Hay una especie de resorte en esta novela de John Banville (traducida por Anagrama en 2006) que establece desde el principio un juego de equívocos, imposturas sutiles que se superponen y acaban rellenando todo aquello que creemos que es esencial, entendemos que debe ser puro y sincero, o al menos tender a ello. En este sentido, se puede decir que El mar es una novela con rasgos barrocos, extrapolados a una época y un espacio contemporáneos. En realidad, el período de entreguerras en el que crecen y se mueven los personajes no es tanto una decisión significativa como un modo de no distraer al lector con extrañamientos anacrónicos. Ocurre lo mismo con el espacio: Max Morder, narrador y protagonista, nos sitúa en un pueblo costero de aire difusamente anglosajón y transfigurable a muchos otros, a gusto del lector y sus propias experiencias en cuanto a paisajes marítimos.
Las coordenadas externas son, pues, lo de menos en esta novela cuyo título resulta tan simple como certero. El mar es la fuerza irresistible que atrapa y domina los recuerdos de Max -nombre falso, por cierto; el verdadero nunca llegamos a conocerlo--, pero también el ritmo equívoco y cambiante del pasado, el fondo sonoro y la imagen muda... el mar tiene caras, gestos, ruidos y brillos infinitos e insondables, y en él se apoya Max como punto de referencia omnipresente para construir su vida y su personalidad. La voz que se alza magistralmente pertenece a un hombre casi viejo que vuelve al lugar donde pasó un verano de su infancia, y constituye el mayor placer, la seña de identidad de esta novela. Es una voz-murmullo que a veces se agita, otras susurra, y que se arrastra continuamente entre los recuerdos, sorteando al principio lo que resulta demasiado doloroso para acabar arrasándolo de un golpe furioso.
Cuando Anne, su mujer, muere, Max decide regresar a este mar de su infancia y dedicarse a recolectar imágenes, sensaciones, palabras de un pasado del que nunca quiso deshacerse. La valentía del narrador consiste en mostrarnos sus lados más oscuros (la crueldad, el desprecio, la pereza, la mentira) sin tratar de camuflarlos ni redimirlos, porque simplemente ya no le importan. La muerte de su mujer le permite liberarse de las máscaras y dejar a flote el vacío mezquino que se expande poco a poco. Y es ahí donde se gana al lector. Porque es cierto que pocos narradores admiten sus miserias del modo en que lo hace Max: sin pedir perdón ni buscar ningún tipo de consuelo o comprensión siquiera. No le preocupa lo que nadie piense de él, lo único que desea es pasar el resto de sus días -pocos, a ser posible-, envuelto en ese mar de recuerdos horribles y espléndidos al mismo tiempo, y por ello fascinantes. Así es como el lector se sumerge en la novela para afrontar el oleaje de imágenes contrapuestas del verano que marcaría a Max para siempre, la vida junto a su esposa y los meses de enfermedad cuando ella sabía que iba a morir y él, simplemente, no sabía qué hacer.
Banville logra en esta novela un ensamblaje perfecto del lenguaje como vía de exploración de una vida. La narración de Max es perfectamente consciente de sí misma a pesar de la vacuidad y el terror que expresa. Ahí se fundamenta el desarrollo de la gran paradoja: utilizar las palabras para expresar aquello a lo que de otro modo nunca podríamos dar forma, como única vía que nos permite dominar los sentimientos, las ideas o los miedos. Por todo ello, al final no podemos sino perdonar a Max, porque su acto de valentía -aunque también puede ser temeridad o abandono, en todo caso no importa- al quitarse las máscaras y exponerse a sus consecuencias lo acaba redimiendo. No es fácil vivir en el pasado, y mucho menos enfrentarse a él sin condiciones. Pero a veces es eso, o la muerte, parece decirnos Banville, y entonces hay que arriesgarse.
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