8.26.2007

Hoy, Júpiter

Con este título apareció hace unos meses en Tusquets la última novela de Luis Landero, que había permanecido silencioso desde que, en 2002, publicara El Guitarrista. Tenía muchas ganas de leerla y no me ha defraudado, a pesar de ese título tan poco prometedor que nos remonta a un anciano de Santiago de Chile, el cual se ganaba la vida con un telescopio por el que enseñaba los astros a todos aquellos que quisieran creerlo. El anciano en cuestión no tiene nada que ver con el argumento de la novela, y tampoco logro apreciar sus posibles simbolismos, así que pasaré por alto el título y me limitaré a hablar de la historia.

La estructura narrativa de esta novela se basa en la alternancia de perspectivas de los dos personajes protagonistas: Dámaso, por una parte, y Tomás, por otra. Al igual que en Arthur & George, de Julian Barnes, el lector asiste al desarrollo de dos historias paralelas gestadas desde la infancia y adolescencia de sus respectivos protagonistas, muy dispares entre sí. Dámaso es un niño de pueblo, simple y confiado, que asiste impotente a la usurpación de su propia identidad en el seno familiar. Así comienza su historia de odio. Tomás, por su parte, nos aparece por primera vez como un adolescente que un día, después de comer, anuncia que se va a leer, y es como si ya no volviera. Unos años después, al conocer a Marta, se forja el inicio de su historia de amor. No se trata de una historia apasionada o trágica, sino más bien simplona. Por encima de Marta y de cualquier otra mujer siempre estarán los libros, con los que Tomás vive un idilio permanente, así como sus propias proyecciones respecto a ellos.

Un día, las vidas de Dámaso y Tomás se cruzan por azar: ambos se conocen, se ayudan y se separan. Las peripecias de uno y otro se disponen en orden y concierto y son divertidas, curiosas, algo tristes a veces, y permanecen en todo momento al servicio de lo que constituye el punto fuerte, el nudo de la novela, eso que siempre busco y hasta ahora he acabado encontrando en las historias de Luis Landero: la pintura espeluznante pero dulce de la impostura y la desilusión. Desde Juegos de la edad tardía (1989), el autor extremeño presenta en sus novelas a unos personajes, normalmente los protagonistas masculinos, marcados por al menos uno de esos rasgos, que también podríamos llamar estigmas por su grandeza a la vez que fatalidad. La impostura y la desilusión convierten a los personajes en irremediables perdedores, en tristes cuitados que provocan la inmediata empatía del lector, su compasión armónicamente mezclada con su risa, capaz de un cierto y mínimo distanciamiento que nos resguarda de cualquier atisbo melodramático. Esta extraña mezcla de figuras cómicas y lastimosas, hombres que no son, por mucho que se empeñen, dueños de sí mismos ni responsables de sus decisiones, porque siempre se acaban hundiendo en su eterno pozo, es lo que más me gusta de la escritura de Landero. En Hoy, Júpiter, tanto Dámaso como Tomás se esfuerzan temporalmente en ser lo que no son, por miedo al rechazo y la soledad, pero las máscaras y fingimientos terminan cayendo, y entonces queda sólo lo que son de verdad. Y aun así los queremos porque, a fin de cuentas, no somos mucho mejores que ellos. Con la desilusión pasa lo mismo: ¿cuántas fantasías construimos acerca de nosotros mismos, del futuro que nos aguarda? ¿cuántas veces soñamos con el reconocimiento que llegará, la admiración que sentirán los que nos rodean, el éxito en cualquiera de los variantes? Otra forma de impostura o engaño hacia nostros mismos, al fin y al cabo, que acaba también cayendo por su propio peso. Y cuando, a pesar de todo, la vida continúa y seguimos levantándonos por la mañana, queda claro que las ansias de vivir o quizá la simple costumbre son más fuertes que cualquier decepción, por mucho que ésta sea capaz de golpearnos.

