ofrezca, es siempre arriesgado, y el resultado final de la historia depende del acierto del punto de vista elegido. Y aquí es donde, en mi opinión, la novela de Barnes naufraga. La voz del narrador corresponde a un médico inglés viudo y francófilo, admirador entusiasta de la obra de Flaubert, que acude a Normandía para seguir sus huellas. En la narración a veces banal de los descubrimientos flaubertianos se mezclan con reticencia las referencias a la propia vida del médico. No se trata en absoluto de una voz lineal, sino que cada capítulo de la obra presenta una estructura completamente distinta: una cronología escueta, un relato intimista, una carta, una sucesión de citas y sus respectivos comentarios... A cada capítulo corresponde, asimismo, un tono diferente que sólo a veces conecta bien con el lector y desarrolla de forma fluida toda la información de la que dispone. La mayoría de veces estos cambios bruscos de voz, estructura y tono no consiguen más que despistar, desorientar y finalmente aburrir al lector. El interés se pierde porque no hay consistencia, la cohesión textual se diluye en un magma de datos y anécdotas, algunos de ellos excesivamente repetidos o sobreexplotados, como el interés obsesivo de Flaubert por los animales.
No es ésta, por tanto, una novela de lectura agradecida, y creo que sólo los lectores realmente interesados en la figura de Gustave Flaubert, más allá de su obra literaria, podrán disfrutarla. Paradójicamente, tal como se muestra en varias citas a lo largo del libro, el novelista francés fue un declarado enemigo de la investigación biográfica, y de la trascendencia de su vida personal para la posteridad. Su alma quedaba en sus obras, y eso era todo lo que tenía que ofrecer. Juzgándolo desde el punto de vista actual, creo que es más que suficiente.
Sin embargo, estoy de acuerdo con Barnes acerca de la aproximación a la correspondencia de Falubert como documento de su tiempo y ejercicio de inteligencia de riqueza extraordinaria. Éste no evitaba siquiera sus propias contradicciones a la hora de disparar sus dardos de ironía. Los fragmentos que aparecen en la obra están bien escogidos y consiguen acercarnos al carácter y la compleja personalidad del escritor. Aun así, no son suficientes, claro está, para que el lector pueda sumergirse en la verdadera voz flaubertiana, ésa que sí se capta en todas sus obras, desde Bouvard y Pécuchet hasta Madame Bovary, pasando por La educación sentimental -qué más da, todas son perfectas. En El loro de Flaubert, los extractos epistolares y, en general, todos los textos que componen cada capítulo son bastante cortos, con lo cual la impresión que permanece al final es que hemos pasado por encima de la vida y la obra del autor francés de un modo muy rápido y superficial, sin haber podido atrapar más que piezas sueltas de un todo que no acaba de encajar porque nunca estuvo cohesionado. Ni siquiera la ironía actúa como elemento unificador, ya que en varias ocasiones la voz del doctor viudo se convierte en un lamento que aplasta a Flaubert y al entorno decimonónico.
En fin, está claro que Julian Barnes ha ido mejorando con el tiempo.
Nunca fui más allá con Barnes de "Una historia del mundo en diez capítuos y medio", un divertimento que no me dejó ningún poso, aunque me reí bastante durante su lectura. Seguro que es un error no haber ido más allá, pero tengo muy en cuenta las primeras lecturas de un autor y mi intuición me aconseja ir por otro lado.
ResponderEliminarEs hasta cierto punto contradictorio, porque la literatura británica es casi mi preferida (últimamente miro un poco más hacia norteamérica, cosa rara en mí) y la generación Granta no digamos. Pero de todo el grupo me parece que Barnes es quien menos me interesa, y es que al lado de McEwan, Amis o Swift ya no me queda mucho espacio. Tampoco sus declarciones en algunas entrevistas, o incluso algunas contraportadas, me han convencido para que de un segundo paso con él.
Me han interesado tus dos críticas, y en cierta forma no contradicen nada de lo que intuía.
Saludos.
Hola, Jacobo.
ResponderEliminarBueno, yo no conozco a la generación Granta, y sólo he leído algún libro de McEwan o Amis. Pero la primera novela que leí de Barnes, Arthur & George, me gustó muchísimo. Por eso me ha extrañado que ésta, aunque bastante anterior, sea tan diferente. En fin, eso quiere decir que al menos ha ido a mejor (hay otros que van a peor).
Un saludo
Blanca
Laverdad muy fome ésto, estudio derecho y me hacen leer un libro así para un electivo!Después de estudiar para un exámen, no hay tiempo para esto...
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