12.31.2006

Mauricio o las elecciones primarias

Hacía mucho tiempo que no leía a Eduardo Mendoza, que se definió a sí mismo como un escritor acabado en un curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Quizá esta visión un tanto tremendista tenía que ver con la archifamosa frase "la novela ha muerto", lo cual en realidad fue un malentendido como otros muchos en el mundo de las entrevistas a escritores. Sin embargo, a los pocos meses de haber proclamado su propio final, el escritor publicó en Seix Barral esta novela de título, para empezar, bastante desafortunado, y a la que un regalo navideño me ha acercado con gran curiosidad.

El mismo Mendoza divide su obra en dos partes: las novelas serias, por llamarlas de algún modo, tipo La ciudad de los prodigios (1986), y las novelas-broma, que a veces ni siquiera nacen como tales (es el caso de Sin noticias de Gurb, 1990). En este último apartado se incluirían las que tienen como protagonista al detective sin nombre que tanto nos hizo reír a los alumnos de octavo curso de EGB, cuando El misterio de la cripta embrujada (1978) era lectura obligatoria.

El humor, ya soterrado y sutil, ya paródico y evidente, siempre ha sido una de las mejores características de las novelas de Mendoza. Un humor, en cualquier caso, muy fino y siempre crítico, basado en juegos de matices bien reales que permanecen instalados en la interacción social sin que a menudo reparemos en ellos. En esa observación y trasposición a la escritura novelesca reside, en efecto, una de las cualidades fundamentales del escritor barcelonés. Otra es el buen hacer en los diálogos, también resultado evidente de la escucha atenta de todo tipo de individuos y capas sociales, desde el burgués machista a la verdulera ordinaria. Quizá sólo los que conocemos bien la fauna de esta Barcelona donde se sitúan inevitablemente todas sus obras podemos captar la enorme variedad de registros y guiños que ofrece Mendoza al lector cómplice, pero el éxito de algunas de sus novelas demuestran que su pericia va mucho más allá de la observación local.

Durante la lectura de Mauricio o las elecciones primarias he echado en falta tanto el humor como la maestría de los diálogos del mejor Mendoza. Es como si en esta ocasión la estupidez anodina y la resignación hubieran empañado el brillo alegre y espontáneo que tanto lucían en otras novelas. Quizá es una necesidad de la trama, que no deja de resultar interesante y está, por supuesto, bien llevada en la narración: un dentista sin carácter vive la desilusión tras la llegada del socialismo al poder, la expectación ante la candidatura de Barcelona como sede olímpica y su propia indecisión frente a dos mujeres muy diferentes. El retrato social es excelente, y los personajes están bien definidos: el cura obrero medio loco, el pijo egoísta, la chica fría y liberal... también el protagonista, Mauricio, nos muestra sus debilidades, contradicciones y frustraciones de una forma cuidada y compleja. Sin embargo, el humor apagado y no vivo ni malicioso de otras ocasiones en que la ironía del narrador omnisciente se situaba en el punto justo entre seriedad y burla, hace que la historia acabe resultando un poco aburrida a pesar de su interés como reflejo de un contexto real y muy concreto. Por otra parte, he tenido la constante impresión de que los diálogos resultaban un tanto forzados, sin la frescura y la gracia de otras novelas del autor. Ni siquiera la gente de Santa Coloma resulta graciosa, y eso es medio grave.

Ya desde el principio había algo que no funcionaba: los nombres. Ya he dicho que el título no me parece una buena elección. Mendoza siempre se ha caracterizado por acertar de pleno al bautizar a sus personajes. Creo que el personaje de Onofre Bouvila no se me olvidará nunca gracias a su nombre, y tampoco los de Pajarito de Soto, Martita, Carlos Miralles... todos ellos son perfectos, y es cierto que ayudan a definir e imaginar mejor al personaje. En cambio, este Mauricio Greis nunca me lo acabé de creer, y menos a su novia Clotilde...¿cómo una abogada inteligente e irritante pero atractiva puede llamarse Clotilde en la Barcelona de los ochenta?