Para mí, leer a Landero es como sentarme en un remanso entre la maraña y descansar un poco. Sus novelas son tan tiernas, y tratan tan bien al lector (cómplice en todo momento, apreciado y perdonado siempre), que su lectura no puede ser menos que un suave placer.

8.21.2007

La conjura de los necios

Al conocer las circunstancias en las que fue publicada esta novela (John Kennedy Toole se suicidó porque ningún editor la aceptaba, y fue su abnegada madre quien consiguió que se publicara en 1980, después de arrastrarse durante años por las editoriales estadounidenses en busca de una oportunidad para su ya fallecido hijo), no se puede evitar acometer la lectura de La Conjura de los necios con un cierto respeto. Pensar que su autor ha muerto por ella añade, ciertamente, un toque bien macabro a la serie de prejuicios (muchos o pocos, pero siempre alguno) con que nos enfrentamos a un libro. En mi caso, los elementos que configuraban este horizonte de expectativas eran básicamente dos. El primero, que se trataba de una extraordinaria novela que nadie supo valorar justamente en vida del autor, y que acabó ganando merecidamente el Premio Pulitzer en 1981. El segundo, que una vez comenzada, resultaba imposible dejar de reír.

Como suele ocurrir, el enfrentamiento personal con la obra termina de un modo muy eficaz con las premisas iniciales, ya sea reformulándolas o, en el mejor de los casos, ajustándolas a nuestra propia realidad. Así, he comprobado que, en primer lugar, La Conjura de los necios es una muy buena novela, pero no me ha llegado a parecer extraordinaria. En segundo lugar, la evidente y continua sátira no ha servido para hacerme reír, salvo en algunas escenas, sino para provocarme un espantoso sufrimiento. No he dejado de sufrir en toda la historia, y por ahí reconozco y mido su valor.

Está claro que John Kennedy Toole buscaba producir ese efecto en el lector, aunque no sé si de una forma tan consciente. Una sátira siempre contiene una visión muy dramática de la realidad que está retratando (en este caso, la sociedad estadounidense de los años sesenta, y especialmente los conflictos sociales en Nueva Orleans), más allá de la utilización del humor como recurso básico y estructural de la novela. Sin embargo, yo sólo he podido compadecerme de la larga serie de esperpénticos personajes que desfilan a lo largo de la historia por esa ciudad en la que siempre es Martes de Carnaval (y la conexión valleinclanesca es más fuerte de lo que pueda parecer). Empezando por el protagonista, Ignatius Reilly, y siguiendo con su madre, la pobre Irene, absolutamente todos los personajes que conforman el estrecho mundo que gira entorno a los Reilly están perdidos. Ni siquiera su lucidez los puede salvar porque, aunque sean conscientes de la desolación y la miseria de la sociedad en la que viven, saben muy bien que no hay ningún modo de salir de ella. Sólo queda esperar un día bueno, como hace el Patrullero Mancuso, un día en que por fin consiga detener a alguien.

Aun así, es cierto que existen en la novela algunos escasos momentos de ternura: la conversación entre Darlene y Jones al conocerse en el bar de Lana, o las risas en la casa de Irene Reilly con Santa Battaglia y el señor Robichaux antes de que su hijo los sorprenda y empiece a blasfemar horrorizado. Son momentos fugaces, pequeñas concesiones quizá para que no quedemos abrumados por la crueldad y la sátira funcione. En cualquier caso, la lectura de La conjura de los necios me ha parecido muy dura y, en algunos pasajes, excesiva. Pensar que el autor fue capaz de crear a Ignatius Reilly, que, como dice su madre, lo aprendió todo en los libros excepto cómo ser una buena persona, me produce un gran desasosiego. Ignatius es un monstruo, cierto, pero un monstruo comprensible, un monstruo terriblemente real.

Es, pues, este ambiente fantasmagórico, histriónico y cruel en que se desarrollan estos personajes extremos el rasgo principal que hace de La Conjura de los necios una muy buena novela de pesadilla. La linde entre la risa y el horror es demasiado sutil como para no pensar detenidamente en el trasfondo real, en los más que fieles reflejos de injusticia, intolerancia, incomunicación e hipocresía vacua de la sociedad que actúa como espejo de la que aparece en el relato. Asusta pensar que quizá fue ella la que acabó con el autor.