Quizá es un problema mío, que no he conectado esta vez con la esencia de la novela mendocina, pero en todo caso creo que algo falla aquí respecto a las mejores obras de este autor que representó un papel fundamental en la renovación literaria española de la transición. Pero he de decir que, a pesar de todo, la crítica social y el tratamiento del ambiente que componen la novela son tan necesarios como despiadados, y en este sentido Mendoza sí que nos da, una vez más, un análisis inteligente de los vicios y defectos de una clase política cuyo único objetivo es mandar, y de paso enriquecerse. En eso, por fortuna, nada ha cambiado desde la magnífica La verdad sobre el caso Savolta (1975). Consuela pensar que, por mucho tiempo que haya pasado, los principios de este escritor continúan inamovibles y su crítica, implacable.

12.21.2006

La tarde azul

Después de haber descubierto la prosa de William Boyd en Las Nuevas Confesiones, no dudé mucho cuando vi esta otra novela suya olvidada en una estantería. La comparación de La tarde azul (publicada en 1993 por Penguin y traducida por Alfaguara en 1996) con la primera y deslumbrante lectura de este escritor criado en Ghana era inevitable y no demasiado aconsejable, como pude apreciar apenas comenzada la novela. En primer lugar, porque ambos libros no tienen mucho en común, lo cual es de agradecer, y en segundo lugar porque entonces el proceso de lectura se vuelve menos espontáneo y gratificante. Quizá fue esta errónea aproximación, que por suerte no tardé en abandonar, lo que me complicó la entrada en la historia. Sin embargo, creo que es también una cuestión de tono, y de eso tan indefinible como certero que se llama "encontrar la voz". La historia de La tarde azul empieza en Los Ángeles, 1936, cuando la arquitecta Kay Fisher conoce a un excéntrico caballero que afirma ser su padre. Tras un corto período de reconocimiento y tanteo, Kay acepta hacer un viaje con él, y en ese momento la trama nos traslada a Manila, en 1902. Aquí es donde Boyd encuentra esa voz, que una vez empieza a fluir hace que el lector se acomode y disfrute realmente de la historia. La recreación de un momento (la guerra entre España y Estados Unidos por la colonia filipina) y un lugar remotos pero no demasiado, gracias a la continua aparición de referencias que actúan como claves para comprender el contexto socio-histórico, es sencillamente espléndida. No recuerdo haber leído nada en literatura basado en ese período histórico y ese lugar, más allá de lo que explicaba Jaime Gil de Biedma en sus diarios, y la experiencia ha sido realmente interesante. La atmósfera nos pasea por una Manila decadente, sudorosa, llena de españoles orgullosos y arrogantes enfrentados a los nuevos americanos que pretenden quitarles lo que es suyo. En medio de prostíbulos y bailes burgueses, noches de insominio y deseo, personajes que nunca muestran su lado más oscuro pero tampoco lo niegan, Boyd nos sumerge en una historia terriblemente romántica, que avanza rodeada de crímenes y deslealtades. El protagonista, ese padre que aparece de repente y reivindica su derecho a buscar a la mujer que siempre ha amado, es una base principal de la novela. La otra, la hija-narradora, está mucho menos definida y resulta poco reconocible, difícilmente familiar o cuanto menos aceptable para el lector. Por ello el prólogo y el epílogo, es decir, las partes en que Kay no es simplemente una narradora-pretexto que se diluye en la historia, sino también el personaje principal, carecen de la fuerza que presenta la parte central, la historia de Manila y columna vertebral de la novela.

El trabajo de ensamblaje y estructuración, pues, contiene lamentables carencias que impiden ver la novela como un todo. Aun así, merece la pena adentrarse en esta historia de amor que va rozando con destreza la ternura más álgida, la pasión casi obsesiva, la capacidad de sacrificio y aceptación valiente de los propios sentimientos. Es, sí, otra historia de amor más que quizá sólo pueda ocurrir en las novelas, pero qué importa. Lo realmente admirable es que Boyd nos hace disfrutar de ella incondicionalmente, y nos lleva a una reflexión inevitable sobre el ¿Qué habría pasado si...? Son, al fin y al cabo, las espinas que tenemos clavadas y que sólo asoman para recordarnos que pudimos vivir otras vidas y elegir otros caminos. Es bueno volver a ellas de vez en cuando.

12.10.2006

Las aventuras de Arthur Gordon Pym

Publicada en 1938, ésta es la única novela que escribió Edgar Allan Poe, basándose en una obsesión de aquellos días: la posibilidad de que la Tierra fuera hueca y se pudiera atravesar por los polos. El argumento se convierte en una historia de pesadilla, que cruza constantemente los finos límites de la realidad para erigirse en representante de la que muchos críticos consideran primera novela de ciencia-ficción. En todo caso, y como sucede siempre en los textos de Poe, lo importante no es el argumento, es decir, las peripecias de los personajes, ni siquiera el hecho de que acaben o no atravesando la Tierra por los polos. Lo importante es la sensación que queda al lector una vez terminado el libro, y puedo asegurar que las sensaciones has sido proporcionales a las que experimenté con "Los crímenes de la Rue Morgue" o "El hundimiento de la Casa Usher" (o caída, según la traducción): miedo, asco, fascinación, todo mezclado y quizá un poco más acentuado debido a la extensión de la historia (tampoco muy larga, unas doscientas páginas).

Así, pues, Poe permanece fiel a sí mismo una vez más y aplica concienzudamente a su escritura no sólo sus ideas sobre poética, creación y composición artística, sino también sus obsesiones personales, que crecen inevitablemente por encima de la obsesión colectiva sobre la oquedad del globo terráqueo. En este sentido, la estructura de Las aventuras de Arthur Gordon Pym está bien delimitada, es rígida y clara, totalmente efectiva. El narrador y protagonista,un joven ávido de nuevos riesgos y experiencias, embarca junto a su amigo Augustus en una nave que llevará a ambos hacia el caos, la muerte, una serie de penurias a cuál más insoportable y, por encima de todo, el lado más perverso y vergonzoso de la especie humana, el lado que sólo se muestra abiertamente en situaciones límites, cuando entra en juego nuestra superviviencia. Criaturas extrañas y situaciones paranormales aderezan los ya de por sí difíciles viajes marítimos de exploración. De manera, claro está, que el pobre Arthur Gordon Pym queda para siempre traumatizado por sus pesadillas, reales e imaginarias, tanto más graves cuanto que nadie las cree una vez que regresa y las cuenta a la civilización.

No es la historia lo que más me ha gustado de esta novela (en realidad, la posibilidad de atravesar la Tierra por los polos me deja bastante indiferente), sino el reencuentro con esa inconfundible estructura utilizada por Poe a la que me refería antes. Para mí, los textos más importantes de este autor americano al que tanto debemos son dos pequeñas joyas que todos los escritores deberían aprender de memoria, o por lo menos tener siempre a mano: Filosofía de la composición y El principio poético. Ambos ensayos, cortos, precisos y brillantes, explican por qué Poe se convirtió, de la segunda mitad del siglo XIX en adelante, en el autor con más influencia entre las nuevas generaciones de escritores occidentales. Más allá de Baudelaire y Mallarmé, que en repetidas ocasiones proclamaron su devoción al maestro y reconocieron la importancia de éste en su poética, escritores como Borges o Cortázar aprendieron las reglas del arte de contar teniendo muy en cuenta las directrices de Poe, y Bolaño siempre lo tenía presente cuando se trataba de dar explicaciones. Filosofía de la composición y El principio poético son ensayos prácticos y agradablemente sencillos en los que el autor expone los pasos que deben seguirse a la hora de crear un texto literario. Cada cuento, cada poema, su única novela son perfectos ejemplos de las teorías que iniciaron el cambio de actitud en la búsqueda de perfección formal, hoy conocido retrospectivamente como el inicio de la Modernidad. En este sentido, la narrativa de Arther Gordon Pym es una muestra más de cómo Poe utilizaba el terror como instrumento literario, cómo calculaba los efectos y dominaba las sensaciones que creaban las palabras... Un ejemplo más de la bien hallada perfección artística, o cómo el fondo y la forma son caras de la misma moneda.