8.09.2007

Tokio blues. Norvegian wood

La lectura de esta novela, que Tusquets tradujo en 2005 (inventándose, de paso, la primera parte del título, lo cual considero una indecencia), supone mi primer acercamiento a Haruki Murakami, el escritor japonés con más prestigio y, sobre todo, con más éxito de ventas dentro y fuera de su país. En la contraportada de la edición de bolsillo de 2007, Rodrigo Fresán afirma que Murakami produce adicción y que "su modo de narrar tiene algo de hipnótico y opiáceo". Esto no tiene por qué ser exactamente un halago, pero es rigurosamente cierto. Esta historia de un chico post-adolescente y sus luchas interiores en la sociedad japonesa de los años sesenta resulta fascinante por varias razones.

Para empezar, el relato en primera persona es muy directo, lineal, y está construido sobre todo a base de reproducciones de diálogos que conforman el progreso de la trama y definen a los personajes. Eso hace que el lector se salte las reflexiones y los rodeos y vaya directo a los hechos, las palabras pronunciadas y las reacciones que unos y otras conllevan. No hay armas narrativas de doble filo, sorpresas malintencionadas o lagunas que rellenar.

La segunda razón es, en mi opinión, la creación del ambiente de Tokyo como una mezcla extraña de onigiris con umeboschi y canciones de los Beatles. Hasta ahora, mi único contacto literario con la cultura japonesa había sido a través de miradas occidentales, como la de Amélie Nothomb llorando sus pesadillas laborales en Estupor y temblores. Ahí, el choque era constante y en la inevitable comparación, los nipones siempre salían muy mal parados. En Tokyo blues, por primera vez, he podido situarme frente a la mirada de un escritor japonés que cuenta una historia de su propio mundo, en la que unos jóvenes se debaten de forma terrible entre la vida y la muerte, la comunicación y la soledad mientras su entorno sociocultural los empuja constantemente a lo segundo, de ahí la fascinación del lector. Siempre me pregunté por qué los jóvenes japoneses se suicidaban en masa. No es que este libro dé las claves de la respuesta, claro está, pero sí nos abre un poco la cortina para vislumbrar el modo en que éstos construyen su mundo y se relacionan con los demás, y cómo a medida que crecen y adquieren responsabilidades, va resultando más difícil sentirse no ya orgulloso, sino simplemente cómodo en su propia piel. Es notoria, en este sentido, la ausencia de la figura de los padres. Simplemente, no existen, y desde luego, cuando existen, poco tienen que ver con sus hijos, como si todos fueran simples conocidos ligados por un extraño azar.

En esta historia nadie lo tiene fácil, más bien todo lo contrario, pero sólo se salvan los que hablan -que son, ciertamente, los menos. Las claves para entender al protagonista narrador y su mundo de adolescentes tardío-desorientados, dentro un entorno en el que siempre parece que es domingo por la tarde (de ahí, quizá, la agudeza del título de la novela), son firmes y constantes. Así, la lectura puede adquirir velocidades inusitadas, parecidas a las de esas novelas de misterio donde, finalmente, lo único que nos importa es descubrir quién es el asesino. Existen pocos matices y los personajes están definidos en cuatro trazos básicos, a partir de los cuales actúan y se expresan fielmente a lo largo de la novela. Y esos cuatro trazos, tan simples como certeros, son los que quizá configuran definitivamente el efecto hipnótico-opiáceo del que hablaba Fresán.