12.02.2006

Las nuevas confesiones

Oí el nombre de William Boyd en una conversación casi ajena, y a los pocos días me topé con un libro suyo, The New Confessions, descrito como el Ciudadano Kane de la novela. Me intrigó tanto el comentario como la edición, cuidada y enorme de Penguin (la traducción al español es de Alfaguara, y apareció en 1989), así que lo empecé y durante el último mes, deliberadamente, lo he ido leyendo con extrema lentitud. Quería prolongar la permanente sensación de estar viajando junto a un viejo conocido: el narrador de la novela, John James Todd. Desde su infancia hasta su madurez crepuscular en una villa mediterránea, Todd comparte con el lector una serie de experiencias y reflexiones que conjugan apaciblemente la intimidad más desgarradora con el cinismo silencioso o la frialdad protectora. Las nuevas confesiones no es en absoluto una novela original, ni quiere serlo, a pesar del título quizá pretencioso y emulador de la obra maestra de Rousseau, que es lo único que no me gusta del libro. A pesar de todo, es cierto que hay un paralelismo entre ambas obras, salvando distancias, y sobre todo una constante admiración de Todd hacia Rousseau, que fue el primer escritor que, en 1762, se atrevió a escribir una historia sobre sí mismo en tanto que ser humano, con un alma compuesta de razón y sentimientos. Se abría así el camino hacia el Romanticismo y la representación del yo individual y la subjetividad perceptiva como medio de creación literaria.

Todd lee las Confesiones durante su encierro como prisionero de la Primera Guerra Mundial. Gracias a su guardián de celda, que a partir de entonces y hasta el final de su vida se convertirá en su mejor amigo, Todd consigue olvidar mientras lee la pesadilla que ha vivido con apenas dieciocho años. Sin darse cuenta, este encuentro con el escirtor suizo traza el camino de lo que será una vida dedicada a expresar sus propios anhelos a partir de la figura de Rousseau. Para ello, Todd elige sumergirse en el mundo del cine mudo, que empezaba a abrirse paso en la sociedad europea de posguerra, y su película The Confessions será la última obra maestra antes de la era del sonido. Antes de su retiro en la villa mediterránea, víctima del cruel macartismo ejercido por Estados Unidos durante los años cincuenta, logrará cerrar el círculo con The last walk of Jean Jacques Rousseau.

A través de este peregrinaje en busca del alma del escritor suizo, Todd nos muestra la suya propia, y la del tiempo y las circunstancias que lo van acompañando con el andar de los años. Las divagaciones solitarias y románticas de Rousseau constituyen la esencia de la vida de Todd, y están regidas por la teoría matemática que aprendió de niño: el "Principio de Incertidumbre e Incomplementación", o cómo nuestras decisiones no obedecen a ninguna lógica, sino al desorden reflejo del mundo. En efecto, Todd se muestra a lo largo de las seiscientas páginas de la novela como un hombre sensible, incapaz de controlar sus impulsos y acostumbrado a pagar por ellos, un hombre valiente y generoso, perfeccionista y obsesivo que intenta adaptarse a lo que la vida le va exigiendo. Su voz, tan clara y sobre todo tan despojada de autosatisfacción o de esos aires de grandilocuencia que suelen acechar en los relatos largos en primera persona (personajes que nacen con el siglo, son un espejo de éste y como tales cargan con una cierta autosatisfacción), es lo que más me ha fascinado de la novela. Una voz que no se permite el quiebro ni la compasión, que recurre a la simplicidad como principio fundamental de expresión literaria, y a partir de ahí construye su grandeza.