8.03.2007

Vida y opiniones del Caballero Tristram Shandy

Esta novela, publicada en nueve volúmenes durante la segunda mitad del siglo XVIII, representa el punto clave a partir del cual se desarrolló la novela contemporánea en lengua inglesa tal y como la concebimos hoy en día. Si en Francia fue Rabelais y en España Cervantes los que cumplieron con este cometido, el clérigo Laurence Sterne, un irlandés con muchos problemas de salud y un matrimonio desgraciado, se encargó de emplear, entre otras, la mejor tradición de la literatura paródica inglesa (las shaggy-gog stories, aunque los personajes de Tristram Shandy afirman que se encuentran en una cock-and-bull story, una patraña, más o menos), para crear una novela tremendamente avanzada a su tiempo.

En el siglo XVIII brillaba la filosofía de las luces, el Neoclasicismo optimista que confiaba en el poder ilimitado del ser humano para cambiar el mundo a mejor. Sterne va un paso más allá de las teorías de Locke o Pascal, sin perderlos nunca de vista, así como tampoco a Swift, para presentarnos una novela basada en el juego de espejos y la paradoja como fuentes de investigación vital. Y, claro está, el humor por encima de todo, que tiene un papel equivalente al del narrador omnisciente en la narrativa naturalista, por poner un ejemplo. Para empezar, ¿qué podemos pensar de un libro cuyo título no se corresponde en absoluto con el contenido? Tristram Shandy no nace sino en el Libro IV, y apenas conocemos nada acerca de su vida y opiniones durante la narración. Otro ejemplo: su padre está tan ocupado leyendo libros sobre la paternidad que apenas tiene tiempo para estar con su hijo. Aun así, sus imposibles teorías sobre narices, o su carácter displicente pero franco y generoso constituyen dos puntos sobre los que se sostiene la novela. Ya que no existe ninguna trama o sucesión lógica de acontecimientos, lo que nos guía a través del relato son los personajes: Walter Shandy, el padre, su hermano Toby, el cabo Trim o el clérigo Yorick. Todos ellos son presentados y desarrollados mediante diálogos, peleas, convicciones y miedos. Es fantástico el modo en que Sterne caracteriza a sus personajes para acabar convenciéndonos de que todos, en la literatura y fuera de ella, somos incognoscibles. Esto, en el siglo XVIII, y sin dejar de recurrir al humor, el ingenio y el descaro soez, resulta tan extraordinario que sólo con el paso de los siglos, como suele suceder en estos casos, se ha podido realmente valorar.

El autor irlandés va tejiendo una tela de araña a lo largo de la novela, y a pesar de que va avisando continuamente al lector de que no debe caer en ella, al final éste se encuentra enmarañado sin remedio. Ésa es, quizá, su grandeza: ser consciente de la falacia pero sumergirse en ella por propia voluntad. Todo arte es artificio, pero no hay nada más real para reflejar la fluctuación de los impulsos del pensamiento y los sentimientos, que tanto fascinaban a Sterne. Es posible que en la escritura, que comenzó a practicar de forma tardía, encontrara un modo de mantener a raya la locura que tan de cerca conoció: su mujer se creía temporalmente la reina de Bohemia, y en la novela aparece una y otra vez una historia acerca del rey de Bohemia, que el cabo Trim nunca puede llegar a explicar. Una vez más, el juego de espejos como eje de la narrativa.

Y así, el humor sería también un arma indestructible, pues nos permite alejarnos de las cosas horribles y seguir viviendo, sobre todo si utilizamos precisamente esas cosas horribles para reírnos de ellas. En Tristram Shandy, los personajes aplican continuamente esta máxima y parece que no les va mal. Saben, eso sí, qué tipo de humor utilizar. Sterne no resulta nunca cruel, a pesar de sus escandalosas obscenidades que ni siquiera debieron ser tan grandes en la época; de lo contrario, la novela no habría gozado de tanto éxito entre el público (éxito, por otra parte, que los críticos vaticinaron como muy efímero). Su humor es valiente e ingenioso -los ingleses siempre fueron tan buenos para eso-, pero nunca cruel. Con él, con sus personajes tan reales y absurdos al mismo tiempo, con su mezcla constante de lo profano y lo sagrado, Sterne nos da una lección sobre optimismo y escepticismo, y cómo conjugarlos para seguir viviendo.